Le echa una mirada de reojo al móvil y tiene ganas de usarlo aunque sabe que no debe hacerlo. Quiere, necesita, que alguien la apoye sinceramente, solo por el placer de querer animarla y no por cortesía o para auto consolarse en aquellos días oscuros. Añora a Ami más que nunca, porque nunca habían pasado tanto tiempo separadas y superadas, y la cama sigue oliendo a Matt.

Entonces, la pantalla del bendito móvil se ilumina y le llega un mensaje de remitente desconocido. No importa, porque sabe quién es. Solo ella conoce ese número. Solo ella le manda mensajes.
Trata de no agobiarte. Come y duerme bien, o no estarás a tope. Te quiero>>
Es escueto pero dulce a la vez. Le sobra. Por primera vez en días, se siente algo realizada. Irónicamente ya no necesita el texto, porque lo tiene memorizado, así que lo borra y recuesta la cabeza sobre la almohada. Siente que apenas huele a nada.

Cierra los ojos. Descansa.

domingo, 16 de agosto de 2009

Lógica


Para Zhoin y Zhenon era lógico quererse del modo que se querían.
Se miraban, se acariciaban y se amaban, porque de algún modo era algo inevitable, obvio, aunque por otra parte también resultaba raro, sucio, monstruoso.
Ninguno de los dos sabía exactamente cuando había empezado todo, cuando el amor fraternal que deberían sentir el uno por el otro había crecido y fortalecido hasta convertirse en aquella necesidad azuzante que les embargaba cuando estaban separados.

Tenían siete años la primera vez que se besaron. Acababan de acostarse en su enorme cama de doseles (porque desde bien pequeñitos se habían acostumbrado a dormir juntos), y Zhenon se había acurrucado sobre el pecho de Zhoin para estar más cómodo. Habían estado hablando un rato, y entre juegos y cosquillas habían acabado juntando los labios. Primero e quedaron un poco sorprendidos y cortados, pero al notar que aquello les gustaba y al no saber exactamente que estaba mal (pues sus padres bien se besaban, ¿no?) siguieron compartiendo besos suaves y tiernos.
Crecieron un poco y empezaron a darse cuenta de que lo que hacán no era bien visto. Ellos no entendían porqué, pues para ellos amarse era un hecho obvio y natural, algo que les salía de dentro sin que pudieran – ni quisieran – evitarlo, pero de todos modos comprendieron que lo que tenían que hacer era mantenerlo en secreto para todo el mundo, incluso para sus padres y amigos, y fingir que su amor no era nada más que una increíble capacidad de compenetración entre gemelos.

No podían estar el uno sin el otro, no podían estar separados, por eso habían aprendido a aceptar y amar lo que al otro le gustaba, a entender lo que el otro pensaba sin necesidad de palabras. Como si fueran una sola persona.


Muy pocos conocían la extraña relación que les unía, y todos habían reaccionado de diferente manera. Erive Sagami, el mejor amigo de ambos, fue el primero en saberlo (aunque fuera por accidente). El pelirrojo había sorprendido a los gemelos en plena operación de intercambio de saliva, y decir que había resultado un shock para él era quedarse cortos. El muchacho se alejó de ellos, incluso les retiró la palabra durante semanas, pero finalmente y después de mucho esfuerzo por parte de los Narkis para tratar de ser perdonados, Erive había acabado comprendiendo lo que sentían y lo había aceptado, prometiendo guardar el secreto. La parte buena de todo aquello era que su amistad se había fortalecido mucho, y la mala fue que a partir de entonces Zhoin y Zhenon empezaron a “jugar” con él a modo de broma para ponerle nervioso.
La siguiente en enterarse fue Anna Kaiziya, la novia de Erive. Por decirlo de algún modo, ella les pilló enseguida, pues el mismo día que el pelirrojo les presentó a su flamante novia escritora, la chica les dedicó una mirada entre confundida, divertida y comprensiva. Con Anna les llegó una especie de bálsamo tranquilizante, pues aunque a pesar de que nunca habían hablado del tema propiamente dicho, la chica no mostró nunca disconformidad ni rechazo, ganándose así un gran cariño por parte de los gemelos, quela nombraron como algo así como “la mujer de sus vidas”. Le metían mano de vez en cuando, por supuesto, pero no había nada por lo que preocuparse porque al fin y al cabo también se lo hacían a Erive. Era un poco su manera de fortalecer la amistad.
Los últimos en saberlo fueron Kanei, el hermanastro de Erive, y Didyme Kusôu, su chica. Ambos habían venido a pasar unos días con la familia (o para presentar a la chica a los padres de Kanei después de haber pasado una historia de lo más interesante allí donde vivían), y se habían enterado también por casualidad. Se conocían muy poco, ya que al fin y al cabo la pareja había ido a visitar a la familia y ellos eran tan solo los amigos de su hermano, pero tampoco es que hubieran reaccionado del todo mal. Didyme, la espectacular chica rubia, había gritado y se había escandalizado, segura de que aquello era una monstruosidad, pero una oportuna intervención de Kanei había salvado la situación, evitando que se convirtiera en algo insalvable.
“Vamos, si eso es lo que ellos quieren, ¿qué más te da?”, le había preguntado.
Kanei les sonrió y siguió charlando animadamente con ellos, tal y como había hecho Anna en su momento, y Didyme, aunque al principio les dirigía miradas recelosas, no se separó de él y acabó por aceptar mantener conversaciones normales con los gemelos.


Y Zhoin y Zhenon eran así felices, porque las personas que ellos querían los aceptaban tal y como eran, y porque no les importaba nadie más salvo ellos. Y se querían, y se amaban aunque fuera raro.
Porque para Zhoin y Zhenon era lógico amarse del modo que se amaban.

sábado, 8 de agosto de 2009

Jane y Daisuke


Pues aquí traigo un par de viñetas de Jane y Daisuke, estos dos personajes que, aunque me gustan mucho, casi nunca dibujo y tienen una historia elaborada tan solo en mi mente. Es una de esas cosas incomprensibles...
La primera viñeta relata como se conocieron.
La segunda es una pequeña erxplicación de como Jane ve el mundo y como Daisuke ve a Jane.
Espero que os gusten (A mi al menos me gustan xD)
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A Daisuke le gustaba la playa. Su primo Samuel se burlaba de él y decía que cuando iban se comportaba como un crío con juguetes nuevos, pero igualmente le acompañaba siempre. Daisuke chapoteaba en el agua, o paseaba por la orilla con su sonrisa de conquistador que se lo tiene creído, pavoneándose de su cuerpazo ante toda la población femenina. A Daisuke le gustaba que todas le hicieran caso. Adoraba arrancar suspiros o sonrisas coquetas, que las muchachas se le acercaran y le invitaran a tomar helados o a ponerles crema en la espalda. También le gustaba que Samuel rodara los ojos o negara con la cabeza, porque aunque su primo desaprobase su actitud, no dejaba de acompañarle a la playa y, de paso, sacar tajada.
A veces, Daisuke se limitaba a pasar la tarde. Jugaba en el agua, tomaba el sol y construía castillos de arena, con todas sus torres y torreoncitos.
En esas estaba aquella tarde. Samuel hacía rato que se había quedado frito en su toalla al ver que no había previsiones de acción, y Daisuke se encontraba perfilando la muralla de su castillo de arena. Le estaba quedando realmente bien, una construcción de la que podría sentirse realmente orgulloso, y se encontraba afianzando las bases de su castillo cuando un pie desconocido – un pie fino, delgado y paliducho – hizo acto de presencia y destrozó su preciosa obra de arte ante sus narices.
“¡Eh!”, gritó Daisuke todo enfadado, levantándose como un resorte. “¿Pero que haces? ¿Estás ciega o qué?”
Una chica que había destrozado su castillo se detuvo y se volteó. Era menuda y delgada, tan paliducha como su pié daba a entender, y con una larga cabellera castaña. Levantó la cabeza hacía él, mirándole con unos ojos de color azul cielo, claros, grandes y cubiertos por una especie de capa lechosa.
“Si”, dijo la muchacha en su dirección, sin verlo realmente. Hizo un mohín con los labios, mostrándose culpable. “Lo siento”.
Daisuke se quedó callado con expresión idiotizada, completamente sorprendido. Se sintió culpable por haberle hablado tan rudamente, pero no encontró la voz para disculparse.
“¡Jane!”, gritó una mujer, seguramente la madre de la chica ciega, acercándose a ellos dos. “Jane, te dije que me avisaras si querías ir al agua”.
“Lo siento mamá”, dijo Jane con la misma expresión de culpabilidad, tocando a su madre en los brazos para poder verla a su manera. “¿Está todavía ese chico aquí?”.
“Eh… Si”, se apresuró a decir Daisuke al ver la mirada interrogante de la mujer.
“¿Me perdonas?”
“Oh… Claro. ¿Me perdonas tu a mí por, eh… Hablarte de ese modo?”
“Claro que sí”. La chica sonrió con expresión ausente, alargando un poco la mano en su dirección. “Me llamo Jane”.
“Daisuke”, respondió encajando su mano y sintiendo raro el contacto. “¿Puedo acompañarte al agua?”
Jane sonrió más, apretando más fuerte la mano que sostenía con Daisuke, y separándose de su madre tras hacerle un gesto tranquilizador.
“Claro”.



A Jane le gustaba tocar. Ella, que estaba privada del don de la vista, usaba las manos para ver, tocando todo aquello que la rodeaba hasta ser capaz de reconocerlo. Era bien cierto que todos sus sentidos estaban superdesarrollados para compensar la carencia de sus ojos, y que le gustaba oler y escuchar, pero sin duda el tacto era el sentido que más utilidad le daba.
Jane lo tocaba todo. Tocaba la porcelana de los platos, reconociendo los dibujitos que estos tenían en relieve. Tocaba la madera de los muebles hasta saber donde estaba cada cosa. Tocaba las briznas de hierba y acariciaba las flores hasta que era capaz de hacerse una idea de lo que la rodeaba.
A Jane le gustaba tocar a Daisuke. Era cierto que, con el tiempo, habían llegado a conectar tanto que ella era capaz de sentir al muchacho cuando estaba cerca, aunque este tratara de moverse sin hacer ruido, y sabía como se sentía en cada momento aunque no viera la expresión de su cara. Pero le gustaba tocarle. Cuando estaban cerca, Jane estiraba las manos y le acariciaba los cabellos, tan suaves y cortitos, o paseaba las yemas de sus dedos por la cara del chico, delineando sus labios y conociendo sus facciones. Le tocaba las manos, grandes y callosas, y se sentía protegida cuando la rodeaba con sus fuertes brazos. Tocaba sus prendas de ropa hasta el punto de haber seleccionado sus favoritas, y Daisuke solía decirle que tenía muy buen gusto, porque eran precisamente las piezas que mejor le quedaban.
“Ojalá pudieras ver”, dijo Daisuke un día, con la cabeza apoyada sobre las piernas de Jane y con las manos de la muchacha acariciándole distraídamente. “Ojalá, así podrías ver lo guapa que eres, y los lugares a los que vamos. Así podrías verme”.
Jane rió con dulzura, ganándose una mirada interrogante del muchacho (y ella supo que Daisuke la había mirado así, aunque no pudiera haberlo visto), y luego estiró la mano para acariciarle la mejilla.
“Tienes razón”, dijo. “Me gustaría poder ver. Me gustaría saber como son los colores, como son las personas que salen por la tele, y ver el paisaje cada vez que quiero. Pero no pasa nada, Dai. No pasa nada porque te veo a ti. Y con eso me basta”.
Daisuke sonrió y acarició la mano de Jane sobre su mejilla.
“¿Y soy guapo o qué?”, preguntó prepotentemente.
“Mucho”, sonrió y luego hizo una especie de puchero. “Me pregunto si yo estoy a tu altura, si hacemos buena pareja”.
“A tu lado, yo estoy a la altura del barro”, aseguró Daisuke. “En el fondo es una suerte que no me veas, porque seguro que me dejarías”.
“Tonto”.
“Guapa”.
“Te quiero”.
“Y yo a ti”.


A Daisuke le gustaba Jane, y a Jane le gustaba Daisuke. Y eso era perfecto.

Mi querida columnista


Bueno, esta es una pequeña viñeta entre Natsuki y Layna, las dos chicas del dibujo, y la relación que las une a pesar de ser tan diferentes. Tenía que explicarlo XD Era una de mis materias pendientes.
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“¿Cómo has dicho?”
“Mi querida columnista”
“¿Tu querida columnista?”
“Sip, eres mi querida columnista”

Natsuki parpadeó un par de veces y luego se sonrojó. Bajó la mirada hasta su batido de fresas y fingió que lo encontraba lo más interesante del mundo.
Frente a ella, haciendo una burbuja con su refresco, Layna se comportaba con fingida indiferencia.

“Eres un poco rara”, dijo la mayor, ganándose una sonrisa de la rubia.
“Ya lo sé, pero no es culpa mía”, se excusó Layna. “Antes de conocer a mi novio, yo era una persona muy cuerda”
“Ya…”

Estaban las dos en la terracita de una heladería. Aquella tarde de verano estaba resultando de lo más calurosa y Natsuki no podía entender como la joven rubia parecía estar tan fresca. Ella no podía soportar el calor, le daban sofocos y se sentía menopáusica (aunque solo tuviera 23 años), en cambio Layna parecía aguantarlo estoicamente. Gruñó por lo bajo, imaginando que en invierno, mientras ella tendría la nariz roja y los dientes castañeando de frío, Layna seguiría pareciendo ajena a todo como una diosa. Aquello le dio un poco de rabia.

“Y, aparte de escribir, ¿qué te gusta hacer?”
“Eh… Pues mmm… Me gusta… La jardinería, por ejemplo”, dijo Natsuki tras los titubeos.
“¿Te lo acabas de inventar?”
“Más o menos. A ver, me gusta la jardinería (de hecho, mi suegra es una experta y me ha enseñado mucho) pero no es que sea una verdadera afición”
“¿Entonces?”
“No tengo muchas”, Natsuki volvió a enrojecer. “Desde pequeña me he limitado a hacer lo que tenía que hacer para salir adelante sola. Escribir es lo único que hacía medianamente por placer”
“Oh… ¿Y fue muy duro? Tu niñez, quiero decir”. Ahora era el turno de Layna de mostrarse tan interesada como vacilante.
“Bastante duro, si. Pero tampoco estoy tan mal?”
“¡Qué va! Eres estupenda”.

Natsuki volvió a enrojecer ante el halago.
Había conocido a Layna un par de meses atrás, cuando por casualidad, mientras hacía la compra semanal con Evan, la muchacha la había detenido para preguntarle si era Aoi Natsuki, la columnista del diario de la ciudad.
“Soy una gran admiradora tuya”, le había dicho la rubia con los ojos brillantes, dejando tanto a Nat como a Evan con la boca entreabierta.
Lo que había sorprendido a la castaña, pero, no había sido lo mismo que lo que sorprendió a su pareja. Si bien se había sorprendido al ser reconocida por alguien que afirmaba ser su fan (cuando hasta la fecha ni siquiera había estado segura de que alguien leyera su columna), lo que más impactó a Natsuki fue el encontrarse frente a frente con el doble en rubio de su hermana muerta catorce años atrás.

“¿Y dices que no estás emparentada con los Natsuki por ningún lado?”, le había preguntado a Layna aquel mismo día de conocerse, cuando fueron a tomarse un café.
“Yo diría que no. La familia de mi madre era toda alemana, y que yo sepa por parte de padre no tengo ningún familiar apellidado Natsuki. ¿Por qué lo preguntas?”

Y Natsuki le contó a Layna lo de su parecido con su difunta hermana Somii, ganándose una mirada emocionada de la rubia, que prometió investigar a fondo para descubrir si estaba emparentada con su ídolo mediante lazos reales de sangre.
Después de aquel primer día volvieron a verse varias veces más. Aunque Layna no había podido sacar nada en claro de la posible relación entre las familias de ambas, no perdía ocasión de verse con ella para pasar las horas charlando. Natsuki se sorprendió a sí misma disfrutando de aquellos encuentros con Layna, a pesar de que la rubia era muy jovencita y que ella misma, por su carácter y modo de hacer tranquilo, se comportaba como alguien mayor y la diferencia entre ambas era gigante.
Porque ella se sentía bien con Layna.

“Eso es porque es tu amiga”, le había dicho Evan, orgulloso de ella. Y es que los amigos de Aoi Natsuki, pese a ser una mujer encantadora, podían contarse con los dedos de una mano.
Layna y ella eran muy diferentes, chocaban en casi todas las opiniones y tenían gustos radicalmente opuestos, pero se apreciaban muchísimo la una a la otra. La admiración de Layna por ella se había transformado en amistad y cariño, del mismo modo que el perturbador físico de Layna había dejado de resultarle curioso para volverse gracioso.
Porque ambas se querían.

“Así que aparte de escribir, no te gusta hacer nada”, dijo Layna algo sorprendida, sacando a Natsuki de sus cavilaciones. Le sonrió.
“Bueno, sí que me gustan otras cosas, pero supongo que no pueden compararse”.
“Si es que lo que yo decía”, dijo Layna con una sonrisa y ojos brillantes de emoción. “Has nacido para escribir, eres mi…”
“…querida columnista”, terminó por ella interrumpiéndola.

Sí. Layna le caía muy bien.

sábado, 25 de julio de 2009

Ángel en prácticas Jas


Esta es la historia de Jas, un ángel en prácticas. Siguiendo más o menos la teoria de Fullmoon, Laura, Eli y yo decidimos que cuando una persona se suicidaba pero tenia el alma pura, se convertía en un ángel en prácticas.

Entre las tres creamos a tres personajes que han ascendido a ángeles en prácticas. Jas es mi personaje, y esta es la historia de como se convirtió en uno.


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Jasper Matteson era un chico normal. Vivía con sus padres y su hermano pequeño en una pequeña casa de la costa de Inglaterra. Desde la ventana de su habitación podía verse el mar, de un color gris intenso que competía con las nubes perladas del cielo, y al chico le encantaba pasarse horas observando el paisaje desde allí.
Sus padres, a pesar de su origen humilde, eran gente muy atenta y trabajadora, y criaron a los dos niños con mucho amor y dulzura. Jasper era feliz, muy feliz, y a sus cortos doce años de vida podía presumir de haber alcanzado un mayor grado de satisfacción que muchas otras personas de mayor edad.
- Como crece mi pequeño bebé – lloriqueó su madre Alice, un día medianamente soleado en que el muchacho había pedido permiso para ir a la playa con sus amigos.
- ¿Y qué hay de la visita a la abuela? – preguntó Roger, levantando la vista del periódico.
- ¿No puedo ir otro día? – se quejó Jasper con un puchero. Le apetecía mucho más pasar un día de calor en la playa que encerrado en casa de los abuelos. Su padre frunció los labios, pero la mirada de Jasper, parecida a la de un cordero a medio morir, hizo que acabara soltando un suspiro resignado.
- Menos mal que mi pequeñín aun no me abandona – dijo, soltando el diario para abrazar a Evan, que pareció encantado ante el mimo de su padre.
Jasper sonrió encantado y se dio la vuelta, recogiendo su mochila.
- ¡Hasta luego! – gritó a modo de despedida.

Jasper no volvió a ver a sus padres nunca más.

Los siguientes días sucedieron de una forma rápida y confusa. Sin darse cuenta de nada de lo que sucedía a su alrededor, Jasper se encontró rodeado de extraños en un orfanato de mala muerte, ya que no tenía ningún familiar que pudiera acogerles. Lo único que mantuvo en pie al niño – que, en cuestión de días se había convertido en un adulto a marchar forzadas – fue su pequeño hermano Evan, que había sobrevivido milagrosamente al accidente de coche y que acabó en el mismo orfanato que él. Jasper a penas se separaba de él, porque sentía la necesidad de cuidarle y protegerle ahora que nadie más lo haría, pero a la vez no sabía como portarse, porque Evan, a sus tiernos siete años, no parecía acabar de entender lo que había sucedido. Una terrible angustia se encontraba permanentemente anidada en su pecho, y se torturaba pensando en la forma tan descuidada en la que se había despedido de sus padres aquella maldita mañana en la que había ido a la playa. Tal vez si no hubiera sido tan cabezota y se hubiera quedado con ellos, las cosas habrían sucedido de forma diferente y en aquellos momentos podrían estar los cuatro tan ricamente en su casita de la costa disfrutando de un buen chocolate caliente. Jasper buscaba consuelo cuando consolaba a Evan. Abrazar al niño sollozante, o dormir con el entre sus brazos para que no tuviera pesadillas le reconfortaba y le hacía sentir importante, necesario. Si él no estuviera, Evan no tendría a nadie, y eso no podría soportarlo.
Jasper no podía fallarle a su hermano.


Con todo, el tiempo fue pasando, pero Jasper se dio cuenta, con angustia y preocupación, que el dolor en su pecho, el sentimiento de pérdida, no desaparecía.
Evan, en cambio, parecía ir superándolo poco a poco. Aunque había dejado de ser aquel niño nervioso e inquieto y ya casi nunca hablaba (se había vuelto un niño muy tímido y callado, casi taciturno), empezaba a comportarse con más naturalidad. Cada vez tenía menos pesadillas, aunque eso no había impedido que siguiera acudiendo a él cada noche para compartir cama, e incluso sonreía de vez en cuando. Jasper no podía ni tan siquiera devolverle aquel gesto, porque era como si los músculos encargados de la risa se le hubieran agarrotado tras tanto tiempo sin usarlos. Además, y aunque él era el mayor de los hermanos, tenía la desagradable sensación de que, a medida que pasaba en tiempo, era Evan quién trataba de consolarle a él – por eso dormían juntos, no porque Evan tuviese miedo, sino porque no quería dejar a Jasper solo con su tristeza -. Porque Evan era fuerte y lo estaba aceptando todo, superándolo. Mientras, Jasper tan solo era un muchacho débil.


A veces acudía al tejado para pensar. Solía ir solo, como cuando observaba el mar desde la ventana de su habitación, porque Jasper siempre había disfrutado del silencio – aunque en aquellos momentos el silencio fuera doloroso – y no sabía como compartir con los demás aquel sentimiento de reflexión que sentía cuando se encontraba perdido en sus rincones especiales.
La azotea del orfanato era casi tan deprimente como el resto del edificio: vieja, con un suelo gastado de hormigón gris y unas barandillas sencillas de hierro forjado. A parte de la puerta de acceso a las escaleras y el tubo de ventilación de la cocina no había nada más, y como las vistas desde el lugar – ciudad y ciudad – tampoco eran precisamente bellas, el lugar era realmente feo. Pero Jasper se pasaba horas y horas allí.
Subía, se tumbaba sobre el tejado con los brazos y las piernas abiertas y dejaba de pensar. Era muy agradable dejar vagar la mente en la inopia de aquella forma, porque entonces la tristeza y la soledad no le oprimían el pecho con tanta fuerza. Se sentía como si su alma se separase del cuerpo y se fuera volando allí donde el dolor no pudiera alcanzarla. Soñaba con el mar, con su color gris tormenta y sus olas embravecidas, soñaba con las montañas y el verde salvaje, y soñaba con sus padres, que les encontraba mientras vagaba por el cielo y volvía a estar con ellos.
Jasper se convirtió en un muchacho deprimente, casi tan deprimente como el orfanato y su vieja azotea, y lo único que impedía que realmente cumpliera con su desvarío y echara a volar por el cielo en busca de paz y de ángeles, era el pequeño Evan.


Un día, Jasper llevó a su hermano consigo a la azotea. Nunca lo hacía, pero aquel día decidió hacer una excepción sin motivo aparente. Evan lo acompañó, emocionado, y se tumbó con él en el tejado, con la mirada perdida en el cielo. Jasper le abrazó por la espalda, ambos sentados y distraídos. En ocasiones notaba la mirada de Evan fija en él, pero no despegaba la mirada del cielo nublado y se mantuvo en silencio durante horas. El crepúsculo se hizo presente, logrando con sus rayos anaranjados pintar todo el cielo, atravesar las nubes y llegar incluso hasta ellos. Jasper habló entonces, estrechando más fuerte a su hermano.
- Evan, ¿tú hechas de menos a papá y a mamá? – preguntó con voz neutra y la mirada interrogante del niño sobre él. Jasper le miró y Evan asintió, silencioso -. ¿Te gustaría qué fuera a buscarles? Así cuando les encuentre volveremos a estar juntos.
Había hablado con total tranquilidad, como quién habla de salir a dar un paseo o irse de vacaciones, pero en realidad el corazón le latía con fuerza, con miedo. Evan desvió la vista de nuevo hasta el cielo del atardecer, como si estuviera reflexionando. Jasper pudo leer en su mirada de niño una fortaleza enorme, aunque ni siquiera el niño parecía ser consciente de ella.
- ¿Dónde les buscarás? – Jasper grabó el sonido de la voz de Evan con deleite, para recordar su tono exacto. Su hermano respondió con convicción:
- En el cielo.
Y entonces, Evan sonrió y se acurrucó con más fuerza contra el cuerpo de Jasper. Él cerró los ojos y le abrazó todavía más, reprimiendo las ganas de llorar, porque sabía que estaba siendo muy cruel con Evan, y que el niño no merecía pasar por aquello otra vez.
“Pero él es fuerte”, se dijo Jasper convencido, “Muy fuerte. Lo superará”. Se le encogió el estómago al pensar que él no era ni la mitad de fuerte que Evan, y la opresión en su pecho aumentó, igual que la velocidad de los latidos de su corazón.
- Sabes que te quiero mucho, ¿verdad Evan? – le preguntó de repente, a lo que él asintió. Jasper tragó saliva y, tras un segundo de reflexión, le soltó para ayudarle a levantarse -. Bien, hermanito, ahora vuelve abajo, enseguida iré contigo.

Y con una última sonrisa, que Jasper se esforzó en esbozar para despedirse como dios manda, Evan se dio la vuelta y se fue.


Jasper dejó pasar unos minutos. La luz del crepúsculo iluminaba su silueta, de pié sobre el tejado, como si de una aparición se tratase. Su corazón, que instantes antes había latido desbocado, bombeaba suavemente, de forma acompasada, armonizando con su respiración y sus pensamientos. La mente de Jasper vagaba muy lejos, en el mar y las montañas, y la sonrisa que había esbozado para despedir a Evan adornaba su cara tranquila.
El dolor y la tristeza estaban más presentes que nunca, tal vez por eso Jasper se sentía tan tranquilo, tan seguro de lo que estaba a punto de hacer, pero no por ello actuó con precipitación.
Saboreó la luz y saboreó el viento. Gozó de la libertad y aceptó el sufrimiento. La determinación le quemó, eliminando cualquier rastro de culpabilidad o duda que quedase en él, y cuando dio un paso, el paso, todo su ser estalló en una infinidad de apoteósicos segundos en los que Jasper había deseado volar.

Y voló.




Despertó unos segundos más tarde, después de haber flotado en la mayor oscuridad del infinito durante una eternidad. La sensación de júbilo que recordaba haber sentido desapareció, dejando tan solo un enorme sentimiento de paz y libertad. Abrió los ojos para comprobar dónde se encontraba, y una claridad pura y cristalina impactó sobre sus ojos de una forma dolorosa y le hicieron gemir. Sin darse cuenta movió su mano hasta su cara para cubrirse de la hiriente luz, y se sorprendió de la ligereza con la que había realizado el movimiento. Sentía el cuerpo extraño, un hormigueo, como si no fuera suyo, como si aquello no fuera a lo que estaba acostumbrado. Trató de recordar donde estaba antes de dormirse, qué había hecho, pero tan solo fue capaz de recordar la luz del crepúsculo y una extraña sensación de opresión en el pecho. Lo demás era todo penumbra.
Se incorporó, parpadeando para terminar de acostumbrarse a la claridad que rivalizaba con las tinieblas de su mente, y se miró las manos. Seguía sintiéndose extraño. En el suelo, a su alrededor – el chico se sorprendió al ver que no iba desnudo, puesto que no había notado el tacto de la suave tela sobre la piel -, habían grandes fragmentos de lo que parecían los restos de un espejo. Se miró en uno de ellos y vio reflejado el rostro de un muchacho de unos veinte años que, aunque no conocía, le resultaba familiar. Se reconoció como sí mismo, ya que el reflejo parpadeó varias veces a la par que lo hacía él, con unos ojos grandes y azules, opacados por la tristeza, como si estuvieran vacíos. Se sorprendió con la amargura que mostraba aquel joven rostro, el suyo, porque no se asemejaba al sentimiento de libertad que sentía.
- Bienvenido al purgatorio, joven alma – dijo una voz a sus espaldas.
Se volteó con sorpresa, ignorando que hubiese alguien más allí, y se encontró cara a cara con el ser más bello que existiera sobre la faz de la tierra: alto y fuerte, con unos cabellos largos y sedosos que ondeaban aunque no hiciera viento, expresión de serenidad y mirada de paz. Aunque, sin duda, lo que más destacaba de él eran las enormes alas de plumas blancas, que radiaban de tal modo que hacían que la claridad del lugar pareciese luz sucia.
- ¿Quién eres? – le preguntó casi sin darse cuenta, mirándole embobado.
- Un ángel de la muerte – respondió con aquella voz profunda y aterciopelada -. Estoy aquí porque se te ha concedido una segunda oportunidad, Jasper.
¿Jasper? El muchacho supuso que se refería a él, pero no se sintió identificado con el nombre. Quiso corregir al ángel, pero cuando abrió la boca para hablarle, se quedó congelado.
No sabía quién era.
El ángel sonrió como si entendiera, y se acercó a él con paso liviano.
- Tienes un alma pura, puedes convertirte en un ángel.
- ¿Estoy muerto? – atinó a preguntar. El ángel le miró con una mezcla de tranquilidad y tristeza.
- Te suicidaste, Jasper.
Luego sobrevino el silencio. El muchacho frunció el ceño, incapaz de recordar nada, y con una creciente opresión en el pecho. No era exactamente dolor, más bien se sentía como si hubiese dejado atrás algo muy importante y no fuera capaz de recordarlo.
- No te preocupes – le dijo el ángel -, por tus recuerdos digo. No estás aquí para recordar tus errores del pasado, sino para empezar de nuevo.
Y entonces le acarició la cabeza.
- ¿Quién soy entonces?
- Eres mi pupilo, y yo soy Ezze, tu maestro. Como no recuerdas tu nombre del pasado, no te sirve de nada conservarlo, pero como la verdad es que me parece bonito, podríamos aprovechar su esencia.
>> ¿Qué quién eres? Eres un ángel en prácticas. El ángel el prácticas Jas.

Ángel en prácticas Alea


Esta es la historia de Alea, una ángel en prácticas. Siguiendo más o menos la teoria de Fullmoon, Laura, Eli y yo decidimos que cuando una persona se suicidaba pero tenia el alma pura, se convertía en un ángel en prácticas.
Entre las tres creamos a tres personajes que han ascendido a ángeles en prácticas. Alea es el personaje de Laura (por eso el dibujo), y esta es la historia de como se convirtió en uno.


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Aquel día era uno de esos durante los cuales ni siquiera puedes alegrarte de disfrutar del descanso eterno que proporciona la muerte. Las almas llegaron con abundancia, como si se hubieran puesto de acuerdo para morir a la vez, y los ángeles que se encargaban de guiarlas hasta el cielo – o el infierno -, los ángeles de la muerte, estaban más ocupadas que nunca. Sae y Ezze eran los que iban más con el agua al cuello, porque eran los encargados de controlar a los demás ángeles y sus almas, y aunque durante las jornadas de tránsito tranquilo se dedicaban a enseñarles a sus pupilos lo que debían hacer para poder convertirse en ángeles de verdad, aquel día les habían echado para que no molestasen.
- No estáis preparados – les dijo Ezze con su habitual voz serena dominada por la prisa (Sae ya se había esfumado hacía rato, blasfemando contra la cantidad de trabajo de una forma muy poco angelical) -. Cuando seáis ángeles de la muerte y os encontréis con un día así, desearéis volver a moriros.
Y se fue con una sonrisa, orgulloso de su propio chiste.

De aquel modo, Jas y Alea se quedaron plantados en medio del bullicio sin poder hacer nada. Jas miró a su alrededor con una mueca de disgusto, pensando que en aquellos momentos el purgatorio parecía más bien una estación de trenes o la recepción de un hotel, y sintiéndose incómodo al estar rodeado de tantas y tantas almas. Alea, en cambio, estaba en su salsa: sonreía anchamente, como si no le importase que toda aquella gente que estaba allí hubiese llegado después de morir en la Tierra, y lo miraba todo con sus ojos verdes y picarones, dando saltitos de excitación, ansiosa por hacer algo.
Jas la miró con reproche, lamentando que Lif, la maestra de Inami (la tercera ángel en prácticas), hubiera considerado que era capaz de atender sus obligaciones como ángel de la muerte a la vez que educaba a su pupila y se la hubiera llevado con ella. Inami era muy tranquila y callada, y aunque era la mejor amiga de Alea, su carácter concordaba mucho más con el de Jas.
El muchacho suspiró, resignado a pasar la mañana solo. Se negaba a quedarse allí plantado junto a la loca de Alea, por lo que se dio la vuelta para alejarse de la zona de llegadas.
- ¿A dónde vas? – quiso saber Alea a sus espaldas. Jas siguió andando con las manos en los bolsillos, fingiendo no haberla escuchado, pero Alea le alcanzó con su inamovible sonrisa -. ¡Jas! ¿Dónde vas?
Él se encogió de hombros y la fulminó con la mirada. Solo quería encontrar un lugar tranquilo en el que echar a perder la mañana, pero Alea y tranquilidad no eran precisamente sinónimos, por lo que no esperaba conseguirlo con ella pegada a sus pasos.
- Qué bien que tengamos el día libre, ¿verdad? – le preguntó ella con su alegre voz de pito -. Yo no tenía muchas ganas de dar clase hoy, porque últimamente Sae está más estricta que nunca con todo eso de la concentración y la espiritualidad y no para de gritarme, aunque entiendo que lo haga porque no le presto mucha atención, pero claro, tu todo esto ya lo sabes porque Ezze también es muy estricto. Lif es mucho más considerada en ese aspecto, pero el hecho que se haya llevado a Inami con ella hoy en lugar de darle el día libre como a nosotros hace que…
- Alea – la interrumpió Jas con el ceño fruncido, mareado por la cantidad de cosas que la chica acababa de soltar del tirón -. Cállate.
Ella puso morritos de frustración, pero se contuvo para no soltarle ninguna bordería y acabar discutiendo con él, cosa que provocaría tener que pasar la mañana sola. Anduvieron en silencio un trozo más, hasta que Jas consideró que se habían alejado lo suficiente del barullo y se dejó caer sobre el mullido suelo de nube blanca. Alea le imitó, callada pero sonriente, mirando a su alrededor en busca de cualquier cosa que pudiera ayudarla a divertirse. Jas la miró de reojo, alucinando al ver que incluso sentada en un lugar tan aburrido como aquel era incapaz de quedarse quieta.
- ¿Nunca te he dicho que odio que siempre estés sonriendo así, como si repartieras alegría? – le soltó de repente, sin darse cuenta. Alea le miró fijamente.
- ¿Nunca te he dicho que eres el muchacho más serio y amargado que me he echado nunca en cara? – le respondió son perder la sonrisa y su tono alegre. Jas la miró ladeando la cabeza, sin ofenderse en lo más mínimo.
- Lo digo en serio – le reprochó -, ¿acaso no sabes que lo que hiciste para llegar aquí estuvo mal?
Alea le miró ampliando aun más su sonrisa, si aquello era posible.
- ¿Allí?
Jas se incorporó para mirarla con atención. Alea sonreía igual que siempre, pero el chico creyó entrever algo en su mirada, algo diferente, forzado. Ellos dos nunca habían hablado en serio y a solas, de hecho casi todas sus conversaciones a solas (y las que no eran a solas también) habían acabado derivando en peleas causadas por sus diferencias, y cuando no peleaban trataban de no tocar temas espinosos para no engancharse, por lo que aquello les venía de nuevo a los dos. Lo único que sabían el uno del otro era que ambos eran ángeles de la muerte en prácticas, por lo que ambos se habían suicidado en vida.
Por algún motivo Jas no recordaba nada de su vida anterior, pero aquello no era demasiado común y nunca se había parado a pensar en que sus compañeras si recordaban su pasado y tenían que vivir con él. No recordar nada de su vida hacía que Jas se sintiera un poco triste y vacío, como si hubiese olvidado una parte muy importante de sí mismo, pero a la vez se alegraba porque así evitaba revivir los hechos que lo habían llevado al suicidio. Ese era el motivo por el que Alea le sacaba de quicio: en lugar de comportarse como cualquier otra persona con un pasado tormentoso, se dedicaba a sonreír y hacer el loco como si fuera muy feliz en el purgatorio, y de repente Jas sintió curiosidad por ese hecho, en lugar de molestia.
- Si, allí, con mi familia… Si es que se la puede llamar así - dijo Alea con un encogimiento de hombros, como si fuera lo más normal del mundo.
- Pero ¿cómo puedes vivir así? Yo no recuerdo nada de mi vida anterior y me siento mal por ello, y en cambio si tú lo recuerdas todo, ¿cómo puedes parecer tan despreocupada?
- Es una historia muy larga.
- Podré soportarlo. Tenemos toda una eternidad… - murmuró con sarcasmo, abarcando las nubes infinitas que les rodeaban - … o un día de fiesta, al menos.
Alea dejó escapar una risilla aguda y Jas se sorprendió al notar que la escuchaba con una sonrisa. Él nunca sonreía.
- Todo empezó cuando nací, hará ya unos 45 años – empezó a recitar, y luego sonrió -, como ves soy algo viejita. Bueno, pues yo nací en un país del norte de Europa, en una familia bienestante y algo chapada a la antigua. No sé si conoces el estereotipo de gente del norte: piel blancuzca, ojos azules y cabellos rubios y sedosos – Hizo una pausa y se señaló: piel pálida pero sin llegar a ser demasiado blanquecina, ojos de un profundo verde bosque y los cabellos rojos y rebeldes como el fuego -. Imagínate lo que ocurrió cuando mi padre me vio. Tanto él como mi madre poseen los típicos cánones de belleza nórdica, y como el suyo había sido un matrimonio concertado y sin amor, el hombre pensó que mi madre le había sido infiel y se enfureció. Nací en una familia sin amor y, por lo tanto, fui criada sin amor, por un padre que me odiaba y una madre que me rechazaba y no se preocupaba en absoluto por mí. Ella solo trataba de mostrarse perfecta de cara al exterior, aunque su vida fuese una mierda, porque aquel era su papel en la familia, y nunca pareció disconforme con él.
>> Además de ser diferente, yo era una niña, por lo tanto no era el heredero que mis padres esperaban y solo recibí, si cabe, más rechazo por su parte. Nací en la familia y la época equivocadas – se quejó con un suspiro profundo. Jas la miraba fijamente, prestando toda su atención. Alea sonrió con un deje de tristeza que nunca le había visto, pero sin perder del todo su orgullo y su aplomo -. Aunque no te lo creas, jamás salí de mi casa. Nunca. Ni una sola vez. Mi padre me lo prohibió, pues había dicho a sus conocidos que su primogénita había nacido con una salud muy delicada, y así evitaba pasar por la vergüenza de que otras personas influyentes como él me vieran y creyeran que no era su hija biológica, sino el fruto de una infidelidad. Me tuvo siempre encerrada, igual que encierras a un pájaro en su jaula, y vigilada para evitar que me escapase. Para él, yo no era nada más que un… - hizo una pausa, su sonrisa se había esfumado y parecía muy triste y descolocada - …un monstruo.
Jas le cogió la mano y Alea respingó, mirándole sorprendida, como si se hubiese olvidado de que el chico también estaba allí.
- ¿Fue por eso que te… suicidaste? – preguntó, impaciente. Alea negó suavemente con la cabeza, recuperándose un poco y esforzándose por esbozar una sonrisa.
- No, yo aguantaba. Incluso me esforzaba por convertirme en una hija ejemplar para que mi padre pudiera sentirse orgulloso. Pero un día, mi madre enfermó y no tardó en morir – no lo dijo con tristeza, simplemente como quién comenta un hecho -. Entonces empezó el verdadero infierno, porque mi padre descargó toda la rabia que le tenía sobre mí. No paraba de repetir que era todo culpa mía, que había traído la desgracia a la familia y que yo no debería estar…
No continuó, porque se le cortó la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas. Ella se las limpió con un manotazo furioso, y Jas sintió que se le encogía el estómago. Nunca antes la había visto tan triste. Nunca.
- No hace falta que sigas – le dijo para consolarla.
- No, es que quiero hacerlo – murmuró Alea. Jas esperó en silencio a que se calmara y tras unos instantes la chica respiró hondo -. ¿Por dónde iba? ¡Ah sí! Llegó a pegarme y me prohibió llorar. A mí me dolía mucho, no por los golpes, sino por el hecho que fuera él quien me los diera. Supongo que a pesar de todo yo le quería, y deseaba que él también me quisiera…
>> Un día en el que estaba especialmente enfadado, cogió unas tijeras y me cortó el cabello. Yo lo tenía muy largo y bonito, pero él lo odiaba porque era la causa de su caída en desgracia y me lo cortó – murmuró acariciando sus rebeldes rizos, que le llegaban por los hombros -. Fue entonces cuando me di cuenta de que no podía más. Mi padre decía que yo no debería existir, yo misma empecé a pensar lo mismo, de modo que decidí cumplir su deseo…
La chica levantó su mano izquierda y desabrochó el puño de camisa que siempre llevaba puesto. Acarició su muñeca con mimo y luego permitió que Jas la viera: estaba llena de cortes.
- Espero que al menos se sintiera satisfecho con algo de lo que hice – dijo con amargura, refiriéndose a su padre -. Aunque fuera esto.

Jas no sabía que decir. Sentía que había sido muy injusto con Alea desde que había llegado, y le invadió una oleada de cariño por ella. De repente la vio como lo que era: una muchacha estupenda que había tenido que pasar por una experiencia muy dura y que se merecía disfrutar de toda la felicidad del mundo. Notó que también empezaba a verla como una amiga de verdad, como Inami, y supo que ella también lo consideraba un amigo, porque de otro modo no le habría contada nada de aquello.
Se miraron a los ojos y sonrieron, ella en paz y él con calma.
- Ahora ya sabes porque soy feliz aquí – le dijo con alegría verdadera -. Porque soy libre.
Luego le guiñó el ojo y se levantó, dejando a Jas mirándola confundido.
- Bueeeeeeeeno, me parece que me voy a molestar un poco a esos de allí – le dijo, señalando la dirección en la que quedaba el purgatorio -. Hasta luego.
- Hasta luego – murmuró él con una sonrisa, tumbándose en el suelo para disfrutar de la tranquilidad de la mañana. Alea se alejó dando saltitos, y Jas la miró atentamente, viéndola diferente a la chica pesada e incordiante que le había seguido hasta allí cuando solo quería estar tranquila.
- ¡Eh! – gritó Alea de lejos, mirándole -. Recuerda que no se lo puedes decir a nadie: ¡Es nuestro secreto!

Y Jas se puso rojo. Cerró los ojos, con más ganas que nunca de recordar su pasado, tal vez para lograr superarlo y ser feliz de una vez, como Alea, y seguro de tener a más de una persona dispuesta a escucharle para hacerle sentir mejor.
- Pobre Alea – pensó, pero en el fondo no lo sintió, porque ella no lo sentía, y eso estaba bien y le hizo sentir mejor.
Y luego se quedó dormido.

Ángel en prácticas Inami


Esta es la historia de Inami, una ángel en prácticas. Siguiendo más o menos la teoria de Fullmoon, Laura, Eli y yo decidimos que cuando una persona se suicidaba pero tenia el alma pura, se convertía en un ángel en prácticas.

Entre las tres creamos a tres personajes que han ascendido a ángeles en prácticas. Inami es el personaje de Eli (por eso el dibujo), y esta es la historia de como se convirtió en uno.

Disfrutenla (o no, es un poco triste)


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Inami inclinó la cabeza con suavidad y contempló su imagen reflejada en la superficie del agua. Notó los cabellos deslizarse por sus hombros hasta caer en el agua como rayos de luz. Vio sus ojos a través del agua, confundiéndose con el líquido gracias a su color azul claro, como dos manchas de cielo, y notó como iban entristeciendo de forma gradual.
“Cuidado”, dijo Alea apareciendo a su espalda y entrando en el reflejo. La chica pelirroja estiró las manos y recogió las hebras blanquecinas de Inami para impedir que se mojaran. Para cuando se miraron a los ojos, la albina había recuperado su mirada tranquila.
“Gracias”, musitó. Alea le pasó el brazo por los hombros, alejándola de la fuente, y la abrazó.



Una niña pequeña gritó, y un coro de risas burlonas se dejó escuchar a su alrededor. Siete niños de unos diez años rodeaban el cuerpo de una niña en el suelo, mientras ella se balanceaba hacia delante y hacia atrás abrazándose a sí misma y con la cara cubierta por sus cabellos largos y blancos. Sus hombros se convulsionaban levemente en un sollozo silencioso, y a su lado yacía, abandonado, un sombrerito de paja.
“Ya os dije que era ella”, dijo uno de los niños con una mueca mitad burla y mitad desprecio.
“Si, y nosotros que estábamos aburridos…”, dijo otro con los brazos cruzados y la mirada fija en la niña.
“¿Dónde has dejado a tu abuela, Inami?”, canturreó un muchacho pelirrojo, acercándose a ella a la par de que la niña se alejaba, gimoteando.
“Tal vez se ha escapado”, propuso uno de los niños, algo más alejado.
“Tal vez”, admitió el pelirrojo agarrándola por la muñeca. “Puede que se haya cansado de vivir con su abuela. ¿Te has cansado de vivir con tu abuela, Inami? ¿Te has dado cuenta de que cada día te pareces más a ella?”
Los niños que la rodeaban rompieron a reír con la burla pintada en sus rostros juveniles, e Inami bajó todavía la cabeza y sollozó. El pelirrojo la soltó, haciéndola caerse de nuevo al suelo, y se arrodilló para recoger el sombrerito de paja de la niña y encastárselo en la cabeza.
“Monstruo”, le dijo con una sonrisa cruel después de ocultar los cabellos blancos de Inami. La niña siguió sin decir nada, llorando silenciosamente en el suelo.




Alea se apartó el cabello de la cara de un simple manotazo y volvió a mirar al cielo con expresión distraída. A su lado, Jas también escrutaba el infinito de forma relajada, e Inami no pudo evitar pensar en la mejora de la relación entre ambos. Ahora casi nunca peleaban y se trataban de forma amigable, como si hubieran llegado a una especie de acuerdo mudo. La albina sonrió.
“¿Veis aquella nube?”, preguntó Alea con una sonrisa, señalando hacia arriba con el dedo.
“¿La que tiene forma de paraguas?”, preguntó Jas.
“No hombre no, la de abajo”
“Parece una palomita”, susurró Inami con una sonrisa. Y Alea se sulfuró y gritó que lo que ella quería mostrarles era una nube con la forma de una mariposa, y se quejó de que siempre se burlaban de ella, mientras Jas e Inami se reían a pierna suelta y la abrazaban como si se tratara de un peluche.
“Ten amigos para esto”, refunfuñó Alea entre los brazos de los otros ángeles en prácticas. E Inami no pudo más que sonreír y pensar que sí, que valía la pena tener amigos para disfrutar de cosas como aquella.



La niña corrió hacia su casa apretando el sombrerito de paja contra su cabeza. Apenas veía por donde iba, porque las lágrimas anegaban sus ojos y le impedían ver con claridad el suelo que pisaba, pero a pesar de todo no podía parar de llorar.
Frente a ella se dejó ver una casita de color blanco deslucido, e Inami empujó la puertecita del jardín para entrar. En lugar de dirigirse hacia la casa, la niña se acercó a unos arbustos en flor que su abuela mantenía siempre lustrosos y radiantes y se escondió detrás.
Se sentía fatal.
Cuando era pequeña, muy pequeña, sus padres habían muerto en un accidente y ella había tenido que quedarse con su abuela. Al ser ella tan joven cuando aquello ocurrió, habría podido ser muy feliz junto a su abuela, pero desgraciadamente no lo era. Y por una gilipollez.
Inami era albina, sus cabellos eran blancos como la nieve y caían largos y finos por su espalda, la piel era pálida como la porcelana, y sus ojos claros como el cristal. La abuela solía decirle que era hermosa y que parecía una muñeca, e Inami se sentía bastante feliz con ello, pero sus compañeros de colegio no opinaban lo mismo.
Desde la primera vez que la vieron la encasillaron en el papel de bufón de la clase. Se burlaban de ella por su aspecto diferente, se reían de sus cabellos blancos y su aspecto frágil y decían que eso era porque vivía con una abuelita y se le estaba pegando la vejez. La albina sufría con cada burla y cada risa a su costa, pero jamás le dijo nada a nadie, ni siquiera a su abuela, ya que la pobre mujer era ya muy mayor e Inami prefería no molestarla demasiado.

Un ladrido hizo que levantara la mirada. Algodón, su pequeño perrito albino, le había descubierto y había corrido hasta su escondite para saludarla alegremente. Inami sonrió al verle; su abuela se lo había regalado cuando era tan solo un cachorrito del tamaño de un platito de té, porque el perrito, al igual que ella, carecía de pigmentación en el pelaje, y creyó que podrían ser buenos amigos. La mujer no se había equivocado, ya que Inami y Algodón (de cariño Al) se entendieron enseguida y se convirtieron en inseparables.

Inami dejó de llorar en cuanto le vio aparecer meneando el rabito, incluso esbozó una sonrisa. Abrió los brazos y Al le saltó encima, llenándola de una curiosa mezcla de amor y lametazos
.



“Me gustaría ser capaz de acordarme de cómo era mi vida antes de esto”, murmuró Jas con el ceño fruncido.
Era muy temprano y estaban ellos dos solos, para vergüenza de la peliblanca, que se sonrojaba con la mera presencia del muchacho a su lado. Levantó la mirada para verle mejor.
“Seguramente no sería de tu agrado”, le recordó, “por esto estás aquí ahora”.
“Si, ya lo sé. Pero me gustaría acordarme. Es un poco frustrante saber que te suicidaste pero no acordarte de por que lo hiciste”.
“Pues yo preferiría no saberlo…”, dijo a media voz. Y supuso que lo había dicho de un modo poco cuidadoso, sin preocuparse en esconder la tristeza de su voz, porque de repente Jas la cogió de la mano y la miró con expresión preocupada, provocándole un escalofrío que poco tenía que ver con los fantasmas de su pasado.
“Lo siento”, murmuró el muchacho con una voz que demostraba que lo sentía de verdad. “No quería hacerte recordar nada desagradable”.
Pero Inami parpadeó un poco ida, y miró alternativamente el rostro culpable de Jas y sus manos entrelazadas, sintiendo una especie de calorcito muy agradable.
“No te preocupes”, dijo. Pero Jas no le soltó la mano.



Al ladró lastimeramente y trató de moverse para defender a su dueña. En la parte del lomo su blanquísimo pelaje estaba manchado con la sangre del pobre animal, que no cesaba de recibir palazos y golpes de piedra sobre su magullado cuerpecito, pero que a pesar de todo no paraba de lanzarse sobre sus agresores con la esperanza de clavar sus afilados dientecitos sobre la piel.
Inami gritó, inmóvil. Dos niños, más grandes y fuertes que ella, la tenían inmovilizada dolorosamente por los brazos, y por más que se retorcía no lograba liberarse. Tenía sangre manchándole la cara, seguramente de alguno de los muchos golpes que había recibido desde que los niños la encontraron, pero a ella no le importaba. No podía apartar la vista de su pobre perrito, que gimoteaba desesperadamente y hacía todo tipo de movimientos raros para esquivar las pedradas y defender a su dueña de los abusones, que aquella vez habían llegado ya demasiado lejos.
“Dejadle en paz”, gimoteaba Inami, adolorida y angustiada, con lágrimas cayendo por sus mejillas y mezclándose con la sangre. “Solo es un cachorro”.
“Chucho asqueroso”, gritó el pelirrojo, dándole a Algodón una certera patada en la quijada justo cuando el perrito acababa de morderle. “Que alguien lo detenga”.
Otros dos muchachos le pegaron con unos palos largos, aprovechando que el perro, agotado y magullado, se limitaba a gruñir lo más amenazadoramente que podía sin alcanzar a levantarse.
“¡Dejadle!”, gritó Inami, desesperada, luchando con más fuerza contra sus captores y sin obtener resultados.
“Oh, ¡cállate!”, espetó el pelirrojo estirándola del cabello con expresión de repugnancia. Hizo un gesto con la mano libre y los niños que la tenían apresada la soltaron, haciéndola caer al suelo. El pelirrojo la estiró del cabello y la arrastró dolorosamente por la tierra hasta lanzarla junto a Algodón.
“Ojalá te murieras”, le dijo, y luego escupió a sus pies y se dio la vuelta para irse, siendo seguido por los demás.
Inami ni siquiera les prestó atención. Con sollozos desesperados se arrastró hasta tener el cuerpecito inerte de Al entre sus brazos y luego lo acunó, adolorida, destrozada.

Uno de los niños se acercó hasta ella con paso vacilante. Inami se encogió, asustada, pero no le hizo demasiado caso. Le daba igual si aquel niño había vuelto para seguir burlándose de ella, o para pegarla.
Le daba igual todo.
“Voy a buscar a tu abuela”, dijo con la voz débil. Parecía asustado. Inami sintió como el niño se arrodillaba a su lado y se quitaba el abrigo, cubriendo con él a la niña y el perro, y luego salió corriendo.
En cualquier otra situación, Inami se habría sorprendido. Conocía a aquel niño, Justin creía que se llamaba, porque a veces estaba con los niños que la martirizaban. Pero nunca intervenía, y miraba lo que sus amigos hacán, guardando una cierta distancia entre ellos, con ojos asustados. Supuso que finalmente Justin se habría compadecido de ella y había vuelto para tratar de ayudarla, pero Inami se angustió más al considerarlo.

No quería ayuda. Ya no quería nada.




Volvió al estanque y observó su reflejo sobre el agua. Sus cabellos se deslizaron hasta caer sobre la superficie pulida de la fuente, y observó su reflejo con expresión entristecida.
Durante todo el día los recuerdos la habñian estado angustiando, obligándola a pensar en todo lo que había sido su vida, sumiéndola en un estado de alteración que se mezclaba con la tristeza y la deprimían.
Y ahora estaba sola.
Volvió a escrutar su reflejo en el agua, y recordó que horas antes, por la mañana, había estado allí mismo con Alea y esta le había impedido sumirse en la tristeza. Sonrió al recordar las manos de Alea al apartarle el cabello del cuello, y luego sonrió más al pensar en el apretón de manos de Jas.
Bueno, no estaba tan, tan sola.



Inami se despojó de los zapatos y los calcetines y se metió en el agua sin importarle que esta estuviera tan fría que pareciera que la atravesara con mil cuchillos.
No sentía nada.
Era como si de repente todas las emociones que era capaz de albergar en su pequeño cuerpo infantil se hubieran colapsado, separándose de ella del mismo modo que el hilo que unía a Algodón a la vida se había cortado. La niña se sintió muy lúcida, libre de pena y dolor, pero despojada también de cualquier sentimiento bueno como la paz o la alegría. Estaba vacía, adueñada de una calma fría e impersonal que embotaba su mente.
Podía ser libre, y quería serlo.
Avanzó un paso hacia dentro del oscuro mar, con sus pocas pertenencias olvidadas en la arena, al lado de un pesado abrigo de chico. El día era gris y triste, y el agua estaba helada y era traidora, plagada de olas que se estrellaban contra su cuerpo y de corrientes traicioneras que la arrastraban. Inami se dejaba hacer. Se adentró más y más en el agua, hasta que la fuerza de la misma la tumbó y la arrastró hacia adentro, hacia que la fuerza de la misma la tumbó y la arrastró hacia adentro, hacia allí donde no tocaba de pies en el suelo. Cerró los ojos y se dejó hacer, sintiéndose tan vacía que ni la angustia de estar ahogándose la impulsaba a luchar.
El agua inundó sus pulmones y estos parecieron llenarse de escarcha, pero Inami siguió reprimiendo el impulso de luchar, hundiéndose cada vez más y más en la negrura, hasta que su cuerpo, frío y helado, se rebeló y, actuando irreflexivamente, buscó romperla superficie del agua en un desesperado intento por respirar.
Y no lo consiguió.
Inami no escuchó el grito de quién había dado con ella, ni notó que ese alguien se lanzaba al agua helada para salvarla. Solo fue consciente del frío, la oscuridad y la desesperación, y luego notó como estos se aplacaban hasta darse cuenta de que flotaba mansamente en una cálida luz. Sonrió con calma, vacía, y a la vez llena de algo nuevo. Pensó que la muerte no era, ni de lejos, tan terrible como esperaba.
Y entonces abrió los ojos y respiró
.

martes, 21 de julio de 2009

Nerine


Nerine es una persona muy especial.

Para ella las cosas tienen un significado especial, único y diferente. Cuando todos estudian, ella aprende. Cuando todos se ríen, ella es feliz. Cuando los demás conocen a alguien nuevo, ella hace un nuevo amigo.
Para ella, correr significa llegar antes a su destino, despertar significa comenzar un nuevo día y sonreír implica sentir cosas maravillosas.
Para ella un amigo es para siempre, un te quiero siempre es sincero, un abrazo es cariño eterno, y un beso es amor.

Nerine es una persona muy especial, pero si le preguntaras a ella, seguramente te diría que ella es una persona normal.

Y por eso me encanta.

El pelo de Ariane


A Ariane le gustaba mucho su pelo. Era suave, fino y sedoso, y cada vez que se pasaba las manos por los cabellos (ya fuera para peinarlo o mientras pensaba la respuesta del examen de Transfiguración) se sentía relajada. Le gustaba tenerlos cortos, justo en el punto entre las orejas y los hombros, porque era muy cómodo llevarlo así: no tenía que secárselo después de ducharse, no pasaba calor en verano y tenía el suficiente para cubrir su cerebro del frío en invierno.

Por supuesto el cabello de Anya, tan largo y elegante, también le gustaba, pero Ariane sentía que no pagaba la pena dedicarle tanto tiempo y cuidados. Además las largas hebras morenas de Anya parecían existir para ser largas, mientras que los mechoncitos dorados de Ariane estaban perfectos tal y como estaban.

Sin embargo un día hubo algo que hizo que Ariane cambiase su punto de vista con la misma rapidez que se desarma a un enemigo (Expulsiarmus!)

- Te quedaría muy bien el cabello más largo – dijo la profesora Walker con una sonrisa, mientras Ariane la ayudaba a recoger las cajas de los knarls. Con un gesto elegante, la mujer se apartó el cabello de los ojos y se despidió, dejando a Ariane boquiabierta y sonrojada, imitando el gesto de Emily con gesto embobado.

No volvió a cortarse el cabello. De repente se dio cuenta de lo hermoso que le quedaba largo.

miércoles, 1 de julio de 2009

Reflejo


Esta historia contiene SLASH (es decir, relación hombre-hombre), es decir que si no te gusta el tema, te la pasas de largo. He dicho (y ya de paso te pasas la siguiente también, que contiene yuri suavecito)

Además contiene incesto/twincest y es un poco una parafilia. Una vez aclarado esto, puedes leer (si quieres).


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Lo que a él le ocurría era algo muy extraño.

A decir verdad, y puestos a ponerse sinceros, nunca fue una persona demasiado normal. Cuando era pequeño le gustaba ver como los demás niños jugaban – haciendo muñecos de nieve en invierno o persiguiéndose unos a otros con globos y pistolas de agua durante el verano – pero nunca, nunca, se mezclaba con ellos para compartir juegos. Cuando entró en el colegio se enfadó al comprobar que tenía que compartir habitación con otros estudiantes de su edad de modo que cada noche, invariable y meticulosamente, cerraba las cortinas de su cama de dosel y aplicaba un hechizo silenciador para aislarse del barullo del exterior. Al hacerse mayor, llevando ya varios años en la escuela de magia y compartiendo cuarto con otros muchachos de su edad, había sido capaz de desprenderse de sus viejos hábitos huraños y había empezado a hacer amigos – pocos, pero amigos al fin y al cabo. Había aprendido a observar y a aprender de los demás, participar en las conversaciones y dar su opinión a cerca de diferentes tipos de comidas o de marcas de escobas. En cambio, cuando los muchachos empezaban a hablar sobre chicas, él se esfumaba. No en el sentido literal de la palabra, porque en realidad no se iba a ningún lado, y miraba como uno y otro hablaba sin escucharles realmente, moviendo la cabeza de forma muy convincente. Pero en realidad poco le importaba lo buena que pudiera estar aquella chica de cuarto o lo mal que le quedaran las mechas a la compañera de pupitre de Motter.
No le importaba en lo más mínimo, porque él era un muchacho de lo más extraño, y era consciente de ello.

Desde siempre había sentido curiosidad hacía su persona, y por eso se dedicaba a explorar su propio cuerpo, su propia alma, y a tratar de descubrir todos los rincones y secretos que escondía. Cuando era más pequeño se pasaba horas y horas encerrado en el cuarto de sus padres, observando su reflejo en el enorme espejo de puerta de armario. Se entretenía contándose las pecas sobre las mejillas, comparándolas unas con otras para ver cual era la más grande o la más bonita, o se perdía en el reflejo de su propia mirada de orbes azul marino que lo observaban con ternura. Una vez encontró un pequeño espejo de colorete en uno de los bolsillos del bolso de su abuela, y recuerda haberlo guardado en su pantalón porque le pareció graciosa la forma en la que sus facciones se reflejaban sobre el pequeño cristal y el modo en que los mechones pelirrojos del flequillo parecían pegarse a su frente cuando hacía calor, y a partir de entonces dedicó las horas muertas a mirarse en él, escondido en cualquier rincón. Cuando entró al colegio se sintió un poco decepcionado con el espejo que había en el baño de su dormitorio, porque en su opinión era demasiado pequeño para ofrecer una visión adecuada de todo su cuerpo.
Fue en aquel mismo baño, con aquel mismo espejo viejo y destartalado, que empezó a sentir curiosidad por el resto de su cuerpo. A veces se encerraba en el baño horas antes de que sus compañeros se despertasen y, después de ducharse, observaba su reflejo desnudo en el espejo. Su piel era pálida a la luz el baño, incluso más pálida que bajo el sol, y estaba sembrada de tantas pecas que resultaba difícil contarlas todas. Sus dedos eran largos y finos, y cuando los pasaba por encima del cristal sentía como si en realidad se estuviera acariciando a sí mismo.
Y se sentía bien.
A él no le parecía extraño sentirse como se sentía frente a su reflejo, ni se sentía culpable al pensar que aquel era el motivo por el que no le interesaban las conversaciones sobre chicas. Cada día que pasaba sus exploraciones sobre sí mismo, sobre su reflejo, se hacían más y más atrevidas, más completas, menos pudorosas.

Un día se le apareció en la mente el mito de Narciso, un joven que, a pesar de que no le faltaban pretendientas – como la ninfa Eco -, se enamoró de su reflejo y se ahogó en un río al intentar besarse a si mismo, desesperado por poder verse siempre, tan hermoso y perfecto, pero por no poder alcanzarse.

Pensó que él era bastante parecido a Narciso en muchos aspectos, con la diferencia esencial de que él, al contrario que el joven, jamás enloquecería por no poder alcanzar la imagen que se reflejaba sobre las aguas. Jamás sucumbiría a la desesperación.
Porque su reflejo era mucho más perfecto, mucho más alcanzable y mucho más tangible que el de Narciso.

Sonrió felinamente y suspiró.

*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*-*

Zhoin descorrió las cortinas de su cama de dosel con cuidado de no hacer mucho ruido y se escabulló de la cama. Sus compañeros de habitación respiraban acompasadamente sumidos en sus sueños más bellos – Erive Sagami incluso roncaba con expresión satisfecha -, ajenos a cualquier movimiento extraño en la habitación. Entre las sábanas de su cama abandonada yacía, olvidado, un pequeño espejito de colorete.
Antes de poder alcanzar las cortinas de la cama vecina, estas se abrieron desde dentro y un muchacho pelirrojo emergió, con una sonrisa traviesa y los ojos del color azul del mar dilatados por la excitación, invitándole a ocupar su puesto en la enorme cama.

Siempre era lo mismo: Zhoin se acostaba en su cama y corría invariable y meticulosamente las cortinas de dosel, esperando a que sus compañeros se durmieran (y ya que había dejado de lado la manía que tenía de insonorizar su cama para no ser molestado por los ruidos, podía saber con bastante exactitud cuando esto ocurría). Entonces se deslizaba silenciosamente hasta la cama de Zhenon, que sin duda ya lo esperaba ansioso, y deslizaba su mano hasta tomar la varita que su gemelo escondía debajo de la almohada, reprimiendo una sonrisa al darse cuenta de que Zhenon la guardaba en el mismo sitio que él, y murmuraba el hechizo insonorizante que tanto servicio les hacía por las noches, aislándoles del mundo para sumergirlos en su propia realidad.

Primero se observaban, silenciosos, acurrucados el uno junto al otro en la ancha cama de dosel, admirando hasta el detalle a su reflejo viviente. Zhoin disfrutaba contando las pecas que adornaban las mejillas de Zhenon, comparándolas con las suyas propias y sintiéndolas tan iguales como diferentes. Zhenon aguantaba la respiración cuando conectaba sus ojos con los de Zhoin, y luego se inclinaba para besarle en la unión entre el cuello y la oreja y soltar el aliento sobre su piel.
Allí era dónde empezaban las caricias, dulces y expertas, precisas en el punto exacto, porque ambos sabían lo que el otro deseaba y le complacían del mismo modo en que eran satisfechos. Luego venían los besos – cálidos unas veces, húmedos y calientes siempre. Zhoin besaba rudamente, con fuerza, imprimiendo en cada beso la necesidad que sentía, y Zhenon era dulce y arrullador como una cucharada de miel, siempre acariciando con los labios las zonas más placenteras. Y entonces las ropas del pijama estorbaban, y el calor aumentaba, y los jadeos se descontrolaban, perdidos en una marea de frases incoherentes y susurros de amor, que culminaban en cuerpos sudorosos y pechos agitados por la falta de respiración y por manos entrelazadas en señal de tranquilidad y amor.
Era entronces que Zhoin se sentía satisfecho y lleno. Siempre había sabido que era un muchacho extraño, cuando de pequeño entrelazaba las manos con Zhenon en lugar de irse a jugar con los demás niños, y cuando las noches de tormenta acunaba a su compañero asustado y le arrullaba con mimos y palabras dulces para hacerle dormir. Y a pesar de ello, nunca se había sentido sucio o indecente, ni había creído que lo que Zhenon y él hacían estuviera mal, porque leía el amor en los ojos de su gemelo – tan iguales a los suyos, tan idénticos - y el cariño impreso en cada uno de los gestos que hacía, y todo lo demás dejaba de ser importante.


Aquella noche, una vez acomodado con la cabeza de Zhenon sobre su pecho y con la mente cansada, a punto de dormirse, Zhoin pensó en el pobre Narciso y su desgraciado final, y sintió pena por él. Dirigió una mirada distraída al pecho de su gemelo, su reflejo, plagado de pecas como el suyo, y lo acarició con suavidad antes de dormirse, sonriendo.

Porque ellos eran el reflejo del otro, y se tenían, y se amaban, y eran felices.

jueves, 4 de junio de 2009

El primer amor

Pequeña historia sobre el "primer amor" de Anya y Ariane. CONTIENE YURI (es decir, relación chica-chica) muy suavecito. Así que ya sabes, si no te gusta el tema, pasa de largo esta historieta.



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Era diciembre, y por eso hacía tanto frío. La torre de Ravenclaw estaba prácticamente vacía porque todos los alumnos de cursos superiores habían ido de excursión a Hogsmeade y los más pequeños se apiñaban junto a la chimenea de la sala común.
Anya había sido más inteligente.
Para evitar el gentío de la sala común y el frío a la vez, había conjurado un pequeño fuego fatuo que pululaba por el dormitorio de las chichas de segundo, calentando el ambiente. Ariane y Anya se encontraban tumbadas sobre la misma cama de doseles aguamarina, leyendo silenciosamente y sin prestar atención al furioso vendaval que colisionaba contra la ventana.
“Oye Ari”, dijo Anya con el ceño frunció, dándose cuenta de que llevaba diez minutos releyendo la misma línea una y otra vez, absorta.
“¿Hm?”, respondió Ariane con un gruñido distraído, echada sobre los codos y muy concentrada en su libro sobre Artimáncia y gramática, orígenes y coincidencias, el libro que su madre le había regalado para introducirla en el mundo de la artimáncia que estudiarían el año siguiente.
“¿Cómo sabes cuando estás enamorada?”

Ariane levantó la mirada de su libro y miró a su amiga, que estaba sonrojada y se escondía detrás de su libro sobre dragones.
“¿Es que acaso te gusta alguien?”, quiso saber la rubia, sorprendida. Anya negó vehementemente, pero luego se encogió de hombros.
“No lo sé… Todavía”
Ariane dejó su libro a un lado definitivamente y se acercó a Anya con una ligera sonrisilla. Le apartó los cabellos largos y morenos de la frente y se colocó de tal forma que no pudiera evitar su mirada.
“A ver, cuéntamelo. ¿Es de nuestra casa? ¿Es mayor? Ah, ah, ya sé, es esa chica que juega de buscadora en el equipo quidditch de Gryffindor, Miranda Babling”
Anya negó con la cabeza otra vez y se las apañó para esconderse de ella de nuevo.
“¿No me digas que es Laura Zeller? Ya se que es guapa y algo simpática, pero recuerda que se metió conmigo en herbología”
“No, tampoco”
“Entonces, ¿quién?”
Anya se sonrojó todavía más si era posible, y se atrevió a dirigirle una mirada culpable. Ariane abrió los ojos con sorpresa.
“¿Yo? ¿Pero qué dices?”

Anya quiso escaparse, pero Ariane la agarró por el brazo, ahora seria y sorprendida, y la obligó a quedarse donde estaba. La increpó con la mirada para hacerla confesar como era posible que después de tantos años juntas ahora le hubiera dado por enamorarse de ella.
“Es que todo el mundo cree que estamos juntas. Tú y yo no nos comportamos como unas amigas cualquiera, y además… Hacemos una buena pareja, ¿no?”
En contra de lo que Anya se habría esperado, Ariane rompió a reír sueltamente. Se retorció sobre la almohada agarrándose la barriga, y la morena se incorporó con gesto entre avergonzado y ofendido.
“¡No te rías! Lo digo en serio”
“Pero, pero es que…”, decía Ariane tratando de controlar la risa, “¿te has tomado en serio los rumores de la gente? Crees que… ¿Qué seríamos buena pareja? Jajajaja, ¿¡novias!?”
“Bueno… visto así…”, Anya bajó la mirada, pero parecía no tenerlas todas consigo todavía.
Ariane paró de reírse y la miró. Se mordió el labio. Con un gesto felino la empujó para tumbarla sobre la cama y antes de que Anya pudiera quejarse, la besó.
Anya se quedó de piedra y no reaccionó al principio, pero cuando Ariane se separó de ella la miró como si se hubiera vuelto loca de remate.
“¿Lo ves?”, dijo la rubia con una sonrisita burlona, “¿A qué no te ha gustado?”
Anya cayó entonces en eso. Bajó la cabeza con las mejillas ardiendo y a punto se le escapó una risilla histérica.
“Soy idiota”
“Claro que no, pero te has confundido, es normal. Es cierto que tú y yo no somos unas amigas exactamente convencionales, pero eso no significa que debamos enamorarnos. Nos queremos y estaremos siempre juntas, aunque cada una vaya en realidad por su lado. No nos separará ni la distancia, porque somos algo más que amigas, algo mucho más especial que simplemente novias.”
“¿No te enfadas?”, preguntó Anya ya más calmada, sonriéndole a su mejor amiga con cara de culpabilidad.
“¿Enfadarme? Naaaah… Aunque ya puedes estar contenta, te he regalado mi primer beso, mira si te quiero”

Y entonces rompieron a reír, ignorando el viento que golpeaba furiosamente su ventana.
Así, rápido y sencillo, empezó y terminó su primer amor.

domingo, 24 de mayo de 2009

Te quiero mucho, Alice


Historia MUY, MUY LARGA (así que si queréis leerla, tomaroslo con calma), escrita como un tributo a tres personajes de mi amiga Eli
(Si, ya véis, la historieta más larga que he escrito nunca y ni siquiera son min niños ^^)
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La pelota rodó por el suelo y una niña la persiguió, haciendo ondear su vestidito azul. En el parque, sus amigos se reían de su torpeza, pues cada vez que le tocaba golpear, debía ir más lejos a buscar el juguete.
La niña la recogió con sus manitas menudas y corrió hacia el terreno de juego otra vez. Se disculpó con una sonrisa alegre, con el sol haciendo brillar sus ojos violetas, y se acercó a su amigo.
“Toma Tai, te toca”, le dijo, tendiéndole la pelota.
El niño morenito recogió el juguete, feliz, y se entretuvo más tiempo del necesario en mantener contacto con ella.
“Te quiero mucho, Alice”



Alice se rió, y su risa sonó como el repiqueteo de las campanas. Gloria al oído de Tai.
“Pero es verdad”, le dijo el chico, sonriendo.
“Claro, claro”, canturreó la chica, correteando a su lado. Habían dejado a Su en su casa, y ahora regresaban solos a las suyas. Como todos los días.
“¿No me crees?”, preguntó Tai con un falso tono ofendido. Alice se rió de nuevo, y Tai sonrió, revolviéndole el cabello.
Continuaron andando en silencio. No hacían falta las palabras, pues el uno junto al otro se sentían lo suficientemente cómodos como pasa callar. Alice disfrutaba de la compañía de su mejor amigo, la compañía del chico que había estado a su lado desde el principio. Tai, en cambio, era simplemente feliz con ella. A su lado, los días eran más largos, más bonitos, más brillantes.
“¿Por qué no te vienes a mi casa hoy?”, le propuso de repente, sin mirarla. Alice ladeó la cabeza con una ceja levantada.
“¿A tu casa?”
“Aha. Creo que mi madre quería preparar tarta esta tarde. ¿No te apetece?”. Aguantó la respiración, esperanzado. Si ella aceptaba, ya no se iba a escapar de él. Aquella tarde le diría de una vez por todas y con total sinceridad lo que sentía por ella. Que la amaba, que era la persona más importante en su vida. Que quería estar con ella para siempre.
“No puedo”. Tai bajó la cabeza y la miró con cara de perro apaleado. “De verdad, no puedo. Esta tarde viene un compañero de papá a cenar… Se ve que es uno de sus hombres, y como le aprecia mucho, le ha invitado. Quiere que hoy estemos todos, para causar buena impresión. Si le ha comprado a Ray una corbata y todo…”
Tai suspiró, derrotado. Podía luchar contra muchas cosas, pero no con el padre de la muchacha. Un militar hecho y derecho, general de la armada. Le daba miedo incluso a él, que le conocía desde los pañales.
“Bueno… Pero te guardaré tarta, así que mañana vas a tener que venir. No tienes excusa: es sábado”
“Claro, claro”, Alice le regaló una de sus preciosas sonrisas y llamó al timbre de su casa, “mañana te llamo”
Tai asintió, y ella se despidió con la mano.
“Te quiero, Tai”
“Te quiero, Alice”



Alice no llamó. Tai esperó todo el fin de semana, pero su amiga no dio señales de vida. Incluso una vez la llamó a su casa, pero su mamá le dijo que había salido, por lo que Tai se resignó a creer que, simplemente, se había olvidado de él.
El lunes llegó al instituto temprano. Se sentó en el bordillo del porche, junto al tercer escalón, como todos los días, y apoyó la espalda en el mármol helado para esperar a sus amigas. Como siempre. La escuela empezó a llenarse de gente, y los murmullos subieron de volumen. Todos se quejaban de que el lunes hubiese llegado tan pronto (aunque para Tai había resultado un fin de semana larguísimo) y comentaban lo maravilloso que sería poder seguir durmiendo. Él se limitaba a mirar la entrada, esperando.
Una cabellera castaña resaltó entre las demás, y Tai se incorporó para hacerse ver entre la marea de gente. Alice y Su se acercaron, mientras la morena se reía entre dientes. Al verle, Alice abrió los ojos de repente.
“¡Tai! Oh, no, perdona”, gritó, golpeándose la frente.
Tai sonrió, negando con la cabeza. Podía perdonarla, Alice era, sin duda, la chica más despistada del mundo. Además, le resultaba imposible enfadarse teniéndola delante.
“De verdad, lo siento”
“No importa, mujer. Al menos ahora sé que no te has muerto”
Su se rió de nuevo y Alice la miró de reojo.
“¿Ya se lo has dicho?”, le preguntó. La de ojos violetas sonrió, con el color subiéndole a las mejillas, y negó suavemente. “¿Puedo decírselo yo?”
Alice abrió la boca, con una fugaz mueca de espanto, pero antes de que pudiera negarse, Su lo soltó.
“¡Alice se ha enamorado!”
La noticia le cayó encima como una jarra de agua fría.



Los días siguientes fueron una tortura para él: Alice estaba todo el día en las nubes, soñando con el guapo militar, el amigo de su padre que le había robado el corazón. Además, Su no paraba de chincharla en todo el día, pues quería saber todo sobre su futuro “cuñado”, y no paraba de hacerle preguntas, de proponerle planes descabellados para llamar su atención y de darle alas.
Tai no podía soportarlo.
Empezó a inventarse excusas para no sentarse con ellas durante las comida, buscaba mejores notas y por eso se sentaba solo en primera fila, y alegaba que tenía muchos deberes y que se quedaba en la biblioteca para no acompañarlas a casa. Pero la distancia era casi más dolorosa que el amor no correspondido, y al no tener a Alice cerca sentía que su mundo giraba entorno a la nada. Ella era su satélite guía.
Pensó que siempre sería mucho mejor tenerla como amiga que, simplemente, no tenerla.
“¿Hasta qué punto te gusta Matt?”, le preguntó un día, tiempo después, refiriéndose al militar, durante el tramo que ambos recorrían solos. Ella enrojeció, mirando el suelo.
“Mucho”. El corazón de Tai se encogió, y fue una suerte que Alice no le estuviese mirando, porque de otro modo habría visto el dolor en sus ojos. “Pero esto no importa, él nunca me hará caso”
“¿Por qué?”, preguntó Tai, sintiendo que aquella respuesta insuflaba en él suficiente esperanza como para mantenerlo en pié. Alice se encogió de hombros, aun con la mirada perdida en el suelo.
“Ya sabes, es mucho mayor que nosotros… Teniendo veintiséis años, ¿Cómo va a fijarse en una niña de dieciséis?”
“Yo me fijaría”, respondió por inercia. “Me fijaría en ti aunque pasaras a cien quilómetros de distancia y aunque nos llevásemos setenta años”
Alice sonrió, y le sacó la lengua, juguetona.
“Que tonto eres”, le dijo, “si tuvieras setenta años, la que no se fijaría en ti ni de broma sería yo”
Tai la golpeó suavemente en el hombro. Amigos, amigos, era mejor que al menos fueran amigos.
“Graciosilla”
Ella le abrazó por la cintura, riendo con aquel suave sonido de campanas. Andaron así todo el camino que quedaba.



“Alice, cálmate, no he entendido nada”
Al otro lado de la línea telefónica, alguien tomó aire dos veces seguidas, de forma muy brusca.
“¿Estás en tu casa?”, le preguntó la chica tan rápidamente que apenas pudo entenderla. Le colgó justo después de que dijese <>, y Tai suspiró, exasperado. Con aquel grado de emoción, no tardaría ni dos minutos en llegar.
Pensó en los últimos días. El padre de Alice había invitado de nuevo a cenar al condenado Matt, y aquella vez su amiga había hablado mucho más con él. A menudo charlaban por teléfono, o ella acompañaba a su padre a la oficina en sus ratos libres.
Si su mundo giraba en torno a Alice, el de ella giraba en torno a Matt (al que, por cierto, ni él ni Su conocían más que de palabra). Se sentía patético.
El timbre le sacó de sus cavilaciones, y sin mucha ansia, abrió. Imaginaba que no podían ser buenas noticias, al menos para él.
Alice entró como un torbellino, gritando y gesticulando inteligiblemente. Tai la miró, desganado, con una ceja levantada como único atisbo de humor que podía mostrar. Ella le miró con ojos relucientes.
“Es que aún no he entendido nada”, le dijo, divertido. Ella se rió tontamente, con las manos en las mejillas.
Sin perder la sonrisa, Tai sentía como su delicado corazón comenzaba a resquebrajarse. Amigos, amigos, al menos eran amigos.
“¡Me ha besado! Matt me invitó a dar una vuelta y, al regresar a casa, ¡me besó! Dice que le gusto, que soy muy joven para él, pero que ¡le gusto! Y quiere salir conmigo si yo no lo encuentro demasiado viejo. ¡Qué ridículo, pero si es lo que yo estaba deseando!”. Tomó aire, con la cara radiante de felicidad. “¿No es maravilloso?”

El mundo de Tai se desmoronó, y su consciencia empezó a girar en torno a la nada, sin rumbo. Sin satélite guía.



Pasaron los días, y estos se convirtieron en semanas y estos, en meses. El mundo de Tai estaba desmoronado, perdido en medio de una neblina que lo aturdía lo suficiente como para que no se diera cuenta de que pendía de un solo hilo.
Y el hilo en cuestión estaba más feliz que unas pascuas con su historia de amor.
Amigos, pensaba siempre Tai, al menos podían ser amigos. Se esforzaba por pensar que aquello era suficiente. Todos los días veía sonreír a Alice, y él se esforzaba por hacerse partícipe de su felicidad, por mantener su huequecito. Los días en los que se sentía deprimido o desganado, se limitaba a no aparecer delante de su amiga, para que ella no se diera cuenta de su dolor. Para que pudiera ser feliz.



Poco a poco, fue sobreviviendo. Cada día le resultaba más fácil mantener su fachada de felicidad, incluso empezó a salir con otras chicas, aunque fuera solo para aparentar. Había una, Sofía, que desde hacía un par de meses que le perseguía, de modo que comenzó a salir con ella. El resultado fue mejor del esperado.
Un día llegó el verano y con él se acercó el final del instituto. Eso significaba muchas cosas, nuevas oportunidades, diferentes caminos… Mientras volvía a casa con Alice, como siempre, después de haber dejado a Sofía y a Su en sus respectivas casas, la miró tratando de ver más allá en ella.
“Oye, ¿qué tienes pensado hacer cuando esto se acabe?”, preguntó lentamente. Ella siguió andando, mirando al frente.
“Quiero… Tocar la flauta de forma profesional”. Lo dijo tan seria y segura que Tai casi se lo tragó, pero pasados los reglamentarios segundos de estupefacción, se echaron a reír.
“Vamos, te lo he preguntado en serio”. Le pinchó en un costado.
“Ya”, respondió ella, pero se quedó callada y no dijo nada más. Continuaron andando en silencio, y Tai se preguntó desde cuando el silencio entre ambos había empezado a antojársele incómodo.
“¿Y bien?”
“No lo sé, me gustaría hablarlo con mis padres… Y con Matt”
“Ah”
Se le quitaron las ganas de seguir hablando. Llegaron a casa de Alice y se miraron un segundo. Ella le sonrió levemente y se alejó hacia la puerta, mientras él la saludaba con la mano, serio. De no ser tan bronceado, habría jurado que se había quedado pálido como un muerto.
“Te… Te… Te veo mañana”, le dijo con un hilo de voz.
“Claro, hasta mañana…”
Tai se fue, con la cabeza gacha y un “Te quiero, Alice”, muriendo tristemente en su garganta.



Había llegado el gran día. Su anudó la corbata alrededor de su garganta, con un gesto maternal que no era propio en ella. Desde el último curso de instituto que le miraba así, con pena, con tristeza, como si supiera que no era feliz, como si entendiera sus motivos. Él había aprendido a acostumbrarse.
“¿Es lógico que, con diecinueve años, vayamos a asistir a la boda de nuestra mejor amiga?”, le preguntó él débilmente. Su le acarició la mejilla.
“Es lo que ella quiere. Va a ser muy feliz con él, Matt es un buen tipo. Y tú lo sabes”
“Lo sé”

Alice estuvo espectacular aquel día. Su vestido de satén blanco, perfectamente ajustado a su estilizado cuerpo de adolescente, la hizo parecer una diosa de cristal. Todos, incluso él, lloraron cuando le dio el “Sí quiero” al hombre elegantemente vestido de militar que se erguía junto a ella, alto, rubio, hermoso. Intimidante y serio, pero con cara de buen hombre, y ojos rebosantes de amor por su amiga.
Sofía le tomó la mano, mirándolo emocionada, consolándole, sin saber que sus lágrimas eran de pena y no de alegría. Apretó su mano, deseando que aquella chica fuera otra. Y se sintió mal consigo mismo.

La fiesta fue también espectacular, y todos los disfrutaron. Tai no quería estropearle la fiesta a su mejor amiga, pero ella se acercó, bamboleando su vestido de princesa de las nubes.
“¿Lo estáis pasando bien?”, preguntó, radiante de felicidad.
“Claro que sí”, respondió Sofía, encantada.
Alice sonrió, y luego miró a Tai. Durante un segundo, el chico se olvidó de construir su muralla de protección, y la cara de Alice se convirtió en una máscara de horror.
Tai la agarró por la muñeca, arrastrándola lejos del gentío, mientras ella le miraba descolocada. La guió hasta un rincón alejado, con los árboles decorados con luces blancas y donde no había nadie. La miró en silencio, sin molestarse en fingir más.
“Qu… ¿Qué?”, tartamudeó Alice. “¿Qué te pasa, Tai?”
Él siguió mirándola silencioso, tratando de recordar cada detalle de aquel momento, que podía ser el último.
“Tai”, insistió ella, alzando el volumen.
“Te quiero mucho, Alice”, murmuró él, con un soplo de voz. Durante una fracción de segundo, Alice recordó todas y cada una de las veces que Tai le había dicho aquello. Y, cuando se dio cuenta de lo que sucedía, se tambaleó.
“No…”
Tai la cogió por los brazos para evitar que se cayera, y la hizo apoyarse en un árbol, sin soltarla.
“No”, gimoteó. Parecía llena de desesperación.
Tai la miró sin expresión alguna, y acarició su vientre blanco, plano.
“Casi ni se nota”, le dijo, y sonrió tristemente. “¿Está él feliz?”
Alice puso su mano sobre la de él, tragado saliva, y asintió lentamente.
“Eres tan joven…”, murmuró Tai, “no debería estar pasando esto. Conmigo no te habría pasado esto”.
“Nunca me lo dijiste”, musitó ella, con los ojos abiertos como platos. “Yo creía que lo decías de broma, que me querías como a una hermana… No me lo dijiste… ¡Tenías que habérmelos dicho!”
“Iba a hacerlo”, aseguró él, acariciándole la mejilla, triste y suave. “Iba a hacerlo, pero él llegó”
Alice se calló.
“Podríamos haber sido felices”, le dijo Tai, con una sonrisa dulce y vencida.
“Tendrías que habérmelo dicho…”, repitió. Un río de lágrimas empezó a correr por sus mejillas, como un camino cristalino. Él le sonrió y, durante una fracción de segundo, volvió a ser el de siempre. Alice se aferró a su mano. No quería que desapareciera, pero él se apartó.
“Serás muy feliz con Matt. Es un buen hombre”
“Si”, musitó ella, en shock. El nombre de su marido, al que amaba tanto, la ayudó a mantenerse en pie.
Tai la miró, y ella miró a Tai. Un segundo, una mirada, un “te quiero” sin palabras.
En un acto de irreflexión, se abalanzó sobre ella y la abrazó con seguridad, para sentir su calor una última vez.
Alice sollozó, y lo apartó de un empujón para salir corriendo.

Y allí se quedó Tai, solo, sonriente, destrozado, mientras el hilo que le ataba a la cordura se cortaba limpiamente. Y toda su vida se precipitó hacía la autodestrucción.
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Matt la besó otra vez, ligero, justo antes de recoger su pesado zurrón y salir. Yenna y Lilith se asomaron a la puerta para despedirle, y ella le saludó con la mano mientras se alejaba.
“Vamos, pasa dentro”, dijo la mamá a las dos niñas de cuatro años. Ellas cerraron la puerta y la miraron.
“¿Cuándo volverá papi?”, preguntó Yenna, mientras la joven mujer, que no tendría más de veintidós años, la tomaba en brazos.
“Pronto, cariño”
“¿Y cuanto tiempo es pronto?”
Alice se calló, con los labios fruncidos. Su marido solía tener trabajos de ese tipo, durante los cuales pasaba mucho tiempo fuera de casa. Era la vida del militar, aquello lo había aprendido de su padre.
“Pronto”, respondió de nuevo y le estampó un beso en la mejilla a su hija.



Su removió su taza de café antes de darle un sorbo. Una, dos, tres veces. Alice sonrió ante el gesto. Era increíble como después de tantos años, su mejor amiga seguía revolviendo el café tal y como removía la leche de niña.
“Pues sí, chica, yo me alegro de que tu hermano no siguiera los pasos de tu padre y estudiase para profesor en lugar de ser soldado”, le dijo, con aquella pachorra suya. “Yo no sé qué haría tantos días sola, como tú”
“No estoy sola”, le recordó Alice, “estoy con las niñas”
“Ya, pero… Ya me entiendes. ¡Nosotras tenemos edad para vivir plenamente el amor!”
Su se pasó la mano por encima del vientre abultado. Allí dentro, acurrucadito, crecía su sobrino cada vez más. Su mejor amiga, a aquellas alturas también su cuñada, estaba preciosa.
“Matt me cuida mucho”
“Ya lo sé, pero también te deja sola. Tal vez deberías pedirle que se buscase otro empleo”
“No puedo, a él le gusta lo que hace. Y yo ya estoy acostumbrada, lo he estado siempre”
“Si, así de tontilla te has quedado”, ironizó y ambas se echaron unas risas. Pasaron el rato, Yenna y Lilith volvieron de la escuela y saludaron a su tía y, cuando ya empezaba a ser tarde, Su se recogió.
“Bueeeeeno, Ray vendrá de un momento a otro, así que…”
“¿De verdad no queréis quedaros a cenar?”
“Mejor no, ya sabes”, sacó la lengua con una mueca, “últimamente no me sienta bien nada de lo que como”
Se dirigieron a la puerta y, justo cuando iban a despedirse, el teléfono sonó.
“Disculpa”, descolgó el auricular. A aquellas horas solo podía tratarse de Matt. “¿Diga?”

Casi se le cayó el teléfono de pura sorpresa cuando respondieron. Su corazón de aceleró, y Su se acercó con curiosidad y una pizca de preocupación.
Cuatro años de su vida, y parecía que no hubiera pasado el tiempo.
“¿Alice? Hola, soy Tai”



El sol se reflejó en los cristales de su coche, proyectando centenares de brillos refulgentes. A Alice le daba un poco de miedo salir, estaba nerviosa. Unos minutos más y se reencontraría con el que había sido, durante muchísimo tiempo, el “hombre de su vida” y que había desaparecido días después de su boda.
No había sabido casi nada de Tai en casi cuatro años. Después de dejar al descubierto sus sentimientos, se había marchado lejos, supuestamente para encontrarse a sí mismo. La loca de Sofía, en lugar de detenerlo y hacerle entrar en razón, se había marchado con él dispuesta a ayudarle, a alimentar sus esperanzas. Nunca le había gustado demasiado aquella chica, porque había empezado a acaparar a su mejor amigo (cuestión de celos), pero después de aquello, definitivamente le cayó mal.
Había tratado de encontrarle una infinidad de veces, pero Tai era escurridizo y no se dejaba atrapar. Incluso Matt, que sabía cuán importante era para ella el bienestar de su amigo, la había llevado tras su pista y la había apoyado sin reparos.
Un día, cuando su embarazo ya estaba lo suficientemente avanzado como para impedirle hacer locuras, había recibido noticias de su amigo de mano de la madre del chico.
“Se ha casado, Alice”, le dijo, batida, tiste, desolada. “Se fugó con aquella chica a las Vegas, y ahora se han casado sin decirnos nada”. La mujer estaba tan hecha polvo que Alice no pudo sino compartir su pena con ella.
Después de aquello, todo había acontecido como un misterio. Parecía claro que Tai ya no buscaba formar parte de sus vidas, y que se había marchado a por su propio camino, aunque este fuera lejos. De todos modos, Alice no sabía si habría tenido fuerza para mantener el lazo son él si se hubiera quedado. No habría sabido cómo hacerlo.
Por eso, pasado todo aquel tiempo, lo que no se esperaba era recibir noticias suyas.

Cerró el coche con lentitud, y dirigió su mirada hacía el paseo comercial. Era verano, por eso estaba todo bullendo frenéticamente de actividad, pero Alice podía distinguir perfectamente y con total claridad, dentro de aquella locura, el camino que había sido testigo de los regresos a casa durante los años de instituto. Se acercó a una vieja cafetería, que tenía una pequeña terraza con sillas y mesas de mimbre. Bajo las sombrillas, los clientes tomaban refrescos y helados, y los transeúntes pasaban por su lado sofocados. Alice les ignoró a todos y entró en el local, que estaba caliente como un horno, prácticamente vacío. Titubeante, avanzó hasta la última mesa.
Su mesa.
Tai estaba sentado tranquilamente, con una sonrisa jovial y las manos en los bolsillos. Parecía que se hubieran visto el pasado viernes.
“No has cambiado nada”, le dijo ella con un hilo de voz, sintiéndose estúpida, hablando con una ilusión, con algo que no podía ser real.
“Gracias. Tú, en cambio, estás más guapa. La maternidad te ha sentado mejor de lo que creía”
Alice se sentó, sonriendo con algo de timidez, pero de forma abierta.
“¿Qué esperabas? ¿Encontrarme llena de arrugas y canas?”
“Supongo, veo que manejas bien la situación”
Se miraron fijamente, en silencio. Sobre la mesa frente a ellos, goteando agua helada que iba deshaciéndose por el calor, un granizado de limón con dos pajitas. Justo lo que tomaban cuando iban allí años atrás.
Lo miró de nuevo, clavando su mirada violeta en los irises del chico.
“Te he echado de menos”
“Yo también”
“No respondiste a mis llamadas, no me escribiste, no viniste a verme ni una vez”
“Lo siento”
“¿Estás bien?”
Tai sonrió. Parecía divertido, como si la conversación estuviera aconteciéndose tal y como esperaba. Supuso que seguía siendo tan previsible como siempre.
“Estoy bien, Alice. Ahora sí”
Ella le miró con gesto triste, y él le sonrió para animarla.
“De verdad”. Suspiró y se puso cómodo. “Después de tu boda… Me sentí perdido, y supuse que lo mejor que podía hacer era alejarme de ti para no terminar de arruinar tu felicidad”
“Me hizo infeliz que te fueras”
“Era lo mejor. Si me quedaba, habrías sufrido más”. Alice calló, sabiendo que tenía razón. “Cuando pasó un tiempo, el peor, durante el cual tan solo pensaba en lo mucho que me gustaría volver, me di cuenta de que la distancia también era buena para mí: me ayudó a poner en orden las ideas, a calmar mis sentimientos”
“¿Y tenías que tardar cuatro años en ordenar tu cabeza? Jo macho, si que eres complicado”
Tai se rió.
“Sí, soy más complicado de lo que nunca creí ser”
“Luego dicen de las mujeres”
“Que digan”
Alice hablaba en tono evasivo, cuidadoso. No quería hurgar en el tema más de lo necesario, pues era mejor que fuese el mismo Tai quién lo sacara, para así poder limpiarse por dentro cuando lo creyera conveniente.
“Estoy bien, estoy bien”. Ella frunció los labios, tratando de evaluar su mirada. Pura como el cristal.
“Te creo”, le aseguró, sonriéndole. Una especie de felicidad la recorría por dentro, como despertando después de pasar cuatro años dormida.
“¿Cómo está Matt?”, Tai pronunció su nombre con jovialidad, como quién pregunta por un viejo amigo. Sin dolor.
“Trabajando. Ha tenido que irse unos días a Londres, a preparar no se qué ceremonia, y no regresa hasta el miércoles que viene”
“Tengo ganas de verle, aún no le he felicitado oficialmente por su boda…”, se rió, “Espero que no me pegue un puñetazo”
“No lo hará”, le aseguró ella. “Aunque no lo creas, ha estado muy preocupado por ti”
“O por ti”
“Eso también”
Buscó el anillo dorado que adornaba su mano derecha y lo acarició tiernamente. Entonces se le encendió la bombilla y miró las manos de Tai.
“¿Dónde has dejado a Sofía?”
“Es complicado”, dijo él, tomándose su tiempo para responder. “Tal vez la pregunta adecuada sea dónde nos ha dejado ella a nosotros”
“¿A nosotros?”
Alice levantó una ceja de forma interrogante, mientras Tai la observaba con cautela. Su expresión había adoptado un tono entre culpable y serio.
“Si… Verás, Sofía no era lo que se dice feliz a mi lado, así que… Se fugó con su amante el pasado abril”
“¿Nosotros?”, repitió Alice, un poco más alto.
“Humm, bueno, esto… Es que, poco después de casarnos…”. Tai tomó aire profundamente. “Tengo dos hijos. Son gemelos y tienen casi tres años”



Alice ayudó a Tai y a sus cachorros a buscar una casa, pues este había vuelto a casa dispuesto a quedarse y aunque la abuelita estaba encantada de tener al fin a sus nietos en casa, se buscaron un hogar propio. Al final le consiguió una preciosa casita en su misma manzana, por lo que, una vez más, volvieron a convertirse en vecinos. Sus hijas congeniaron muy bien con Tama y Taka, los hijos de Tai, y pronto se hicieron inseparables, como sus padres habían sido. Matt se alegró del regreso del que, en su momento, había sido su rival en el amor, y lo recibió con los brazos abiertos. Su, en cambio, que no había podido asistir al recibimiento oficial en la cafetería porque tenía visita con el ginecólogo, se hartó a pegarle zapes y golpes hasta que sintió que el abandono había sido justamente pagado.
Alice se sentía extremadamente feliz. Todos los aspectos de la vida parecían sonreírle, como si se hubieran puesto de acuerdo para sucederse en harmonía. Su marido la mimaba más que nunca, sus hijas crecían sanas y hermosas, su mundo era perfecto.
“Cuando regrese de Londres, me gustaría tomarme unas vacaciones”, le dijo Matt una noche, mientras se preparaban para acostarse. Se acercó a ella, que se estaba peinando, y la abrazó por la cintura, regalándole un besito tras otro. Ella rió a causa de las cosquillas.
“¿De verdad?”, se giró para abrazarlo. A sus 32 años, Matt seguía viéndose igual de guapo y joven que cuándo se conocieron. Cada día le amaba más.
“De verdad. Quiero hacer más cosas con mi familia, como irnos de vacaciones”
“Humm… Playa, sol, margaritas…”
“Algo así”, se rió, besándola con ternura. “También me gustaría ir a por el niño”
“Ui, entonces tendrán que ser unas vacaciones muy largas, porque querré que me mimes mucho”
“Esa es la idea”
Después, la tumbó sobre la cama, acariciando su cuerpo con amor.



Era de noche. Yenna y Lilith se habían dormido hacía un buen rato, y Alice estaba a punto de hacerlo también. Estaba haciendo tiempo en la cocina, porque no le gustaba mucho acostarse sin estar cansada de verdad. Cuando estaba sola, la cama le parecía demasiado grande.
La tetera silbó y, con las prisas por recogerla, golpeó la taza que tenía lista para prepararse el té, que cayó para romperse en mil pedazos.
Alice rezongó, pasando por encima de los fragmentos de cerámica para apartar el agua hirviendo, y se maldijo por ser tan torpe. Agudizó el oído al agacharse, para asegurarse que sus hijas no se hubieran despertado, pero el único ruido que se escuchó fue el de un búho ululando en el exterior. Tuvo un escalofrío. Recogió la taza hecha añicos y buscó otra en el armario. Cortó limón para añadirlo a su té, y lo preparó todo con cuidado, silenciosa, con una incómoda sensación anidada en su pecho. No paraba de dirigir miradas cautas a su alrededor, temerosa de aquella nada que, de repente, la asustaba. Casi gritó cuando llamaron a la puerta.
Con el corazón en un puño, echó un vistazo al reloj y supo que era demasiado tarde para las visitas de cortesía. Abrió la puerta y, al otro lado, le saludó el semblante serio y profundamente cansado de su padre.
“¿Papá? ¿Qué haces aquí a estas horas?”
Iba vestido con su uniforme, perfectamente limpio y planchado. Hacía ya un par de años que no servía oficialmente por culpa de una lesión en la pierna, pero de todos modos se había enfundado su traje, que le quedaba apretado, y se había colocado todas sus medallas y condecoraciones, como en un acto oficial. En los últimos años, Alice solo le había visto así en dos ocasiones: su boda y el día de su ceremonia de despedida del ejército.
El hombre alzó la mirada, violeta como la suya, y Alice pudo leer en sus ojos un profundo pesar que la asustó. Su gesto era serio, apesadumbrado, medio oculto bajo su suave barba del color del algodón.
“Alice”, la saludó, con la voz destilando pena. “Cariño”
Ella, con los ojos muy abiertos, en silencio, dirigió su mirada hasta la almohada roja que el hombre llevaba entre las manos. Sobre ella, una foto de su marido y una condecoración a la valentía.



Su padre no había tratado de detenerla. No era bueno a la hora de consolar a las personas, por lo que se limitó a pedirle que no cogiera el coche.
“No”, respondió ella con un hilo de voz y los ojos completamente abiertos.
El cielo estaba descubierto, sin ninguna nube. La luna se alzaba, grande y redonda, iluminándolo todo, e incluso estaba acompañada por algunas estrellas. Alice no entendía como podía brillar de aquel modo, cuando todo debería encontrarse a oscuras. Todo oscuro.
Un soplo de viento atravesó la calle con un susurro siniestro y la dejó helada. Ni siquiera le salían las lágrimas. Se sentía como si alguien hubiese arrancado una parte muy grande e importante de su corazón, marchándose y dejando atrás la herida abierta y sangrante.
Avanzó a trompicones. Sus pies no obedecían los movimientos, o tal vez era que su cerebro no era lo suficientemente eficaz en aquellos momentos.
Llamo al timbre, una, dos, tres veces, y como nadie abría, llamó tres veces más. No le importaba que fuera tarde, o que aquello no fuera correcto. Se dijo que ella no debería estar allí, en esa situación, pero que si la injusticia había afectado su apacible vida, ya no le quedaba nada por respetar.
Se encendió una luz dentro de la casa, y la pesada puerta de color blanco se abrió con un sordo chirrido.
“Mfff, ¿Alice?”, preguntó Tai, soñoliento, frotándose los ojos con cansancio. “¿Qué haces aquí a estas horas?”
Ella levantó la mirada, silenciosa, quieta. Parecía incapaz de reaccionar, y Tai frunció el ceño, preocupado.
“¿Alice?”
“Se ha ido”, murmuró ella, flojito, sin poder creerlo.
“¿Qué? ¿Quién se ha ido? Me estas asustando”
“Matt”
“Oh. Pero Al, Matt se fue a Londres hace dos días. ¿No dijiste que volvería en un par de semanas?”
“No”
Él ladeo la cabeza con incertidumbre, preocupado, ansioso y, de repente, asustado. Los ojos de Alice, normalmente grandes y brillantes, se tiñeron de un profundo y oscuro dolor.
“Ha habido un atentado en la base. Fue algo inesperado, no estaban preparados y Matt estaba en un mal puesto”
Su voz sonó impasible, vacía y carente de emoción. Tai abrió mucho los ojos y, tras un largo minuto de silencio, los ojos de su amiga se llenaron de lágrimas. Amargas y duras, rebosantes de pena. Gimoteó con un deje de desespero y su voz, al fin, se quebró.
“Matt está muerto”

Tai la rodeó entre sus brazos con firmeza. De otro modo, su amiga se habría roto en mil pedazos allí mismo, como una simple taza de té.
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Todo había sucedido muy deprisa. En un principio estaba en el patio exterior de la base londinense, corroborando que todas las mercancías estuvieran siendo tratadas y almacenadas correctamente – puro trabajillo de campo – y, al segundo siguiente, todo se había vuelto negro.



Se despertó en una amplia habitación blanca, perdido y desorientado, con todo el cuerpo reposando de cualquier forma, y la cabeza martilleándole. Tenía la desagradable sensación de que le habían dado una paliza.
Trató de moverse, pero el esfuerzo fue en vano, ya que los músculos no le respondían y acabó gimoteando de dolor. Una mujer entró, atraída por el ruido del hombre.
“¡Se ha despertado!”, gritó, acercándose a él. Comprobó varias cosas en las pantallas que había a su alrededor y luego se cernió sobre él. “¿Cómo se encuentra?”
Él la miró fijamente, mareado y confundido. Ella, al verlo, sonrió y le cogió la mano.
“Me llamo Alice, soy la enfermera que le atiende. El doctor va a llegar enseguida, ¿de acuerdo?”
El hombre rubio asintió, como pudo.
“De… De acuerdo”
Alice sonrió un poco más.
“Llevaba usted en coma más de tres meses. Apareció malherido el pasado septiembre, pero no llevaba identificación. ¿Podría decirme al menos su nombre?”
Él abrió la boca, y luego volvió a cerrarla. Apartó la mirada de la mujer y la fijó en el techo, confundido.
“¿Mi nombre?”, preguntó flojito.
“Exacto, señor”
“Mi nombre… Yo…”, frunció los labios y cerró los ojos con fuerza. Con un gimoteo, se llevó la mano libre a la cabeza. “No lo sé…”, sentenció. Asustado, “no sé quién soy”



Después de aquello vinieron los doctores, y las pruebas y las medicinas, y pasó un montón de tiempo haciendo una vida cada vez más normal. Pero seguía sin recordar quién era.
“Alice”
Ella le miró, distrayendo su atención de los medicamentos con una sonrisa amable.
“Alice”
“Dime, hombre. ¿Te pasa algo?”
“No… Es que me gusta cómo suena tu nombre. Alice”. Lo pronunciaba con una dulzura infinita.
“Tal vez usted conociera alguna Alice. Su madre, o una hermana… Con un poco de suerte, podría recordar quién es gracias al nombre”
“Alice”
Ella sonrió de nuevo y se dio la vuelta para irse. El hombre se quedó quieto, mirando el techo de la habitación con gesto apesadumbrado.
“Alice…”
Alice, Alice, Alice… Pero ¿quién era Alice?



Finalmente se había restablecido, y su salud había vuelto a ser firme y perfecta. Lo único que fallaba en él sin remedio era la memoria, puesto que lo único que era capaz de acudir a su perdida mente era el nombre de aquella mujer sin rostro.
Le dieron una nueva identidad, al menos, una identidad provisional con la que pudiera ser identificado. Joe empezó una vida nueva en Inglaterra, con un trabajo de ayuda social y un pequeño apartamento para él solo. Visitaba el hospital cada semana para hacer pruebas y comprobar si había algo nuevo, pero siempre se iba con las manos vacías.
Su existencia se limitaba a vivir una vida ajena y pasar noches en vela tratando de recordar quién era.



Pasó el tiempo. Después de los primeros meses, empezó a aceptar el hecho de que su pasado estaba perdido, y la vida de Joe no estaba para nada mal, por lo que comenzó a disfrutarla. A hacerla suya.
Los meses se sucedieron, y pronto se convirtieron en años. Joe cambió de casa una vez y cuatro de empleo en los seis años que pasaron, y poco a poco se fue convirtiendo en una persona nueva. Decidió que le gustaba la comida japonesa, y que las mejores películas eran las de miedo y las de James Bond. Se aficionó a las motos, y acabó por comprarse una Cross Bones, marca Harley Davidson, por el puro placer de conducirla. Entre sus hebras rubias como el sol, empezaron a aflorar pequeños mechones canosos, pero él seguía viéndose joven y atractivo. A sus treinta y ocho años, colaba perfectamente como uno de treinta. Ya querrían muchos.

A pesar de todo, seguía soltero. Sí que había mantenido relaciones esporádicas con todo tipo de mujeres, pero estas nunca duraban más de unos días. Justo cuando las cosas parecían empezar a funcionar con alguna de ellas, aparecía de nuevo en su mente el fantasma del pasado que era la misteriosa Alice, y su cabeza se convertía en una violenta tormenta hasta que no se quedaba de nuevo solo. Para estar bien, solo le hacía falta mantenerse fiel a su olvido.



Poco a poco, sus visitas al hospital fueron haciéndose más y más escasas, hasta convertirse en simples revisiones periódicas, más por cumplir que por que tuvieran algún beneficio para él.
En una de ellas, pero, todo cambió.
La misma enfermera que había estado con él al despertar del coma, la que tenía el nombre de la mujer sin rostro, la que se había convertido en su amiga y seguía atendiéndole a cada revisión, le recibió con su habitual sonrisa dulzona.
“¿Cómo va, Joe?”
“Bien, sin muchas novedades”
“¿Algo nuevo en tu vida?”
“Tsé, ni nuevo ni viejo. Nada”
Pero aquello cambió. Alice se dio la vuelta para recoger su ficha, con algo más de brusquedad de la necesaria, y por culpa de un mal gesto tropezó. El hombre, siempre ágil de reflejos, alargó los brazos y la tomó a tiempo de evitarle el golpe.
“¡Uuuuuui”, gritó ella y luego se rió con nerviosismo. “Soy una torpe”
Torpe. Alice.
“Tienes… Tienes que ir con cuidado”
Torpe. Alice. Su Alice. El cielo se abrió ante sus ojos, y las nubes se apartaron para aclararlo todo.
“Si… Lo siento, Joe”
“No me llamo Joe”, murmuró, atónito, con los ojos muy abiertos.
La mujer se incorporó con lentitud, mirándole fijamente, sorprendida. Él se llevó las manos a la cabeza, con una repentina expresión de desespero.
“Me llamo Matt, Matt Heather, y tengo una familia que me debe creer muerto desde hace seis años”
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Zaile rompió a llorar, tan fuerte que parecía que la estuvieran matando. Lilith la meció tranquilamente, acostumbrada a los potentes pulmones de su hermana, y le metió el chupete en la boca. El bebé mordisqueó el objeto para calmar el dolor.
“Pobrecita”, dijo Yenna, frotándole los ojitos a la niña para limpiárselos de lágrimas. “Tranquila, pronto te saldrán los dientes y ni te acordarás de esto”
El bebé agarró el dedo de su hermana mayor con su manita bronceada, y la miró más calmadita, mientras Lilith le tendía su dedo para que lo tomara también. Las niñas, de diez años, rieron con diversión.
“¿Qué pasa aquí?”, preguntó Alice, entrando desde la cocina con los brazos en jarra. Tras ella se asomaron dos niños morenitos, idénticos como dos gotas de agua. Uno de ellos, no sabían si Tama o Taka, llevaba una batidora goteando masa dulce.
“Nada, nada. ¿Cómo va este pastel?”
“Bien”, canturreó uno de los niños con alegría.
“Quedará buenísimo”, dijo la mujer, acercándose a las niñas para hacerle carantoñas a Zaile. “¿A que formamos un gran equipo, chicos?”
“Siiiiiiiiiiiiiiiiii”, Tama y Taka sonrieron, formando el símbolo de victoria con las manos.

Un hombre entró en casa, sacudiéndose la tierra de las botas y dejando a un lado sus guantes de jardinero.
“Hum, ¿a qué huele?”, preguntó, frotándose la tripa con hambre. Yenna corrió hacia él, abrazándole por la cintura.
“¡Mamá está haciendo pastel!”
“¡Y nosotros la ayudamos!”, gritaron a coro los gemelos.
“Oh, ya veo”, agarró a la niña, levantándola del suelo para echársela al hombro como un saco de patatas. “¿Y es posible que sea pastel de limón?”
“Con receta de tu madre”, asintió Alice, acercándose a su marido para depositar un beso en sus labios, cariñosa, evitando los pataleos divertidos de su hija.
Por toda respuesta, recibió la cálida sonrisa de Tai.



El primer año había sido horrible. Alice sentía que el aire no llegaba a sus pulmones por más que respiraba, y la sangre no recorría su cuerpo a pesar de que el destrozado corazón no cesaba de latir.
Tras la primera noche, que había pasado llorando entre los brazos de Tai, se encerró en su habitación, a oscuras, y se acurrucó en su cama, sin moverse, sin hablar, sin comer. Sin llorar.
Su madre no se separaba de su lado, y puesto que era la única persona a quién Alice permitía permanecer en el cuarto (ya que a todos los demás, sin excepción, les echaba con gritos histéricos), se trasladó allí provisionalmente.
Los ratos en los que se quedaba sola, buscaba la compañía de su marido caído y se rodeaba de sus pertenencias. Acariciaba su ropa y toqueteaba sus posesiones con sumo cuidado, tratando de mantener la esencia intacta para que su recuerdo no muriera también, y solo entonces se permitía derramar algunas lágrimas, amargas y solitarias, que no la ayudaban a calmar el dolor.
Pasó así un par de semanas, sola y a oscuras, acompañada por la soledad y el inquietante peso de los recuerdos, convenciéndose de que la vida había perdido el sentido necesario para seguir, y sin entender por qué ella sí que estaba allí, sin él. Sola. Sintió ganas de gritar, de arrancarse el agonizante trozo de corazón que le quedaba y acabar con todo de una vez, y rompió a llorar con fuerza, como no lo había hecho desde la trágica noche. Apretó su pecho con firmeza, con la respiración obstaculizada por el llanto.
Y entonces, como una estrella abriéndose paso a través de la oscuridad de la noche, abrió los ojos. Apretó un poco más la mano sobre el corazón y se incorporó. Aquella lucecita empezó a hacerse más brillante, hasta que acaparó toda su consciencia y le mostró, con total claridad, la razón por la que seguía viviendo.
Salió de la habitación en silencio, con la luz exterior iluminando la casa e hiriendo sus ojos, y bajó las escaleras fantasmagóricamente hasta llegar al salón. El televisor estaba encendido, pero nadie parecía mirarlo. Dos personas estaban sentadas en el sofá, de espaldas a ella, en silencio y con las cabecitas muy juntas. Incluso creyó ver alguna lágrima que rodaba en silencio.
Alice se acercó a ellas hasta plantarse justo delante. Se arrodillo frente a Yenna y Lilith, que la miraron con una mezcla de tristeza, sorpresa y alegría, y abrazó a sus hijas.
A las lucecitas que disipaban su oscuridad, recordándole por qué seguía viva.



Tai también la ayudó a superar la pena. Se armó de paciencia y aceptó soportar cualquiera de los arranques de nostalgia que su amiga reprimía frente a las niñas, hasta convertirse en un apoyo imprescindible.
“No sé qué haría sin ti, Tai”, murmuró un día, medio dormida en el sofá, echada sobre él.
“Yo tampoco sé que haría sin mi”
Alice se rió, acomodándose mejor sobre él. Era agradable volver a tenerlo allí, con ella, equilibrando la balanza de su corazón, curando poco a poco sus heridas.
“De verdad”, le aseguró, sintiendo una gran dulzura hacia él. “Ahora mismo no podría vivir sin ti otra vez. Eres mi satélite guía”
Tai rió suavemente, halagado por la que, para él, era una conocida comparación, y la besó en la coronilla.
“No volveré a irme, Alice, y mucho menos ahora. Me quedaré contigo para siempre”
Ella se encogió, recordando como su marido solía decirle también aquello, y tuvo ganas de llorar otra vez.



El dolor, como todo, se apaciguó hasta convertirse en una nostalgia tristona. Tras dos años durmiendo sola, había acabado aceptando el hecho de que Matt no iba a volver, y era capaz de pensar en él sin echarse a llorar. Le recordaba en todo momento, pero era capaz de vivir su vida, de velar por el bienestar de sus hijas y de lograr que todo fuera bien, que avanzara correctamente. Se sentía a gusto con su vida y, dentro de lo que cabía, podía ser feliz.



Tai la invitó a ella y a las niñas a comer a su casa, como todos los domingos. En verano, el hombre mostraba sus dotes culinarias con la carne y dejaba que su arte floreciera libremente en la barbacoa. Tama y Taka, con sus cinco años bien cumplidos, eran unos bichos realmente encantadores, y Yenna y Lilith disfrutaban como locas jugando con ellos.
“Un día tienes que invitar a Su y Ray”, le dijo Alice a su amigo, ambos acomodados bajo las sombras de un árbol. “Seguro que mis sobrinos se llevan de maravilla con los niños”
“Mmm… Claro, podríamos invitarlos la semana que viene, ¿no?”
“¿Podríamos?”, preguntó Alice, divertida. “Es tu casa, tu eres el anfitrión, señor de las barbacoas”
“Bueno, mi palacio es tuyo también los domingos”
“Claro, y tu mi príncipe”
“Por supuesto”
Ella le miró, con los ojos inundados de ternura. Estiró la mano para tomar la suya, y Tai la miró fijamente con su sonrisa tranquila. Se sintió como si tuviera de nuevo quince años, como si el mundo volviera a reducirse a ellos dos, antes de que aparecieran nuevas personas, bodas y bebés. Y supo que tenía que jugárselo todo a una carta.
“Tai… Te quiero mucho, Tai”
Él se quedó quieto, con una mueca de sorpresa congelada en sus ojos, y Alice lo aprovechó para borrar las distancias entre los dos.
Aquel fue su primer beso. Dulce, suave y rebosante de amor. Y después, vinieron muchos más.



Se casaron dos años después, en abril, justo cuando las flores de los cerezos florecían. No fue una gran ceremonia, pues la celebraron en el jardín de Alice, invitando tan solo a aquellos más próximos a la familia. Vinieron también los padres de Matt que, una vez aceptada la pena que conllevaba el perder a un hijo, se sintieron felices por la que había sido su nuera.
“Cuando eráis pequeños, siempre pensaba que este día llegaría, y con todo lo que ha pasado, ¿quién me iba a decir a mí que terminaríais casándoos de verdad?”, les dijo la madre de Tai, emocionada.
Se trasladaron a casa de la chica, que era más grande, pero aparte de aquello no cambiaron muchas cosas más. Su relación continuaba siendo la de siempre: encajaban como dos piezas de un rompecabezas.
Tai ayudó a Alice a deshacerse de todas las cosas que pertenecieron a Matt, guardándolas en cajas que acabaron en manos de familiares y amigos que también le quisieron. Ella guardó tan solo su uniforme de soldado, el que había llevado el día de la boda, y la colección de sellos que el hombre había ido recolectando durante años, y lo guardó en una caja al fondo del armario. Guardó allí también la alianza de su primer matrimonio y cerró la caja con llave, igual que su corazón. Aquella parte de ella quedaba vedada para todos, y pasaba a formar parte íntegra de sí misma.
Yenna y Lilith guardaron una foto de su padre, recelosamente, para no olvidar del todo las facciones que habían conocido bien y que les habían sido arrebatadas demasiado pronto, pero aparte de aquello nunca dieron muestras de desagrado por Tai o sus hijos, sus nuevos hermanos. Al contrario, les adoraban con locura.
Eran una familia, una familia que había estado rota y herida, pero que había acabado por encontrarse y quererse. Eran una familia de verdad.

Zaile nació un año y medio después, coronando lo que suponía la unión definitiva entre los siete miembros del clan, y fue recibida con amor y cariños. Sus hermanas la mimaban y cuidaban como si fuera una muñequita, sus hermanos la celaban y la observaban siempre llenos de curiosidad, y sus padres la protegían con mimo, con dulzura, igual que habían cuidado y protegido a los demás también.



El día comenzó como todos los demás. Los niños estaban en el colegio y Tai en el trabajo, mientras Alice empleaba su tiempo en cuidar al bebé y hacer las tareas domésticas. Fuera, el tiempo era perfecto, pues a pesar del característico frío de noviembre, el sol refulgía alegremente en el cielo, tratando de expandir el calor por las calles congeladas.
Trabajaba de aquí para allá, canturreando despistadamente, sin prestar verdadera atención a lo que hacía. Pensaba en cosas de poca importancia y nada apuntaba hacia ningún hecho que se saliera de lo normal. Incluso el sonido del timbre le pareció manso y aburrido, y corrió a abrir la puerta sin ninguna emoción especial.
Toda su vida, ordenada pulcramente, se puso patas arriba, dejando a su paso un caos rematadamente enmarañado. Casi se le olvidó como se respiraba, y sus ojos parecían querer salírsele de las órbitas. El corazón le palpitó con fuerza, dolorosamente, como si quisiera saltar del pecho para abrazar a la persona que había vuelto, después de seis años, a su casa, pero no fue capaz de moverse ni un poco.
Y frente a ella, con expresión cansada y envejecida, torturada de golpe por el tiempo, apareció Matt, erguido y serio como siempre, recordándole por que había estado, y seguía estando, tan enamorada de él.



La escena era completamente subrealista. El reloj de pared hacía tic-tac, y su musiquita se extendía perezosa por todo el salón.
En el centro, sentada en el sofá con la vista clavada en sus manos y expresión de shock, estaba Alice. A cada uno de sus flancos, mirándola fijamente y en silencio, sus dos maridos, los dos hombres de su vida, el que había estado siempre allí y el que volvía siempre a su lado, incluso después de muerto. Aquello no era normal.
Hacía rato que habían acostado a los niños (Yenna y Lilith algo más renuentes después del reencuentro con su padre), y Matt les había contado todo lo sucedido en Londres durante los últimos seis años.
“No estoy dispuesto a renunciar a ti”, decían las miradas de los dos hombres, con chispas de rivalidad.

Ella miró a Matt, sintiendo que su corazón se henchía de amor. Le había amado locamente desde el principio, y su pérdida había resultado un infierno. Habría seguido queriéndole para siempre, por más cosas que hubieran cambiado en su vida.
Luego miró a Tai, y su corazón, acelerado, se calmó para inundarse de ternura. A él siempre le había amado, de una forma al principio, de otra mucho más fuerte después, y jamás podría agradecerle lo suficiente todo lo que había hecho por ella.
Les miró a ambos y, como si su alma estuviese partida en dos, se sintió incapaz de escoger a uno para amarle y condenar al otro. Porque no podía hacerlo.



Pasaron días en aquella situación, días tensos y largos durante los que nadie era más que nadie.
Matt se quedó en casa, durmiendo en el sofá, pero Tai tampoco dormía con Alice, puesto que la mujer se había trasladado, de forma provisional y hasta que tomase una decisión, a la habitación de invitados.
“Tienes que decidirte de una vez”, le decía siempre Su, con cara de duda. Si incluso ella estaba confundida, ¿cómo decidirse Alice?
“Ya lo sé, pero es que no sé qué hacer”. La duda la mantenía atrapada, la confundía, la sumía en un estupor indeciso. “No puedo escoger a uno así sin más, porque tampoco sé como renunciar al otro”
La situación se volvía cada vez más tensa, más estirada. Los nervios de todos estaban crispados, e incluso los abuelos tuvieron que hacer acto de presencia: ellos se encargarían de los niños hasta que la situación se normalizara un poco y el ambiente estuviera más calmado.
Había surgido, además, una rivalidad avasalladora entre Tai y Matt: ambos hombres, que en su momento habían sido incluso buenos amigos, dejaron de lado su caballerosidad y se centraron en complacer a su esposa en todo lo posible, poniendo todas las trabas que podían al otro.
“¡Ya basta!”, gritó Alice un día, con los nervios de punta. “Esto no puede seguir así, es un caos. Nos está haciendo polvo a los tres”
“Pero hay que solucionarlo de algún modo”, obvió Tai.
“No quiero que sea a costa de peleas entre vosotros”
“Entonces elije a uno de una vez y terminemos con esto”. Tai asintió a las palabras de Matt, y la mujer estuvo a punto de echarse a reír de pura pena, viendo como los dos solo se ponían de acuerdo con aquello que ella no podía decidir.
“Terminaremos con esto ahora mismo”, anunció mustia, con ojos tristes.
“¿Ahora?”, preguntó Tai. “¿Has elegido con quien quieres quedarte?”
“Si”
Ellos la miraron interrogantes, fijamente, llenos de curiosidad y Alice fijó en ellos su mirada oscurecida por la dificultad.
“No elijo a ninguno. Prefiero conservaros a los dos como amigos, como los padres de mis hijos – de los cinco – antes que perderos”
Nadie dijo nada, con la decepción y la tristeza impregnando el ambiente. Y el corazón de Alice, que a aquellas alturas había sido amado, destruido y curado, se partió en dos fragmentos y se quedó callado. Cada uno de los trozos quedó arropado entre el amor que sentía por ellos. Un amor que, por desgracia, debía ser silenciado.



“¿A dónde vas?”, preguntó Alice con un hilo de voz, parada en el umbral de la puerta de su dormitorio.
“¿No lo ves? Me marcho. Tal y como están las cosas, es lo mejor que puedo hacer”
A la mujer se le encogió el estómago, pero se mantuvo callada mientras Tai recogía sus cosas, la vida que habían hecho juntos, y las guardaba en cajas. No tenía derecho a sentirse mal, a llorar, a pedirle que no se fuera, pues era consciente de que todo aquello era culpa suya. Había disfrutado demasiado a lo largo de su vida, había sido tan feliz y había tenido tanta suerte que la balanza se había desequilibrado, obligándola a pagar un precio demasiado alto. Ni siquiera la supuesta muerte de Matt lograba ofuscar la felicidad vivida, y el hecho de haberle visto regresar con vida era el último golpe de suerte que le estaba permitido vivir.
“¿Pero a dónde irás?”
“A casa de mis padres. Creo que Tama y Taka están durmiendo en mi vieja habitación, pero yo puedo quedarme en el sofá hasta que consiga algo mejor. Lo que sea”
“¿Por qué no te esperas a que sea de día al menos?”
Él cerró la maleta, mirándola con profundidad. Se sintió tremendamente pequeña, indigna ante aquella mirada, y culpable de todo el dolor que el hombre había sufrido a su lado.
“Siempre te he hecho daño…”, le dijo con suavidad, la voz a punto de quebrarse. “Lo siento tantísimo, Tai…”
“También me has hecho muy feliz”, le recordó él, pero con la expresión congelada, abatida. “Simplemente hemos tenido mala suerte. Las cosas no deberían haber sucedido así”
Recogió su bolsa y, tras un momento de duda, Alice se apartó para dejarle pasar.
“Creo que voy a irme”, la dijo justo antes de salir. “Lejos. Si eres fuerte, podrás superar esto. Podrías hacerlo junto a Matt. Ahora ya no tiene importancia”
Y se fue, dejándola cabizbaja, caída y desmadejada sobre la moqueta del dormitorio. El hombre bajó la escalera, parándose justo en el último escalón.
“Hazla feliz”, dijo, con la voz llegando amortiguada al piso superior. “No permitas que no sea feliz”
Tras un segundo de silencio, en el que supuso que Matt asentía, la puerta se abrió y se cerró suavemente. Alice se sintió tremendamente mala persona, y la inmerecida bondad de los dos la hizo sentirse más sucia y cruel.
Antes de que se diera cuenta, las lágrimas empezaron a caer libremente, corriendo mejillas abajo para liberar el dolor. Fue un esfuerzo inútil.



Lloró toda la noche, hasta que los ojos se hincharon y se pusieron rojos, y las lágrimas se acabaron. En aquel momento era como una muñeca vieja, cansada y llena de parches, a la cual deberían tirar ya por inútil. Pero, por algún motivo que no lograba entender, nadie lo hacía.
Matt subió durante la noche y la metió en la cama, acostándola tiernamente, como si el tiempo no hubiera pasado. Pero ella no dejó de llorar, y su sentimiento de culpa aumentó. No se merecía aquello, merecía que Matt se fuera y la abandonara también, dejándola sola de una vez por todas.
“No es culpa tuya”, le dijo el rubio, mirándola con pena. “Tu tampoco querías que esto sucediera así”
Alice no respondió, siguió sollozando silenciosamente. Matt la consoló, acariciándole los cabellos con mimo, tal vez esperando un desahogo que no iba a llegar.
“Tai quiere que seas feliz… Y a mí tampoco me gusta verte llorar”
Alice gimió más fuerte.
“Alice… Vamos pequeña, no llores”
“Pero… Pero él se ha ido”
“Y me tienes a mí”, le sonrió con una caricia suave, “me tienes a mí, igual que tuviste a Tai cuando creíste que yo había muerto, porque tú… Tú nunca estarás sola, porque no has nacido para estar sola. Cuando uno de nosotros falle, el otro estará a punto para impedir que te falte nada. Tai se ha ido, de acuerdo, pero yo no pienso hacerlo, porque tú todavía me quieres y todavía me necesitas”
Ella le miró fijamente, viéndole borroso por culpa de las lágrimas. Los sollozos se cortaron y la apabullante pena pareció aplacarse un poco. Matt le sonrió, y la mano que reposaba sobre su cabello se deslizó suavemente hasta su cara, limpiándola de llanto.
“Te quiero, Alice, todavía te quiero. Te he querido todos estos años, a pesar del olvido, a pesar de la distancia, a pesar de las heridas… No quiero rendirme”
Y entonces se abrazaron, con cariño, con ternura, y sus almas parecieron unirse de nuevo, entrelazándose después de pasar demasiado tiempo separadas.



Tama y Taka estaban demasiado quietos para ser ellos. Sentados el uno junto al otro, esperaban con las manos juntas y expresión de impaciencia a que el vuelo de las once, llegado directamente desde Miami, aterrara.
Tai no estaba tan emocionado como ellos, pero al menos se sentía dichoso por sus hijos. Los pobres llevaban casi un año y medio sin ver a su madre, ya que ésta vivía demasiado lejos como para disfrutar de visitas regulares, y cuando podían pasar algunos días con ella trataban de disfrutarlos al máximo. Normalmente eran ellos dos los que volaban hasta Miami, acompañados por Tai, y pasaban allí las vacaciones de navidad o un par de semanas de verano, ya que la mujer no había regresado a la ciudad ni una sola vez desde que se había marchado diez años atrás. Había pasado mucho tiempo desde que se habían separado, de una forma algo violenta, pero aquella mujer no dejaba de ser la madre de sus hijos y, a su manera, la había amado muchísimo.
“¡Ya ha llegado!”, gritó Taka con emoción. Los dos niños saltaron de sus asientos en el banquito y echaron a correr hacía la puerta de desembarque.
“¡Mamá!!”, los tres se abrazaron con fuerza, sin importar la gran cantidad de bolsas y maletas que les rodeaban. Tai se acercó también, con precaución, dejando un pequeño margen de tiempo y espacio para que madre e hijos se reencontrasen, y se limitó a vigilar que nadie echara mano de los paquetes.
Entonces, cuando estuvo suficientemente cerca, un par de ojos marrones le miraron. Arrodillada en el suelo, con Tama y Taka entre sus brazos, unos dientes blancos le sonrieron con amabilidad.
“Hola Tai, ¿Cómo estás?”
“Pues mira… Me alegro de verte, Sofía”



“Vaya, pues si que la habéis liado”
Sofía se acomodó en su taburete de cocina, con la leche calentita entre las manos. Tai sonrió, bebiendo un sorbo de la suya, mientras miraba la luna a través de la ventana.
“Ya ves. En la vida llegan a pasar una de cosas…”
“Oye Tai, ¿de verdad que no te importa que me quede a vivir con vosotros?”
Sofía había regresado de Miami después de tantos años porque, al final, no había conseguido que las cosas con su amante, o con las múltiples parejas que había llegado a tener durante aquellos años, llegasen a buen puerto. Cansada de llevar aquella vida desarraigada, de pasar los días a lo loco y sin objetivo, se había decidido a bajar la cabeza y volver a casa, dónde la esperaban sus hijos. Había tardado demasiado tiempo en entender que ellos eran lo que realmente le importaba en la vida.
“¿Pero qué dices? En todo caso esto debería preguntártelo yo, al fin y al cabo es tu casa”
“Llevo demasiado tiempo viviendo fuera como para considerarlo mi casa, y tu eres quién ha estado cuidándola durante los últimos meses. Voy a tener que darte las gracias”
“Que raro se me hace estar otra vez aquí contigo”. El chico se rió tristemente, recordando como solían hacer aquello de jóvenes, quedarse hablando hasta tarde en la cocina junto a un vaso humeante de leche y cacao.
“Si que es raro, pero no me molesta. Supongo que también tiene que ver con los años que han pasado, pero ya no te guardo ningún rencor”
“Merecería que me odiaras, te traté fatal”
“Bah, yo fui la que te abandonó y te dejó con dos críos a tu cargo. Nunca debí hacerlo”
“Oye, que yo también colaboré en eso de hacerlos”
Sofía se rió, pero le miró con ojos alegres. Tai no podía creer que fuese la misma – y a la vez tan diferente – que diez años atrás. Estaba mucho más mayor, pero a la vez más guapa y centrada.
“Me refería a que no debí haberme casado contigo”
“Oh. Vaya, gracias”, frunció los labios con un fingido gesto de enfado. La mujer se rió otra vez.
“Jaja, ya sabes a qué me refiero. Yo sabía en que estado te encontrabas y de todas formas te até a mi, te obligué a quererme”
“Tampoco eso fue culpa tuya”
Se hizo un segundo instante de silencio. Sofía le miró con tranquilidad, como quién mira a un viejo amigo, sin reproches y sin dolor. Ahora eran dos viejos amigos.
“No tuviste que obligarme a nada, que lo sepas. Yo te quería y punto”
“Ya, pero amabas a Alice”, Tai se calló. El nombre resonó en sus orejas dolorosamente. “No me puedo creer que, después de todo lo que te costó conseguirla, hayáis terminado así”
Alice. Tai bajó la cabeza con tristeza, y Sofía estiró la mano por encima de la mesita para entrelazarla con la suya.
“Tai…”
“No te preocupes, estoy bien”
“No quería hacerte sentir mal, lo siento”
“Eh, tranquila Sofía, que no es tu culpa. Ya vale de culparse por todo, que aquí quién la ha cagado he sido yo, no tú”
“Pues yo creo que hiciste lo correcto, vista la situación…”, ella tomó aire, pero acabó por acariciarle los dedos con suavidad. “Eres una buena persona, no sé como Alice pudo dejarte escapar”
“Ya ves, siempre me abandonan todas las mujeres maravillosas que entran en mi vida. No tengo remedio”
Luego ambos se rieron por lo bajo, y el sonido se perdió en la tranquilidad de la noche.



Matt no podía creer lo que estaba a punto de hacer. Nunca, jamás de los jamases, habría sido capaz de imaginarse en una situación parecida y sin embargo allí estaba, enfundado en su vieja cazadora y con las manos en los bolsillos.
Los últimos meses no habían sido exactamente cono él había imaginado que serían. Tras recuperar la memoria, lo único que había querido había sido regresar junto a su esposa y su familia para vivir apaciblemente el resto de sus días. Pero era lógico y normal pensar que Alice no le habría esperado, ya que seis años eran demasiado incluso para él, y en el fondo no le había dolido que su sustituto fuera una persona tan buena como Tai. Después del lío que había ocasionado su vuelta, de las dudas de Alice y de la renuncia del moreno, Matt había creído que tal vez sería posible reemprender el viejo estilo de vida, pero…
Inspiró profundamente para mentalizarse y, sacando fuerzas de donde pudo, avanzó. Luego, llamó al timbre.



“¿Di…”. Tai se quedó sin habla a media palabra, justo después de ver quién se escondía tras la puerta.
“Esto… Hola Tai”, saludó el rubio algo incómodo. Parado en el umbral de la puerta, no sacó las manos de dentro los bolsillos de su vieja cazadora.
“Matt… ¿Qué… Qué haces aquí?”
“Bueno… Tengo que hablar contigo”
El moreno se hizo a un lado, titubeante, dejándole un hueco para pasar. Sofía sacó la cabeza por la puerta del comedor.
“¿Quién era, Ta…? Oh”
“Hola Sofía”
Ella soltó una sonrisa nerviosa y miró a Tai. Acto seguido volvió la vista hasta el antiguo militar, con una mezcla de sorpresa, confusión y entusiasmo. El moreno le hizo un gesto a Matt para que pasase también hacía el comedor, dónde Sofía estaba limpiando algunos de los juegos que Tama y Taka habían dejado esparcidos antes de ir a la escuela. Los tres se sentaron en el sofá, con un silencio algo tenso.
“Bueno… ¿A qué has venido?”, Tai habló de forma algo cortante. Pasada la sorpresa inicial, no olvidaba que aquel era el hombre por quién había renunciado a Alice, y no se sentía cómodo viéndole sentado en su salón.
“Venía a hablar contigo… Es sobre Alice”, un silencio interrogante por parte de Tai le invitó a continuar. Sofía les miraba atentamente, sin perder detalle de nada. “No está bien, Tai. No ha superado que te marcharas”
Él se estremeció, con la imagen de una Alice vacía y destrozada en la mente. La imaginó añorándole tanto como había añorado a Matt, y no supo si preocuparse o no.
“Te hecha muchísimo de menos, no puedes imaginarte cuanto. Llora todo el día, apenas come y no quiere salir. Tan solo se hace la fuerte delante de las niñas, para no preocuparlas. Y ellas no dejan de preguntar por ti…”
“Es una fase”, respondió con rapidez. Quería protegerse de la imagen de esa Alice, porque de otro modo le invadiría la nostalgia y no podría evitar las ganas de salir corriendo hacía ella para abrazarla. “En cuanto pase un tiempo, se le pasará”
“No lo creo”
“Créetelo, nunca la había visto así”
“Eso es porque no la viste cuando creyó que habías muerto”
El silencio se hizo presente de nuevo. Matt se miró las manos, con los puños cerrados, muy pensativo, y Tai simplemente trataba de reforzar su muro de indiferencia. Tenía que ser fuerte.
“Es diferente. Entonces yo había muerto de verdad, pero tú no lo estás. Ella te añora a su lado, no añora a tu fantasma”
“¿Qué quieres decir?”
Tai y Matt se miraron a los ojos. El primero confundido, extrañado, y el segundo cansado, dudoso. Para Matt, todo aquello resultaba muy difícil, demasiado duro, pero no podía hacer otra cosa, porque lo que más le importaba no era su felicidad, sino la de aquella persona que sufría tanto.
“Quiero decir que tú eres lo que Alice necesita, la persona que necesita a su lado”. Hizo una pausa, serio y desubicado. “De los dos, ella te ha elegido a ti. Lo que pasa es que no se ha dado cuenta”
“Paro Matt, tu…”
“Yo quiero que ella sea feliz, igual que tú. Tu te marchaste a mi regreso porque creíste que era lo mejor, y yo hago lo mismo”
Matt se levantó, dispuesto a marcharse, y Tai se acercó a él con rapidez.
“Hazla feliz”, dijo el rubio con una sonrisa entristecida, repitiendo las palabras que Tai había pronunciado tiempo atrás. “No permitas que no sea feliz”

Y entonces se abrazaron como dos buenos amigos, casi como hermanos, con todas las barreras, diferencias y rivalidades desapareciendo a su alrededor como si jamás hubieran existido.



Alice miraba las flores del jardín. Con el sol del atardecer se reflejaba una luz anaranjada que las mecía con dulzura, y la mujer no podía apartar los ojos de ellas. Llevaba mucho tiempo sintiéndose vacía, ida, confundida, y por más que se esforzaba no era capaz de sentirse como antes. Su vida era un continuo porvenir de sorpresas que desordenaban sus emociones y la desgastaban a más no poder. Sentía que ya no era capaz de luchar contra esos eventos, por lo que se dejaba arrastrar por la situación, cansada.
Matt se había portado muy bien con ella durante aquel tiempo, pero por algún motivo no era capaz de sentirse cómoda a su lado. Le quería muchísimo y se alegraba de tenerlo allí con ella, pero no era capaz de acostumbrarse a verle de nuevo dando vueltas por la casa, porque sentía que los últimos años no habían existido.
Y el otro aspecto importante de su vida, aquel que tenía los ojos grises como la tormenta, había desaparecido de su vida para dejarla más vacía aún. Y no se sentía capaz de recordarle sin echarse a llorar.
Entonces llamaron a la puerta, picando en la madera con fuerza y sin timbre. Alice no hizo caso y siguió mirando las flores ensimismada, pero picaron de nuevo. Una vez, dos veces, tres veces. Tres. El corazón se le aceleró de repente y se levantó de un salto para ir corriendo hasta el salón para abrir la puerta. Al otro lado, con la luz del amanecer rodeándole como un aura, un ángel le sonrió.
“Hola…”, murmuró Tai con timidez, despeinado y desaliñado. Entre las manos tenía un pequeño ramito de flores. Alice le miró con los ojos muy abiertos, sin entender exactamente qué pasaba, por que estaba él allí, frente a ella. Tal vez se había dormido allí fuera y ahora estaba soñando. “He venido a buscarte”
“¿A dónde vamos?”, le preguntó flojito a la par que él se acercaba.
“A casa”
Se miraron fijamente, y las palabras sobraron entre ellos como hacía años, como hacía unos días, como siempre. El vacío se esfumó, porque no había espacio para él cuando estaban el uno frente al otro.
“Oye Alice, ¿tu me quieres?”, preguntó el chico de repente, pensando en las palabras que le habían empujado a volver a buscarla.
“No”
Tai ladeó la cabeza, levantando una ceja. Alice sonrió dulce y clara, plantándose frente a él junto al umbral de la puerta. Le tendió la mano sin titubear, sin dudar, sin temores. Solo para él.
“No te quiero, Tai. Te amo. Te amo más que a nadie, más que nunca”
“¿Me amas?”, preguntó él con una sonrisa aflorando en los labios. La tranquilidad expandiéndose en su interior.
“Te amo, te amo Tai”, le dijo como si fuera lo más obvio del mundo. “Y quiero que estés a mi lado para siempre”

Entonces se cogieron de la mano, primero tiernamente, como una caricia, y ella le estiró de repente. Se abrazaron con firmeza, necesitando el uno del otro para complementarse, para no caer, entregándose por completo al que era su destino: estar juntos.
El sol acabó por esconderse, con los últimos rayos brillando en el patio.
En el centro, Tai y Alice se besaron, enamorados como el primer día y como probablemente estarían para siempre jamás.