Le echa una mirada de reojo al móvil y tiene ganas de usarlo aunque sabe que no debe hacerlo. Quiere, necesita, que alguien la apoye sinceramente, solo por el placer de querer animarla y no por cortesía o para auto consolarse en aquellos días oscuros. Añora a Ami más que nunca, porque nunca habían pasado tanto tiempo separadas y superadas, y la cama sigue oliendo a Matt.

Entonces, la pantalla del bendito móvil se ilumina y le llega un mensaje de remitente desconocido. No importa, porque sabe quién es. Solo ella conoce ese número. Solo ella le manda mensajes.
Trata de no agobiarte. Come y duerme bien, o no estarás a tope. Te quiero>>
Es escueto pero dulce a la vez. Le sobra. Por primera vez en días, se siente algo realizada. Irónicamente ya no necesita el texto, porque lo tiene memorizado, así que lo borra y recuesta la cabeza sobre la almohada. Siente que apenas huele a nada.

Cierra los ojos. Descansa.

sábado, 25 de julio de 2009

Ángel en prácticas Jas


Esta es la historia de Jas, un ángel en prácticas. Siguiendo más o menos la teoria de Fullmoon, Laura, Eli y yo decidimos que cuando una persona se suicidaba pero tenia el alma pura, se convertía en un ángel en prácticas.

Entre las tres creamos a tres personajes que han ascendido a ángeles en prácticas. Jas es mi personaje, y esta es la historia de como se convirtió en uno.


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Jasper Matteson era un chico normal. Vivía con sus padres y su hermano pequeño en una pequeña casa de la costa de Inglaterra. Desde la ventana de su habitación podía verse el mar, de un color gris intenso que competía con las nubes perladas del cielo, y al chico le encantaba pasarse horas observando el paisaje desde allí.
Sus padres, a pesar de su origen humilde, eran gente muy atenta y trabajadora, y criaron a los dos niños con mucho amor y dulzura. Jasper era feliz, muy feliz, y a sus cortos doce años de vida podía presumir de haber alcanzado un mayor grado de satisfacción que muchas otras personas de mayor edad.
- Como crece mi pequeño bebé – lloriqueó su madre Alice, un día medianamente soleado en que el muchacho había pedido permiso para ir a la playa con sus amigos.
- ¿Y qué hay de la visita a la abuela? – preguntó Roger, levantando la vista del periódico.
- ¿No puedo ir otro día? – se quejó Jasper con un puchero. Le apetecía mucho más pasar un día de calor en la playa que encerrado en casa de los abuelos. Su padre frunció los labios, pero la mirada de Jasper, parecida a la de un cordero a medio morir, hizo que acabara soltando un suspiro resignado.
- Menos mal que mi pequeñín aun no me abandona – dijo, soltando el diario para abrazar a Evan, que pareció encantado ante el mimo de su padre.
Jasper sonrió encantado y se dio la vuelta, recogiendo su mochila.
- ¡Hasta luego! – gritó a modo de despedida.

Jasper no volvió a ver a sus padres nunca más.

Los siguientes días sucedieron de una forma rápida y confusa. Sin darse cuenta de nada de lo que sucedía a su alrededor, Jasper se encontró rodeado de extraños en un orfanato de mala muerte, ya que no tenía ningún familiar que pudiera acogerles. Lo único que mantuvo en pie al niño – que, en cuestión de días se había convertido en un adulto a marchar forzadas – fue su pequeño hermano Evan, que había sobrevivido milagrosamente al accidente de coche y que acabó en el mismo orfanato que él. Jasper a penas se separaba de él, porque sentía la necesidad de cuidarle y protegerle ahora que nadie más lo haría, pero a la vez no sabía como portarse, porque Evan, a sus tiernos siete años, no parecía acabar de entender lo que había sucedido. Una terrible angustia se encontraba permanentemente anidada en su pecho, y se torturaba pensando en la forma tan descuidada en la que se había despedido de sus padres aquella maldita mañana en la que había ido a la playa. Tal vez si no hubiera sido tan cabezota y se hubiera quedado con ellos, las cosas habrían sucedido de forma diferente y en aquellos momentos podrían estar los cuatro tan ricamente en su casita de la costa disfrutando de un buen chocolate caliente. Jasper buscaba consuelo cuando consolaba a Evan. Abrazar al niño sollozante, o dormir con el entre sus brazos para que no tuviera pesadillas le reconfortaba y le hacía sentir importante, necesario. Si él no estuviera, Evan no tendría a nadie, y eso no podría soportarlo.
Jasper no podía fallarle a su hermano.


Con todo, el tiempo fue pasando, pero Jasper se dio cuenta, con angustia y preocupación, que el dolor en su pecho, el sentimiento de pérdida, no desaparecía.
Evan, en cambio, parecía ir superándolo poco a poco. Aunque había dejado de ser aquel niño nervioso e inquieto y ya casi nunca hablaba (se había vuelto un niño muy tímido y callado, casi taciturno), empezaba a comportarse con más naturalidad. Cada vez tenía menos pesadillas, aunque eso no había impedido que siguiera acudiendo a él cada noche para compartir cama, e incluso sonreía de vez en cuando. Jasper no podía ni tan siquiera devolverle aquel gesto, porque era como si los músculos encargados de la risa se le hubieran agarrotado tras tanto tiempo sin usarlos. Además, y aunque él era el mayor de los hermanos, tenía la desagradable sensación de que, a medida que pasaba en tiempo, era Evan quién trataba de consolarle a él – por eso dormían juntos, no porque Evan tuviese miedo, sino porque no quería dejar a Jasper solo con su tristeza -. Porque Evan era fuerte y lo estaba aceptando todo, superándolo. Mientras, Jasper tan solo era un muchacho débil.


A veces acudía al tejado para pensar. Solía ir solo, como cuando observaba el mar desde la ventana de su habitación, porque Jasper siempre había disfrutado del silencio – aunque en aquellos momentos el silencio fuera doloroso – y no sabía como compartir con los demás aquel sentimiento de reflexión que sentía cuando se encontraba perdido en sus rincones especiales.
La azotea del orfanato era casi tan deprimente como el resto del edificio: vieja, con un suelo gastado de hormigón gris y unas barandillas sencillas de hierro forjado. A parte de la puerta de acceso a las escaleras y el tubo de ventilación de la cocina no había nada más, y como las vistas desde el lugar – ciudad y ciudad – tampoco eran precisamente bellas, el lugar era realmente feo. Pero Jasper se pasaba horas y horas allí.
Subía, se tumbaba sobre el tejado con los brazos y las piernas abiertas y dejaba de pensar. Era muy agradable dejar vagar la mente en la inopia de aquella forma, porque entonces la tristeza y la soledad no le oprimían el pecho con tanta fuerza. Se sentía como si su alma se separase del cuerpo y se fuera volando allí donde el dolor no pudiera alcanzarla. Soñaba con el mar, con su color gris tormenta y sus olas embravecidas, soñaba con las montañas y el verde salvaje, y soñaba con sus padres, que les encontraba mientras vagaba por el cielo y volvía a estar con ellos.
Jasper se convirtió en un muchacho deprimente, casi tan deprimente como el orfanato y su vieja azotea, y lo único que impedía que realmente cumpliera con su desvarío y echara a volar por el cielo en busca de paz y de ángeles, era el pequeño Evan.


Un día, Jasper llevó a su hermano consigo a la azotea. Nunca lo hacía, pero aquel día decidió hacer una excepción sin motivo aparente. Evan lo acompañó, emocionado, y se tumbó con él en el tejado, con la mirada perdida en el cielo. Jasper le abrazó por la espalda, ambos sentados y distraídos. En ocasiones notaba la mirada de Evan fija en él, pero no despegaba la mirada del cielo nublado y se mantuvo en silencio durante horas. El crepúsculo se hizo presente, logrando con sus rayos anaranjados pintar todo el cielo, atravesar las nubes y llegar incluso hasta ellos. Jasper habló entonces, estrechando más fuerte a su hermano.
- Evan, ¿tú hechas de menos a papá y a mamá? – preguntó con voz neutra y la mirada interrogante del niño sobre él. Jasper le miró y Evan asintió, silencioso -. ¿Te gustaría qué fuera a buscarles? Así cuando les encuentre volveremos a estar juntos.
Había hablado con total tranquilidad, como quién habla de salir a dar un paseo o irse de vacaciones, pero en realidad el corazón le latía con fuerza, con miedo. Evan desvió la vista de nuevo hasta el cielo del atardecer, como si estuviera reflexionando. Jasper pudo leer en su mirada de niño una fortaleza enorme, aunque ni siquiera el niño parecía ser consciente de ella.
- ¿Dónde les buscarás? – Jasper grabó el sonido de la voz de Evan con deleite, para recordar su tono exacto. Su hermano respondió con convicción:
- En el cielo.
Y entonces, Evan sonrió y se acurrucó con más fuerza contra el cuerpo de Jasper. Él cerró los ojos y le abrazó todavía más, reprimiendo las ganas de llorar, porque sabía que estaba siendo muy cruel con Evan, y que el niño no merecía pasar por aquello otra vez.
“Pero él es fuerte”, se dijo Jasper convencido, “Muy fuerte. Lo superará”. Se le encogió el estómago al pensar que él no era ni la mitad de fuerte que Evan, y la opresión en su pecho aumentó, igual que la velocidad de los latidos de su corazón.
- Sabes que te quiero mucho, ¿verdad Evan? – le preguntó de repente, a lo que él asintió. Jasper tragó saliva y, tras un segundo de reflexión, le soltó para ayudarle a levantarse -. Bien, hermanito, ahora vuelve abajo, enseguida iré contigo.

Y con una última sonrisa, que Jasper se esforzó en esbozar para despedirse como dios manda, Evan se dio la vuelta y se fue.


Jasper dejó pasar unos minutos. La luz del crepúsculo iluminaba su silueta, de pié sobre el tejado, como si de una aparición se tratase. Su corazón, que instantes antes había latido desbocado, bombeaba suavemente, de forma acompasada, armonizando con su respiración y sus pensamientos. La mente de Jasper vagaba muy lejos, en el mar y las montañas, y la sonrisa que había esbozado para despedir a Evan adornaba su cara tranquila.
El dolor y la tristeza estaban más presentes que nunca, tal vez por eso Jasper se sentía tan tranquilo, tan seguro de lo que estaba a punto de hacer, pero no por ello actuó con precipitación.
Saboreó la luz y saboreó el viento. Gozó de la libertad y aceptó el sufrimiento. La determinación le quemó, eliminando cualquier rastro de culpabilidad o duda que quedase en él, y cuando dio un paso, el paso, todo su ser estalló en una infinidad de apoteósicos segundos en los que Jasper había deseado volar.

Y voló.




Despertó unos segundos más tarde, después de haber flotado en la mayor oscuridad del infinito durante una eternidad. La sensación de júbilo que recordaba haber sentido desapareció, dejando tan solo un enorme sentimiento de paz y libertad. Abrió los ojos para comprobar dónde se encontraba, y una claridad pura y cristalina impactó sobre sus ojos de una forma dolorosa y le hicieron gemir. Sin darse cuenta movió su mano hasta su cara para cubrirse de la hiriente luz, y se sorprendió de la ligereza con la que había realizado el movimiento. Sentía el cuerpo extraño, un hormigueo, como si no fuera suyo, como si aquello no fuera a lo que estaba acostumbrado. Trató de recordar donde estaba antes de dormirse, qué había hecho, pero tan solo fue capaz de recordar la luz del crepúsculo y una extraña sensación de opresión en el pecho. Lo demás era todo penumbra.
Se incorporó, parpadeando para terminar de acostumbrarse a la claridad que rivalizaba con las tinieblas de su mente, y se miró las manos. Seguía sintiéndose extraño. En el suelo, a su alrededor – el chico se sorprendió al ver que no iba desnudo, puesto que no había notado el tacto de la suave tela sobre la piel -, habían grandes fragmentos de lo que parecían los restos de un espejo. Se miró en uno de ellos y vio reflejado el rostro de un muchacho de unos veinte años que, aunque no conocía, le resultaba familiar. Se reconoció como sí mismo, ya que el reflejo parpadeó varias veces a la par que lo hacía él, con unos ojos grandes y azules, opacados por la tristeza, como si estuvieran vacíos. Se sorprendió con la amargura que mostraba aquel joven rostro, el suyo, porque no se asemejaba al sentimiento de libertad que sentía.
- Bienvenido al purgatorio, joven alma – dijo una voz a sus espaldas.
Se volteó con sorpresa, ignorando que hubiese alguien más allí, y se encontró cara a cara con el ser más bello que existiera sobre la faz de la tierra: alto y fuerte, con unos cabellos largos y sedosos que ondeaban aunque no hiciera viento, expresión de serenidad y mirada de paz. Aunque, sin duda, lo que más destacaba de él eran las enormes alas de plumas blancas, que radiaban de tal modo que hacían que la claridad del lugar pareciese luz sucia.
- ¿Quién eres? – le preguntó casi sin darse cuenta, mirándole embobado.
- Un ángel de la muerte – respondió con aquella voz profunda y aterciopelada -. Estoy aquí porque se te ha concedido una segunda oportunidad, Jasper.
¿Jasper? El muchacho supuso que se refería a él, pero no se sintió identificado con el nombre. Quiso corregir al ángel, pero cuando abrió la boca para hablarle, se quedó congelado.
No sabía quién era.
El ángel sonrió como si entendiera, y se acercó a él con paso liviano.
- Tienes un alma pura, puedes convertirte en un ángel.
- ¿Estoy muerto? – atinó a preguntar. El ángel le miró con una mezcla de tranquilidad y tristeza.
- Te suicidaste, Jasper.
Luego sobrevino el silencio. El muchacho frunció el ceño, incapaz de recordar nada, y con una creciente opresión en el pecho. No era exactamente dolor, más bien se sentía como si hubiese dejado atrás algo muy importante y no fuera capaz de recordarlo.
- No te preocupes – le dijo el ángel -, por tus recuerdos digo. No estás aquí para recordar tus errores del pasado, sino para empezar de nuevo.
Y entonces le acarició la cabeza.
- ¿Quién soy entonces?
- Eres mi pupilo, y yo soy Ezze, tu maestro. Como no recuerdas tu nombre del pasado, no te sirve de nada conservarlo, pero como la verdad es que me parece bonito, podríamos aprovechar su esencia.
>> ¿Qué quién eres? Eres un ángel en prácticas. El ángel el prácticas Jas.

Ángel en prácticas Alea


Esta es la historia de Alea, una ángel en prácticas. Siguiendo más o menos la teoria de Fullmoon, Laura, Eli y yo decidimos que cuando una persona se suicidaba pero tenia el alma pura, se convertía en un ángel en prácticas.
Entre las tres creamos a tres personajes que han ascendido a ángeles en prácticas. Alea es el personaje de Laura (por eso el dibujo), y esta es la historia de como se convirtió en uno.


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Aquel día era uno de esos durante los cuales ni siquiera puedes alegrarte de disfrutar del descanso eterno que proporciona la muerte. Las almas llegaron con abundancia, como si se hubieran puesto de acuerdo para morir a la vez, y los ángeles que se encargaban de guiarlas hasta el cielo – o el infierno -, los ángeles de la muerte, estaban más ocupadas que nunca. Sae y Ezze eran los que iban más con el agua al cuello, porque eran los encargados de controlar a los demás ángeles y sus almas, y aunque durante las jornadas de tránsito tranquilo se dedicaban a enseñarles a sus pupilos lo que debían hacer para poder convertirse en ángeles de verdad, aquel día les habían echado para que no molestasen.
- No estáis preparados – les dijo Ezze con su habitual voz serena dominada por la prisa (Sae ya se había esfumado hacía rato, blasfemando contra la cantidad de trabajo de una forma muy poco angelical) -. Cuando seáis ángeles de la muerte y os encontréis con un día así, desearéis volver a moriros.
Y se fue con una sonrisa, orgulloso de su propio chiste.

De aquel modo, Jas y Alea se quedaron plantados en medio del bullicio sin poder hacer nada. Jas miró a su alrededor con una mueca de disgusto, pensando que en aquellos momentos el purgatorio parecía más bien una estación de trenes o la recepción de un hotel, y sintiéndose incómodo al estar rodeado de tantas y tantas almas. Alea, en cambio, estaba en su salsa: sonreía anchamente, como si no le importase que toda aquella gente que estaba allí hubiese llegado después de morir en la Tierra, y lo miraba todo con sus ojos verdes y picarones, dando saltitos de excitación, ansiosa por hacer algo.
Jas la miró con reproche, lamentando que Lif, la maestra de Inami (la tercera ángel en prácticas), hubiera considerado que era capaz de atender sus obligaciones como ángel de la muerte a la vez que educaba a su pupila y se la hubiera llevado con ella. Inami era muy tranquila y callada, y aunque era la mejor amiga de Alea, su carácter concordaba mucho más con el de Jas.
El muchacho suspiró, resignado a pasar la mañana solo. Se negaba a quedarse allí plantado junto a la loca de Alea, por lo que se dio la vuelta para alejarse de la zona de llegadas.
- ¿A dónde vas? – quiso saber Alea a sus espaldas. Jas siguió andando con las manos en los bolsillos, fingiendo no haberla escuchado, pero Alea le alcanzó con su inamovible sonrisa -. ¡Jas! ¿Dónde vas?
Él se encogió de hombros y la fulminó con la mirada. Solo quería encontrar un lugar tranquilo en el que echar a perder la mañana, pero Alea y tranquilidad no eran precisamente sinónimos, por lo que no esperaba conseguirlo con ella pegada a sus pasos.
- Qué bien que tengamos el día libre, ¿verdad? – le preguntó ella con su alegre voz de pito -. Yo no tenía muchas ganas de dar clase hoy, porque últimamente Sae está más estricta que nunca con todo eso de la concentración y la espiritualidad y no para de gritarme, aunque entiendo que lo haga porque no le presto mucha atención, pero claro, tu todo esto ya lo sabes porque Ezze también es muy estricto. Lif es mucho más considerada en ese aspecto, pero el hecho que se haya llevado a Inami con ella hoy en lugar de darle el día libre como a nosotros hace que…
- Alea – la interrumpió Jas con el ceño fruncido, mareado por la cantidad de cosas que la chica acababa de soltar del tirón -. Cállate.
Ella puso morritos de frustración, pero se contuvo para no soltarle ninguna bordería y acabar discutiendo con él, cosa que provocaría tener que pasar la mañana sola. Anduvieron en silencio un trozo más, hasta que Jas consideró que se habían alejado lo suficiente del barullo y se dejó caer sobre el mullido suelo de nube blanca. Alea le imitó, callada pero sonriente, mirando a su alrededor en busca de cualquier cosa que pudiera ayudarla a divertirse. Jas la miró de reojo, alucinando al ver que incluso sentada en un lugar tan aburrido como aquel era incapaz de quedarse quieta.
- ¿Nunca te he dicho que odio que siempre estés sonriendo así, como si repartieras alegría? – le soltó de repente, sin darse cuenta. Alea le miró fijamente.
- ¿Nunca te he dicho que eres el muchacho más serio y amargado que me he echado nunca en cara? – le respondió son perder la sonrisa y su tono alegre. Jas la miró ladeando la cabeza, sin ofenderse en lo más mínimo.
- Lo digo en serio – le reprochó -, ¿acaso no sabes que lo que hiciste para llegar aquí estuvo mal?
Alea le miró ampliando aun más su sonrisa, si aquello era posible.
- ¿Allí?
Jas se incorporó para mirarla con atención. Alea sonreía igual que siempre, pero el chico creyó entrever algo en su mirada, algo diferente, forzado. Ellos dos nunca habían hablado en serio y a solas, de hecho casi todas sus conversaciones a solas (y las que no eran a solas también) habían acabado derivando en peleas causadas por sus diferencias, y cuando no peleaban trataban de no tocar temas espinosos para no engancharse, por lo que aquello les venía de nuevo a los dos. Lo único que sabían el uno del otro era que ambos eran ángeles de la muerte en prácticas, por lo que ambos se habían suicidado en vida.
Por algún motivo Jas no recordaba nada de su vida anterior, pero aquello no era demasiado común y nunca se había parado a pensar en que sus compañeras si recordaban su pasado y tenían que vivir con él. No recordar nada de su vida hacía que Jas se sintiera un poco triste y vacío, como si hubiese olvidado una parte muy importante de sí mismo, pero a la vez se alegraba porque así evitaba revivir los hechos que lo habían llevado al suicidio. Ese era el motivo por el que Alea le sacaba de quicio: en lugar de comportarse como cualquier otra persona con un pasado tormentoso, se dedicaba a sonreír y hacer el loco como si fuera muy feliz en el purgatorio, y de repente Jas sintió curiosidad por ese hecho, en lugar de molestia.
- Si, allí, con mi familia… Si es que se la puede llamar así - dijo Alea con un encogimiento de hombros, como si fuera lo más normal del mundo.
- Pero ¿cómo puedes vivir así? Yo no recuerdo nada de mi vida anterior y me siento mal por ello, y en cambio si tú lo recuerdas todo, ¿cómo puedes parecer tan despreocupada?
- Es una historia muy larga.
- Podré soportarlo. Tenemos toda una eternidad… - murmuró con sarcasmo, abarcando las nubes infinitas que les rodeaban - … o un día de fiesta, al menos.
Alea dejó escapar una risilla aguda y Jas se sorprendió al notar que la escuchaba con una sonrisa. Él nunca sonreía.
- Todo empezó cuando nací, hará ya unos 45 años – empezó a recitar, y luego sonrió -, como ves soy algo viejita. Bueno, pues yo nací en un país del norte de Europa, en una familia bienestante y algo chapada a la antigua. No sé si conoces el estereotipo de gente del norte: piel blancuzca, ojos azules y cabellos rubios y sedosos – Hizo una pausa y se señaló: piel pálida pero sin llegar a ser demasiado blanquecina, ojos de un profundo verde bosque y los cabellos rojos y rebeldes como el fuego -. Imagínate lo que ocurrió cuando mi padre me vio. Tanto él como mi madre poseen los típicos cánones de belleza nórdica, y como el suyo había sido un matrimonio concertado y sin amor, el hombre pensó que mi madre le había sido infiel y se enfureció. Nací en una familia sin amor y, por lo tanto, fui criada sin amor, por un padre que me odiaba y una madre que me rechazaba y no se preocupaba en absoluto por mí. Ella solo trataba de mostrarse perfecta de cara al exterior, aunque su vida fuese una mierda, porque aquel era su papel en la familia, y nunca pareció disconforme con él.
>> Además de ser diferente, yo era una niña, por lo tanto no era el heredero que mis padres esperaban y solo recibí, si cabe, más rechazo por su parte. Nací en la familia y la época equivocadas – se quejó con un suspiro profundo. Jas la miraba fijamente, prestando toda su atención. Alea sonrió con un deje de tristeza que nunca le había visto, pero sin perder del todo su orgullo y su aplomo -. Aunque no te lo creas, jamás salí de mi casa. Nunca. Ni una sola vez. Mi padre me lo prohibió, pues había dicho a sus conocidos que su primogénita había nacido con una salud muy delicada, y así evitaba pasar por la vergüenza de que otras personas influyentes como él me vieran y creyeran que no era su hija biológica, sino el fruto de una infidelidad. Me tuvo siempre encerrada, igual que encierras a un pájaro en su jaula, y vigilada para evitar que me escapase. Para él, yo no era nada más que un… - hizo una pausa, su sonrisa se había esfumado y parecía muy triste y descolocada - …un monstruo.
Jas le cogió la mano y Alea respingó, mirándole sorprendida, como si se hubiese olvidado de que el chico también estaba allí.
- ¿Fue por eso que te… suicidaste? – preguntó, impaciente. Alea negó suavemente con la cabeza, recuperándose un poco y esforzándose por esbozar una sonrisa.
- No, yo aguantaba. Incluso me esforzaba por convertirme en una hija ejemplar para que mi padre pudiera sentirse orgulloso. Pero un día, mi madre enfermó y no tardó en morir – no lo dijo con tristeza, simplemente como quién comenta un hecho -. Entonces empezó el verdadero infierno, porque mi padre descargó toda la rabia que le tenía sobre mí. No paraba de repetir que era todo culpa mía, que había traído la desgracia a la familia y que yo no debería estar…
No continuó, porque se le cortó la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas. Ella se las limpió con un manotazo furioso, y Jas sintió que se le encogía el estómago. Nunca antes la había visto tan triste. Nunca.
- No hace falta que sigas – le dijo para consolarla.
- No, es que quiero hacerlo – murmuró Alea. Jas esperó en silencio a que se calmara y tras unos instantes la chica respiró hondo -. ¿Por dónde iba? ¡Ah sí! Llegó a pegarme y me prohibió llorar. A mí me dolía mucho, no por los golpes, sino por el hecho que fuera él quien me los diera. Supongo que a pesar de todo yo le quería, y deseaba que él también me quisiera…
>> Un día en el que estaba especialmente enfadado, cogió unas tijeras y me cortó el cabello. Yo lo tenía muy largo y bonito, pero él lo odiaba porque era la causa de su caída en desgracia y me lo cortó – murmuró acariciando sus rebeldes rizos, que le llegaban por los hombros -. Fue entonces cuando me di cuenta de que no podía más. Mi padre decía que yo no debería existir, yo misma empecé a pensar lo mismo, de modo que decidí cumplir su deseo…
La chica levantó su mano izquierda y desabrochó el puño de camisa que siempre llevaba puesto. Acarició su muñeca con mimo y luego permitió que Jas la viera: estaba llena de cortes.
- Espero que al menos se sintiera satisfecho con algo de lo que hice – dijo con amargura, refiriéndose a su padre -. Aunque fuera esto.

Jas no sabía que decir. Sentía que había sido muy injusto con Alea desde que había llegado, y le invadió una oleada de cariño por ella. De repente la vio como lo que era: una muchacha estupenda que había tenido que pasar por una experiencia muy dura y que se merecía disfrutar de toda la felicidad del mundo. Notó que también empezaba a verla como una amiga de verdad, como Inami, y supo que ella también lo consideraba un amigo, porque de otro modo no le habría contada nada de aquello.
Se miraron a los ojos y sonrieron, ella en paz y él con calma.
- Ahora ya sabes porque soy feliz aquí – le dijo con alegría verdadera -. Porque soy libre.
Luego le guiñó el ojo y se levantó, dejando a Jas mirándola confundido.
- Bueeeeeeeeno, me parece que me voy a molestar un poco a esos de allí – le dijo, señalando la dirección en la que quedaba el purgatorio -. Hasta luego.
- Hasta luego – murmuró él con una sonrisa, tumbándose en el suelo para disfrutar de la tranquilidad de la mañana. Alea se alejó dando saltitos, y Jas la miró atentamente, viéndola diferente a la chica pesada e incordiante que le había seguido hasta allí cuando solo quería estar tranquila.
- ¡Eh! – gritó Alea de lejos, mirándole -. Recuerda que no se lo puedes decir a nadie: ¡Es nuestro secreto!

Y Jas se puso rojo. Cerró los ojos, con más ganas que nunca de recordar su pasado, tal vez para lograr superarlo y ser feliz de una vez, como Alea, y seguro de tener a más de una persona dispuesta a escucharle para hacerle sentir mejor.
- Pobre Alea – pensó, pero en el fondo no lo sintió, porque ella no lo sentía, y eso estaba bien y le hizo sentir mejor.
Y luego se quedó dormido.

Ángel en prácticas Inami


Esta es la historia de Inami, una ángel en prácticas. Siguiendo más o menos la teoria de Fullmoon, Laura, Eli y yo decidimos que cuando una persona se suicidaba pero tenia el alma pura, se convertía en un ángel en prácticas.

Entre las tres creamos a tres personajes que han ascendido a ángeles en prácticas. Inami es el personaje de Eli (por eso el dibujo), y esta es la historia de como se convirtió en uno.

Disfrutenla (o no, es un poco triste)


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Inami inclinó la cabeza con suavidad y contempló su imagen reflejada en la superficie del agua. Notó los cabellos deslizarse por sus hombros hasta caer en el agua como rayos de luz. Vio sus ojos a través del agua, confundiéndose con el líquido gracias a su color azul claro, como dos manchas de cielo, y notó como iban entristeciendo de forma gradual.
“Cuidado”, dijo Alea apareciendo a su espalda y entrando en el reflejo. La chica pelirroja estiró las manos y recogió las hebras blanquecinas de Inami para impedir que se mojaran. Para cuando se miraron a los ojos, la albina había recuperado su mirada tranquila.
“Gracias”, musitó. Alea le pasó el brazo por los hombros, alejándola de la fuente, y la abrazó.



Una niña pequeña gritó, y un coro de risas burlonas se dejó escuchar a su alrededor. Siete niños de unos diez años rodeaban el cuerpo de una niña en el suelo, mientras ella se balanceaba hacia delante y hacia atrás abrazándose a sí misma y con la cara cubierta por sus cabellos largos y blancos. Sus hombros se convulsionaban levemente en un sollozo silencioso, y a su lado yacía, abandonado, un sombrerito de paja.
“Ya os dije que era ella”, dijo uno de los niños con una mueca mitad burla y mitad desprecio.
“Si, y nosotros que estábamos aburridos…”, dijo otro con los brazos cruzados y la mirada fija en la niña.
“¿Dónde has dejado a tu abuela, Inami?”, canturreó un muchacho pelirrojo, acercándose a ella a la par de que la niña se alejaba, gimoteando.
“Tal vez se ha escapado”, propuso uno de los niños, algo más alejado.
“Tal vez”, admitió el pelirrojo agarrándola por la muñeca. “Puede que se haya cansado de vivir con su abuela. ¿Te has cansado de vivir con tu abuela, Inami? ¿Te has dado cuenta de que cada día te pareces más a ella?”
Los niños que la rodeaban rompieron a reír con la burla pintada en sus rostros juveniles, e Inami bajó todavía la cabeza y sollozó. El pelirrojo la soltó, haciéndola caerse de nuevo al suelo, y se arrodilló para recoger el sombrerito de paja de la niña y encastárselo en la cabeza.
“Monstruo”, le dijo con una sonrisa cruel después de ocultar los cabellos blancos de Inami. La niña siguió sin decir nada, llorando silenciosamente en el suelo.




Alea se apartó el cabello de la cara de un simple manotazo y volvió a mirar al cielo con expresión distraída. A su lado, Jas también escrutaba el infinito de forma relajada, e Inami no pudo evitar pensar en la mejora de la relación entre ambos. Ahora casi nunca peleaban y se trataban de forma amigable, como si hubieran llegado a una especie de acuerdo mudo. La albina sonrió.
“¿Veis aquella nube?”, preguntó Alea con una sonrisa, señalando hacia arriba con el dedo.
“¿La que tiene forma de paraguas?”, preguntó Jas.
“No hombre no, la de abajo”
“Parece una palomita”, susurró Inami con una sonrisa. Y Alea se sulfuró y gritó que lo que ella quería mostrarles era una nube con la forma de una mariposa, y se quejó de que siempre se burlaban de ella, mientras Jas e Inami se reían a pierna suelta y la abrazaban como si se tratara de un peluche.
“Ten amigos para esto”, refunfuñó Alea entre los brazos de los otros ángeles en prácticas. E Inami no pudo más que sonreír y pensar que sí, que valía la pena tener amigos para disfrutar de cosas como aquella.



La niña corrió hacia su casa apretando el sombrerito de paja contra su cabeza. Apenas veía por donde iba, porque las lágrimas anegaban sus ojos y le impedían ver con claridad el suelo que pisaba, pero a pesar de todo no podía parar de llorar.
Frente a ella se dejó ver una casita de color blanco deslucido, e Inami empujó la puertecita del jardín para entrar. En lugar de dirigirse hacia la casa, la niña se acercó a unos arbustos en flor que su abuela mantenía siempre lustrosos y radiantes y se escondió detrás.
Se sentía fatal.
Cuando era pequeña, muy pequeña, sus padres habían muerto en un accidente y ella había tenido que quedarse con su abuela. Al ser ella tan joven cuando aquello ocurrió, habría podido ser muy feliz junto a su abuela, pero desgraciadamente no lo era. Y por una gilipollez.
Inami era albina, sus cabellos eran blancos como la nieve y caían largos y finos por su espalda, la piel era pálida como la porcelana, y sus ojos claros como el cristal. La abuela solía decirle que era hermosa y que parecía una muñeca, e Inami se sentía bastante feliz con ello, pero sus compañeros de colegio no opinaban lo mismo.
Desde la primera vez que la vieron la encasillaron en el papel de bufón de la clase. Se burlaban de ella por su aspecto diferente, se reían de sus cabellos blancos y su aspecto frágil y decían que eso era porque vivía con una abuelita y se le estaba pegando la vejez. La albina sufría con cada burla y cada risa a su costa, pero jamás le dijo nada a nadie, ni siquiera a su abuela, ya que la pobre mujer era ya muy mayor e Inami prefería no molestarla demasiado.

Un ladrido hizo que levantara la mirada. Algodón, su pequeño perrito albino, le había descubierto y había corrido hasta su escondite para saludarla alegremente. Inami sonrió al verle; su abuela se lo había regalado cuando era tan solo un cachorrito del tamaño de un platito de té, porque el perrito, al igual que ella, carecía de pigmentación en el pelaje, y creyó que podrían ser buenos amigos. La mujer no se había equivocado, ya que Inami y Algodón (de cariño Al) se entendieron enseguida y se convirtieron en inseparables.

Inami dejó de llorar en cuanto le vio aparecer meneando el rabito, incluso esbozó una sonrisa. Abrió los brazos y Al le saltó encima, llenándola de una curiosa mezcla de amor y lametazos
.



“Me gustaría ser capaz de acordarme de cómo era mi vida antes de esto”, murmuró Jas con el ceño fruncido.
Era muy temprano y estaban ellos dos solos, para vergüenza de la peliblanca, que se sonrojaba con la mera presencia del muchacho a su lado. Levantó la mirada para verle mejor.
“Seguramente no sería de tu agrado”, le recordó, “por esto estás aquí ahora”.
“Si, ya lo sé. Pero me gustaría acordarme. Es un poco frustrante saber que te suicidaste pero no acordarte de por que lo hiciste”.
“Pues yo preferiría no saberlo…”, dijo a media voz. Y supuso que lo había dicho de un modo poco cuidadoso, sin preocuparse en esconder la tristeza de su voz, porque de repente Jas la cogió de la mano y la miró con expresión preocupada, provocándole un escalofrío que poco tenía que ver con los fantasmas de su pasado.
“Lo siento”, murmuró el muchacho con una voz que demostraba que lo sentía de verdad. “No quería hacerte recordar nada desagradable”.
Pero Inami parpadeó un poco ida, y miró alternativamente el rostro culpable de Jas y sus manos entrelazadas, sintiendo una especie de calorcito muy agradable.
“No te preocupes”, dijo. Pero Jas no le soltó la mano.



Al ladró lastimeramente y trató de moverse para defender a su dueña. En la parte del lomo su blanquísimo pelaje estaba manchado con la sangre del pobre animal, que no cesaba de recibir palazos y golpes de piedra sobre su magullado cuerpecito, pero que a pesar de todo no paraba de lanzarse sobre sus agresores con la esperanza de clavar sus afilados dientecitos sobre la piel.
Inami gritó, inmóvil. Dos niños, más grandes y fuertes que ella, la tenían inmovilizada dolorosamente por los brazos, y por más que se retorcía no lograba liberarse. Tenía sangre manchándole la cara, seguramente de alguno de los muchos golpes que había recibido desde que los niños la encontraron, pero a ella no le importaba. No podía apartar la vista de su pobre perrito, que gimoteaba desesperadamente y hacía todo tipo de movimientos raros para esquivar las pedradas y defender a su dueña de los abusones, que aquella vez habían llegado ya demasiado lejos.
“Dejadle en paz”, gimoteaba Inami, adolorida y angustiada, con lágrimas cayendo por sus mejillas y mezclándose con la sangre. “Solo es un cachorro”.
“Chucho asqueroso”, gritó el pelirrojo, dándole a Algodón una certera patada en la quijada justo cuando el perrito acababa de morderle. “Que alguien lo detenga”.
Otros dos muchachos le pegaron con unos palos largos, aprovechando que el perro, agotado y magullado, se limitaba a gruñir lo más amenazadoramente que podía sin alcanzar a levantarse.
“¡Dejadle!”, gritó Inami, desesperada, luchando con más fuerza contra sus captores y sin obtener resultados.
“Oh, ¡cállate!”, espetó el pelirrojo estirándola del cabello con expresión de repugnancia. Hizo un gesto con la mano libre y los niños que la tenían apresada la soltaron, haciéndola caer al suelo. El pelirrojo la estiró del cabello y la arrastró dolorosamente por la tierra hasta lanzarla junto a Algodón.
“Ojalá te murieras”, le dijo, y luego escupió a sus pies y se dio la vuelta para irse, siendo seguido por los demás.
Inami ni siquiera les prestó atención. Con sollozos desesperados se arrastró hasta tener el cuerpecito inerte de Al entre sus brazos y luego lo acunó, adolorida, destrozada.

Uno de los niños se acercó hasta ella con paso vacilante. Inami se encogió, asustada, pero no le hizo demasiado caso. Le daba igual si aquel niño había vuelto para seguir burlándose de ella, o para pegarla.
Le daba igual todo.
“Voy a buscar a tu abuela”, dijo con la voz débil. Parecía asustado. Inami sintió como el niño se arrodillaba a su lado y se quitaba el abrigo, cubriendo con él a la niña y el perro, y luego salió corriendo.
En cualquier otra situación, Inami se habría sorprendido. Conocía a aquel niño, Justin creía que se llamaba, porque a veces estaba con los niños que la martirizaban. Pero nunca intervenía, y miraba lo que sus amigos hacán, guardando una cierta distancia entre ellos, con ojos asustados. Supuso que finalmente Justin se habría compadecido de ella y había vuelto para tratar de ayudarla, pero Inami se angustió más al considerarlo.

No quería ayuda. Ya no quería nada.




Volvió al estanque y observó su reflejo sobre el agua. Sus cabellos se deslizaron hasta caer sobre la superficie pulida de la fuente, y observó su reflejo con expresión entristecida.
Durante todo el día los recuerdos la habñian estado angustiando, obligándola a pensar en todo lo que había sido su vida, sumiéndola en un estado de alteración que se mezclaba con la tristeza y la deprimían.
Y ahora estaba sola.
Volvió a escrutar su reflejo en el agua, y recordó que horas antes, por la mañana, había estado allí mismo con Alea y esta le había impedido sumirse en la tristeza. Sonrió al recordar las manos de Alea al apartarle el cabello del cuello, y luego sonrió más al pensar en el apretón de manos de Jas.
Bueno, no estaba tan, tan sola.



Inami se despojó de los zapatos y los calcetines y se metió en el agua sin importarle que esta estuviera tan fría que pareciera que la atravesara con mil cuchillos.
No sentía nada.
Era como si de repente todas las emociones que era capaz de albergar en su pequeño cuerpo infantil se hubieran colapsado, separándose de ella del mismo modo que el hilo que unía a Algodón a la vida se había cortado. La niña se sintió muy lúcida, libre de pena y dolor, pero despojada también de cualquier sentimiento bueno como la paz o la alegría. Estaba vacía, adueñada de una calma fría e impersonal que embotaba su mente.
Podía ser libre, y quería serlo.
Avanzó un paso hacia dentro del oscuro mar, con sus pocas pertenencias olvidadas en la arena, al lado de un pesado abrigo de chico. El día era gris y triste, y el agua estaba helada y era traidora, plagada de olas que se estrellaban contra su cuerpo y de corrientes traicioneras que la arrastraban. Inami se dejaba hacer. Se adentró más y más en el agua, hasta que la fuerza de la misma la tumbó y la arrastró hacia adentro, hacia que la fuerza de la misma la tumbó y la arrastró hacia adentro, hacia allí donde no tocaba de pies en el suelo. Cerró los ojos y se dejó hacer, sintiéndose tan vacía que ni la angustia de estar ahogándose la impulsaba a luchar.
El agua inundó sus pulmones y estos parecieron llenarse de escarcha, pero Inami siguió reprimiendo el impulso de luchar, hundiéndose cada vez más y más en la negrura, hasta que su cuerpo, frío y helado, se rebeló y, actuando irreflexivamente, buscó romperla superficie del agua en un desesperado intento por respirar.
Y no lo consiguió.
Inami no escuchó el grito de quién había dado con ella, ni notó que ese alguien se lanzaba al agua helada para salvarla. Solo fue consciente del frío, la oscuridad y la desesperación, y luego notó como estos se aplacaban hasta darse cuenta de que flotaba mansamente en una cálida luz. Sonrió con calma, vacía, y a la vez llena de algo nuevo. Pensó que la muerte no era, ni de lejos, tan terrible como esperaba.
Y entonces abrió los ojos y respiró
.

martes, 21 de julio de 2009

Nerine


Nerine es una persona muy especial.

Para ella las cosas tienen un significado especial, único y diferente. Cuando todos estudian, ella aprende. Cuando todos se ríen, ella es feliz. Cuando los demás conocen a alguien nuevo, ella hace un nuevo amigo.
Para ella, correr significa llegar antes a su destino, despertar significa comenzar un nuevo día y sonreír implica sentir cosas maravillosas.
Para ella un amigo es para siempre, un te quiero siempre es sincero, un abrazo es cariño eterno, y un beso es amor.

Nerine es una persona muy especial, pero si le preguntaras a ella, seguramente te diría que ella es una persona normal.

Y por eso me encanta.

El pelo de Ariane


A Ariane le gustaba mucho su pelo. Era suave, fino y sedoso, y cada vez que se pasaba las manos por los cabellos (ya fuera para peinarlo o mientras pensaba la respuesta del examen de Transfiguración) se sentía relajada. Le gustaba tenerlos cortos, justo en el punto entre las orejas y los hombros, porque era muy cómodo llevarlo así: no tenía que secárselo después de ducharse, no pasaba calor en verano y tenía el suficiente para cubrir su cerebro del frío en invierno.

Por supuesto el cabello de Anya, tan largo y elegante, también le gustaba, pero Ariane sentía que no pagaba la pena dedicarle tanto tiempo y cuidados. Además las largas hebras morenas de Anya parecían existir para ser largas, mientras que los mechoncitos dorados de Ariane estaban perfectos tal y como estaban.

Sin embargo un día hubo algo que hizo que Ariane cambiase su punto de vista con la misma rapidez que se desarma a un enemigo (Expulsiarmus!)

- Te quedaría muy bien el cabello más largo – dijo la profesora Walker con una sonrisa, mientras Ariane la ayudaba a recoger las cajas de los knarls. Con un gesto elegante, la mujer se apartó el cabello de los ojos y se despidió, dejando a Ariane boquiabierta y sonrojada, imitando el gesto de Emily con gesto embobado.

No volvió a cortarse el cabello. De repente se dio cuenta de lo hermoso que le quedaba largo.

miércoles, 1 de julio de 2009

Reflejo


Esta historia contiene SLASH (es decir, relación hombre-hombre), es decir que si no te gusta el tema, te la pasas de largo. He dicho (y ya de paso te pasas la siguiente también, que contiene yuri suavecito)

Además contiene incesto/twincest y es un poco una parafilia. Una vez aclarado esto, puedes leer (si quieres).


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Lo que a él le ocurría era algo muy extraño.

A decir verdad, y puestos a ponerse sinceros, nunca fue una persona demasiado normal. Cuando era pequeño le gustaba ver como los demás niños jugaban – haciendo muñecos de nieve en invierno o persiguiéndose unos a otros con globos y pistolas de agua durante el verano – pero nunca, nunca, se mezclaba con ellos para compartir juegos. Cuando entró en el colegio se enfadó al comprobar que tenía que compartir habitación con otros estudiantes de su edad de modo que cada noche, invariable y meticulosamente, cerraba las cortinas de su cama de dosel y aplicaba un hechizo silenciador para aislarse del barullo del exterior. Al hacerse mayor, llevando ya varios años en la escuela de magia y compartiendo cuarto con otros muchachos de su edad, había sido capaz de desprenderse de sus viejos hábitos huraños y había empezado a hacer amigos – pocos, pero amigos al fin y al cabo. Había aprendido a observar y a aprender de los demás, participar en las conversaciones y dar su opinión a cerca de diferentes tipos de comidas o de marcas de escobas. En cambio, cuando los muchachos empezaban a hablar sobre chicas, él se esfumaba. No en el sentido literal de la palabra, porque en realidad no se iba a ningún lado, y miraba como uno y otro hablaba sin escucharles realmente, moviendo la cabeza de forma muy convincente. Pero en realidad poco le importaba lo buena que pudiera estar aquella chica de cuarto o lo mal que le quedaran las mechas a la compañera de pupitre de Motter.
No le importaba en lo más mínimo, porque él era un muchacho de lo más extraño, y era consciente de ello.

Desde siempre había sentido curiosidad hacía su persona, y por eso se dedicaba a explorar su propio cuerpo, su propia alma, y a tratar de descubrir todos los rincones y secretos que escondía. Cuando era más pequeño se pasaba horas y horas encerrado en el cuarto de sus padres, observando su reflejo en el enorme espejo de puerta de armario. Se entretenía contándose las pecas sobre las mejillas, comparándolas unas con otras para ver cual era la más grande o la más bonita, o se perdía en el reflejo de su propia mirada de orbes azul marino que lo observaban con ternura. Una vez encontró un pequeño espejo de colorete en uno de los bolsillos del bolso de su abuela, y recuerda haberlo guardado en su pantalón porque le pareció graciosa la forma en la que sus facciones se reflejaban sobre el pequeño cristal y el modo en que los mechones pelirrojos del flequillo parecían pegarse a su frente cuando hacía calor, y a partir de entonces dedicó las horas muertas a mirarse en él, escondido en cualquier rincón. Cuando entró al colegio se sintió un poco decepcionado con el espejo que había en el baño de su dormitorio, porque en su opinión era demasiado pequeño para ofrecer una visión adecuada de todo su cuerpo.
Fue en aquel mismo baño, con aquel mismo espejo viejo y destartalado, que empezó a sentir curiosidad por el resto de su cuerpo. A veces se encerraba en el baño horas antes de que sus compañeros se despertasen y, después de ducharse, observaba su reflejo desnudo en el espejo. Su piel era pálida a la luz el baño, incluso más pálida que bajo el sol, y estaba sembrada de tantas pecas que resultaba difícil contarlas todas. Sus dedos eran largos y finos, y cuando los pasaba por encima del cristal sentía como si en realidad se estuviera acariciando a sí mismo.
Y se sentía bien.
A él no le parecía extraño sentirse como se sentía frente a su reflejo, ni se sentía culpable al pensar que aquel era el motivo por el que no le interesaban las conversaciones sobre chicas. Cada día que pasaba sus exploraciones sobre sí mismo, sobre su reflejo, se hacían más y más atrevidas, más completas, menos pudorosas.

Un día se le apareció en la mente el mito de Narciso, un joven que, a pesar de que no le faltaban pretendientas – como la ninfa Eco -, se enamoró de su reflejo y se ahogó en un río al intentar besarse a si mismo, desesperado por poder verse siempre, tan hermoso y perfecto, pero por no poder alcanzarse.

Pensó que él era bastante parecido a Narciso en muchos aspectos, con la diferencia esencial de que él, al contrario que el joven, jamás enloquecería por no poder alcanzar la imagen que se reflejaba sobre las aguas. Jamás sucumbiría a la desesperación.
Porque su reflejo era mucho más perfecto, mucho más alcanzable y mucho más tangible que el de Narciso.

Sonrió felinamente y suspiró.

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Zhoin descorrió las cortinas de su cama de dosel con cuidado de no hacer mucho ruido y se escabulló de la cama. Sus compañeros de habitación respiraban acompasadamente sumidos en sus sueños más bellos – Erive Sagami incluso roncaba con expresión satisfecha -, ajenos a cualquier movimiento extraño en la habitación. Entre las sábanas de su cama abandonada yacía, olvidado, un pequeño espejito de colorete.
Antes de poder alcanzar las cortinas de la cama vecina, estas se abrieron desde dentro y un muchacho pelirrojo emergió, con una sonrisa traviesa y los ojos del color azul del mar dilatados por la excitación, invitándole a ocupar su puesto en la enorme cama.

Siempre era lo mismo: Zhoin se acostaba en su cama y corría invariable y meticulosamente las cortinas de dosel, esperando a que sus compañeros se durmieran (y ya que había dejado de lado la manía que tenía de insonorizar su cama para no ser molestado por los ruidos, podía saber con bastante exactitud cuando esto ocurría). Entonces se deslizaba silenciosamente hasta la cama de Zhenon, que sin duda ya lo esperaba ansioso, y deslizaba su mano hasta tomar la varita que su gemelo escondía debajo de la almohada, reprimiendo una sonrisa al darse cuenta de que Zhenon la guardaba en el mismo sitio que él, y murmuraba el hechizo insonorizante que tanto servicio les hacía por las noches, aislándoles del mundo para sumergirlos en su propia realidad.

Primero se observaban, silenciosos, acurrucados el uno junto al otro en la ancha cama de dosel, admirando hasta el detalle a su reflejo viviente. Zhoin disfrutaba contando las pecas que adornaban las mejillas de Zhenon, comparándolas con las suyas propias y sintiéndolas tan iguales como diferentes. Zhenon aguantaba la respiración cuando conectaba sus ojos con los de Zhoin, y luego se inclinaba para besarle en la unión entre el cuello y la oreja y soltar el aliento sobre su piel.
Allí era dónde empezaban las caricias, dulces y expertas, precisas en el punto exacto, porque ambos sabían lo que el otro deseaba y le complacían del mismo modo en que eran satisfechos. Luego venían los besos – cálidos unas veces, húmedos y calientes siempre. Zhoin besaba rudamente, con fuerza, imprimiendo en cada beso la necesidad que sentía, y Zhenon era dulce y arrullador como una cucharada de miel, siempre acariciando con los labios las zonas más placenteras. Y entonces las ropas del pijama estorbaban, y el calor aumentaba, y los jadeos se descontrolaban, perdidos en una marea de frases incoherentes y susurros de amor, que culminaban en cuerpos sudorosos y pechos agitados por la falta de respiración y por manos entrelazadas en señal de tranquilidad y amor.
Era entronces que Zhoin se sentía satisfecho y lleno. Siempre había sabido que era un muchacho extraño, cuando de pequeño entrelazaba las manos con Zhenon en lugar de irse a jugar con los demás niños, y cuando las noches de tormenta acunaba a su compañero asustado y le arrullaba con mimos y palabras dulces para hacerle dormir. Y a pesar de ello, nunca se había sentido sucio o indecente, ni había creído que lo que Zhenon y él hacían estuviera mal, porque leía el amor en los ojos de su gemelo – tan iguales a los suyos, tan idénticos - y el cariño impreso en cada uno de los gestos que hacía, y todo lo demás dejaba de ser importante.


Aquella noche, una vez acomodado con la cabeza de Zhenon sobre su pecho y con la mente cansada, a punto de dormirse, Zhoin pensó en el pobre Narciso y su desgraciado final, y sintió pena por él. Dirigió una mirada distraída al pecho de su gemelo, su reflejo, plagado de pecas como el suyo, y lo acarició con suavidad antes de dormirse, sonriendo.

Porque ellos eran el reflejo del otro, y se tenían, y se amaban, y eran felices.