Le echa una mirada de reojo al móvil y tiene ganas de usarlo aunque sabe que no debe hacerlo. Quiere, necesita, que alguien la apoye sinceramente, solo por el placer de querer animarla y no por cortesía o para auto consolarse en aquellos días oscuros. Añora a Ami más que nunca, porque nunca habían pasado tanto tiempo separadas y superadas, y la cama sigue oliendo a Matt.

Entonces, la pantalla del bendito móvil se ilumina y le llega un mensaje de remitente desconocido. No importa, porque sabe quién es. Solo ella conoce ese número. Solo ella le manda mensajes.
Trata de no agobiarte. Come y duerme bien, o no estarás a tope. Te quiero>>
Es escueto pero dulce a la vez. Le sobra. Por primera vez en días, se siente algo realizada. Irónicamente ya no necesita el texto, porque lo tiene memorizado, así que lo borra y recuesta la cabeza sobre la almohada. Siente que apenas huele a nada.

Cierra los ojos. Descansa.

sábado, 25 de julio de 2009

Ángel en prácticas Inami


Esta es la historia de Inami, una ángel en prácticas. Siguiendo más o menos la teoria de Fullmoon, Laura, Eli y yo decidimos que cuando una persona se suicidaba pero tenia el alma pura, se convertía en un ángel en prácticas.

Entre las tres creamos a tres personajes que han ascendido a ángeles en prácticas. Inami es el personaje de Eli (por eso el dibujo), y esta es la historia de como se convirtió en uno.

Disfrutenla (o no, es un poco triste)


*****************************************************


Inami inclinó la cabeza con suavidad y contempló su imagen reflejada en la superficie del agua. Notó los cabellos deslizarse por sus hombros hasta caer en el agua como rayos de luz. Vio sus ojos a través del agua, confundiéndose con el líquido gracias a su color azul claro, como dos manchas de cielo, y notó como iban entristeciendo de forma gradual.
“Cuidado”, dijo Alea apareciendo a su espalda y entrando en el reflejo. La chica pelirroja estiró las manos y recogió las hebras blanquecinas de Inami para impedir que se mojaran. Para cuando se miraron a los ojos, la albina había recuperado su mirada tranquila.
“Gracias”, musitó. Alea le pasó el brazo por los hombros, alejándola de la fuente, y la abrazó.



Una niña pequeña gritó, y un coro de risas burlonas se dejó escuchar a su alrededor. Siete niños de unos diez años rodeaban el cuerpo de una niña en el suelo, mientras ella se balanceaba hacia delante y hacia atrás abrazándose a sí misma y con la cara cubierta por sus cabellos largos y blancos. Sus hombros se convulsionaban levemente en un sollozo silencioso, y a su lado yacía, abandonado, un sombrerito de paja.
“Ya os dije que era ella”, dijo uno de los niños con una mueca mitad burla y mitad desprecio.
“Si, y nosotros que estábamos aburridos…”, dijo otro con los brazos cruzados y la mirada fija en la niña.
“¿Dónde has dejado a tu abuela, Inami?”, canturreó un muchacho pelirrojo, acercándose a ella a la par de que la niña se alejaba, gimoteando.
“Tal vez se ha escapado”, propuso uno de los niños, algo más alejado.
“Tal vez”, admitió el pelirrojo agarrándola por la muñeca. “Puede que se haya cansado de vivir con su abuela. ¿Te has cansado de vivir con tu abuela, Inami? ¿Te has dado cuenta de que cada día te pareces más a ella?”
Los niños que la rodeaban rompieron a reír con la burla pintada en sus rostros juveniles, e Inami bajó todavía la cabeza y sollozó. El pelirrojo la soltó, haciéndola caerse de nuevo al suelo, y se arrodilló para recoger el sombrerito de paja de la niña y encastárselo en la cabeza.
“Monstruo”, le dijo con una sonrisa cruel después de ocultar los cabellos blancos de Inami. La niña siguió sin decir nada, llorando silenciosamente en el suelo.




Alea se apartó el cabello de la cara de un simple manotazo y volvió a mirar al cielo con expresión distraída. A su lado, Jas también escrutaba el infinito de forma relajada, e Inami no pudo evitar pensar en la mejora de la relación entre ambos. Ahora casi nunca peleaban y se trataban de forma amigable, como si hubieran llegado a una especie de acuerdo mudo. La albina sonrió.
“¿Veis aquella nube?”, preguntó Alea con una sonrisa, señalando hacia arriba con el dedo.
“¿La que tiene forma de paraguas?”, preguntó Jas.
“No hombre no, la de abajo”
“Parece una palomita”, susurró Inami con una sonrisa. Y Alea se sulfuró y gritó que lo que ella quería mostrarles era una nube con la forma de una mariposa, y se quejó de que siempre se burlaban de ella, mientras Jas e Inami se reían a pierna suelta y la abrazaban como si se tratara de un peluche.
“Ten amigos para esto”, refunfuñó Alea entre los brazos de los otros ángeles en prácticas. E Inami no pudo más que sonreír y pensar que sí, que valía la pena tener amigos para disfrutar de cosas como aquella.



La niña corrió hacia su casa apretando el sombrerito de paja contra su cabeza. Apenas veía por donde iba, porque las lágrimas anegaban sus ojos y le impedían ver con claridad el suelo que pisaba, pero a pesar de todo no podía parar de llorar.
Frente a ella se dejó ver una casita de color blanco deslucido, e Inami empujó la puertecita del jardín para entrar. En lugar de dirigirse hacia la casa, la niña se acercó a unos arbustos en flor que su abuela mantenía siempre lustrosos y radiantes y se escondió detrás.
Se sentía fatal.
Cuando era pequeña, muy pequeña, sus padres habían muerto en un accidente y ella había tenido que quedarse con su abuela. Al ser ella tan joven cuando aquello ocurrió, habría podido ser muy feliz junto a su abuela, pero desgraciadamente no lo era. Y por una gilipollez.
Inami era albina, sus cabellos eran blancos como la nieve y caían largos y finos por su espalda, la piel era pálida como la porcelana, y sus ojos claros como el cristal. La abuela solía decirle que era hermosa y que parecía una muñeca, e Inami se sentía bastante feliz con ello, pero sus compañeros de colegio no opinaban lo mismo.
Desde la primera vez que la vieron la encasillaron en el papel de bufón de la clase. Se burlaban de ella por su aspecto diferente, se reían de sus cabellos blancos y su aspecto frágil y decían que eso era porque vivía con una abuelita y se le estaba pegando la vejez. La albina sufría con cada burla y cada risa a su costa, pero jamás le dijo nada a nadie, ni siquiera a su abuela, ya que la pobre mujer era ya muy mayor e Inami prefería no molestarla demasiado.

Un ladrido hizo que levantara la mirada. Algodón, su pequeño perrito albino, le había descubierto y había corrido hasta su escondite para saludarla alegremente. Inami sonrió al verle; su abuela se lo había regalado cuando era tan solo un cachorrito del tamaño de un platito de té, porque el perrito, al igual que ella, carecía de pigmentación en el pelaje, y creyó que podrían ser buenos amigos. La mujer no se había equivocado, ya que Inami y Algodón (de cariño Al) se entendieron enseguida y se convirtieron en inseparables.

Inami dejó de llorar en cuanto le vio aparecer meneando el rabito, incluso esbozó una sonrisa. Abrió los brazos y Al le saltó encima, llenándola de una curiosa mezcla de amor y lametazos
.



“Me gustaría ser capaz de acordarme de cómo era mi vida antes de esto”, murmuró Jas con el ceño fruncido.
Era muy temprano y estaban ellos dos solos, para vergüenza de la peliblanca, que se sonrojaba con la mera presencia del muchacho a su lado. Levantó la mirada para verle mejor.
“Seguramente no sería de tu agrado”, le recordó, “por esto estás aquí ahora”.
“Si, ya lo sé. Pero me gustaría acordarme. Es un poco frustrante saber que te suicidaste pero no acordarte de por que lo hiciste”.
“Pues yo preferiría no saberlo…”, dijo a media voz. Y supuso que lo había dicho de un modo poco cuidadoso, sin preocuparse en esconder la tristeza de su voz, porque de repente Jas la cogió de la mano y la miró con expresión preocupada, provocándole un escalofrío que poco tenía que ver con los fantasmas de su pasado.
“Lo siento”, murmuró el muchacho con una voz que demostraba que lo sentía de verdad. “No quería hacerte recordar nada desagradable”.
Pero Inami parpadeó un poco ida, y miró alternativamente el rostro culpable de Jas y sus manos entrelazadas, sintiendo una especie de calorcito muy agradable.
“No te preocupes”, dijo. Pero Jas no le soltó la mano.



Al ladró lastimeramente y trató de moverse para defender a su dueña. En la parte del lomo su blanquísimo pelaje estaba manchado con la sangre del pobre animal, que no cesaba de recibir palazos y golpes de piedra sobre su magullado cuerpecito, pero que a pesar de todo no paraba de lanzarse sobre sus agresores con la esperanza de clavar sus afilados dientecitos sobre la piel.
Inami gritó, inmóvil. Dos niños, más grandes y fuertes que ella, la tenían inmovilizada dolorosamente por los brazos, y por más que se retorcía no lograba liberarse. Tenía sangre manchándole la cara, seguramente de alguno de los muchos golpes que había recibido desde que los niños la encontraron, pero a ella no le importaba. No podía apartar la vista de su pobre perrito, que gimoteaba desesperadamente y hacía todo tipo de movimientos raros para esquivar las pedradas y defender a su dueña de los abusones, que aquella vez habían llegado ya demasiado lejos.
“Dejadle en paz”, gimoteaba Inami, adolorida y angustiada, con lágrimas cayendo por sus mejillas y mezclándose con la sangre. “Solo es un cachorro”.
“Chucho asqueroso”, gritó el pelirrojo, dándole a Algodón una certera patada en la quijada justo cuando el perrito acababa de morderle. “Que alguien lo detenga”.
Otros dos muchachos le pegaron con unos palos largos, aprovechando que el perro, agotado y magullado, se limitaba a gruñir lo más amenazadoramente que podía sin alcanzar a levantarse.
“¡Dejadle!”, gritó Inami, desesperada, luchando con más fuerza contra sus captores y sin obtener resultados.
“Oh, ¡cállate!”, espetó el pelirrojo estirándola del cabello con expresión de repugnancia. Hizo un gesto con la mano libre y los niños que la tenían apresada la soltaron, haciéndola caer al suelo. El pelirrojo la estiró del cabello y la arrastró dolorosamente por la tierra hasta lanzarla junto a Algodón.
“Ojalá te murieras”, le dijo, y luego escupió a sus pies y se dio la vuelta para irse, siendo seguido por los demás.
Inami ni siquiera les prestó atención. Con sollozos desesperados se arrastró hasta tener el cuerpecito inerte de Al entre sus brazos y luego lo acunó, adolorida, destrozada.

Uno de los niños se acercó hasta ella con paso vacilante. Inami se encogió, asustada, pero no le hizo demasiado caso. Le daba igual si aquel niño había vuelto para seguir burlándose de ella, o para pegarla.
Le daba igual todo.
“Voy a buscar a tu abuela”, dijo con la voz débil. Parecía asustado. Inami sintió como el niño se arrodillaba a su lado y se quitaba el abrigo, cubriendo con él a la niña y el perro, y luego salió corriendo.
En cualquier otra situación, Inami se habría sorprendido. Conocía a aquel niño, Justin creía que se llamaba, porque a veces estaba con los niños que la martirizaban. Pero nunca intervenía, y miraba lo que sus amigos hacán, guardando una cierta distancia entre ellos, con ojos asustados. Supuso que finalmente Justin se habría compadecido de ella y había vuelto para tratar de ayudarla, pero Inami se angustió más al considerarlo.

No quería ayuda. Ya no quería nada.




Volvió al estanque y observó su reflejo sobre el agua. Sus cabellos se deslizaron hasta caer sobre la superficie pulida de la fuente, y observó su reflejo con expresión entristecida.
Durante todo el día los recuerdos la habñian estado angustiando, obligándola a pensar en todo lo que había sido su vida, sumiéndola en un estado de alteración que se mezclaba con la tristeza y la deprimían.
Y ahora estaba sola.
Volvió a escrutar su reflejo en el agua, y recordó que horas antes, por la mañana, había estado allí mismo con Alea y esta le había impedido sumirse en la tristeza. Sonrió al recordar las manos de Alea al apartarle el cabello del cuello, y luego sonrió más al pensar en el apretón de manos de Jas.
Bueno, no estaba tan, tan sola.



Inami se despojó de los zapatos y los calcetines y se metió en el agua sin importarle que esta estuviera tan fría que pareciera que la atravesara con mil cuchillos.
No sentía nada.
Era como si de repente todas las emociones que era capaz de albergar en su pequeño cuerpo infantil se hubieran colapsado, separándose de ella del mismo modo que el hilo que unía a Algodón a la vida se había cortado. La niña se sintió muy lúcida, libre de pena y dolor, pero despojada también de cualquier sentimiento bueno como la paz o la alegría. Estaba vacía, adueñada de una calma fría e impersonal que embotaba su mente.
Podía ser libre, y quería serlo.
Avanzó un paso hacia dentro del oscuro mar, con sus pocas pertenencias olvidadas en la arena, al lado de un pesado abrigo de chico. El día era gris y triste, y el agua estaba helada y era traidora, plagada de olas que se estrellaban contra su cuerpo y de corrientes traicioneras que la arrastraban. Inami se dejaba hacer. Se adentró más y más en el agua, hasta que la fuerza de la misma la tumbó y la arrastró hacia adentro, hacia que la fuerza de la misma la tumbó y la arrastró hacia adentro, hacia allí donde no tocaba de pies en el suelo. Cerró los ojos y se dejó hacer, sintiéndose tan vacía que ni la angustia de estar ahogándose la impulsaba a luchar.
El agua inundó sus pulmones y estos parecieron llenarse de escarcha, pero Inami siguió reprimiendo el impulso de luchar, hundiéndose cada vez más y más en la negrura, hasta que su cuerpo, frío y helado, se rebeló y, actuando irreflexivamente, buscó romperla superficie del agua en un desesperado intento por respirar.
Y no lo consiguió.
Inami no escuchó el grito de quién había dado con ella, ni notó que ese alguien se lanzaba al agua helada para salvarla. Solo fue consciente del frío, la oscuridad y la desesperación, y luego notó como estos se aplacaban hasta darse cuenta de que flotaba mansamente en una cálida luz. Sonrió con calma, vacía, y a la vez llena de algo nuevo. Pensó que la muerte no era, ni de lejos, tan terrible como esperaba.
Y entonces abrió los ojos y respiró
.

No hay comentarios:

Publicar un comentario