Le echa una mirada de reojo al móvil y tiene ganas de usarlo aunque sabe que no debe hacerlo. Quiere, necesita, que alguien la apoye sinceramente, solo por el placer de querer animarla y no por cortesía o para auto consolarse en aquellos días oscuros. Añora a Ami más que nunca, porque nunca habían pasado tanto tiempo separadas y superadas, y la cama sigue oliendo a Matt.

Entonces, la pantalla del bendito móvil se ilumina y le llega un mensaje de remitente desconocido. No importa, porque sabe quién es. Solo ella conoce ese número. Solo ella le manda mensajes.
Trata de no agobiarte. Come y duerme bien, o no estarás a tope. Te quiero>>
Es escueto pero dulce a la vez. Le sobra. Por primera vez en días, se siente algo realizada. Irónicamente ya no necesita el texto, porque lo tiene memorizado, así que lo borra y recuesta la cabeza sobre la almohada. Siente que apenas huele a nada.

Cierra los ojos. Descansa.

domingo, 24 de mayo de 2009

Te quiero mucho, Alice


Historia MUY, MUY LARGA (así que si queréis leerla, tomaroslo con calma), escrita como un tributo a tres personajes de mi amiga Eli
(Si, ya véis, la historieta más larga que he escrito nunca y ni siquiera son min niños ^^)
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La pelota rodó por el suelo y una niña la persiguió, haciendo ondear su vestidito azul. En el parque, sus amigos se reían de su torpeza, pues cada vez que le tocaba golpear, debía ir más lejos a buscar el juguete.
La niña la recogió con sus manitas menudas y corrió hacia el terreno de juego otra vez. Se disculpó con una sonrisa alegre, con el sol haciendo brillar sus ojos violetas, y se acercó a su amigo.
“Toma Tai, te toca”, le dijo, tendiéndole la pelota.
El niño morenito recogió el juguete, feliz, y se entretuvo más tiempo del necesario en mantener contacto con ella.
“Te quiero mucho, Alice”



Alice se rió, y su risa sonó como el repiqueteo de las campanas. Gloria al oído de Tai.
“Pero es verdad”, le dijo el chico, sonriendo.
“Claro, claro”, canturreó la chica, correteando a su lado. Habían dejado a Su en su casa, y ahora regresaban solos a las suyas. Como todos los días.
“¿No me crees?”, preguntó Tai con un falso tono ofendido. Alice se rió de nuevo, y Tai sonrió, revolviéndole el cabello.
Continuaron andando en silencio. No hacían falta las palabras, pues el uno junto al otro se sentían lo suficientemente cómodos como pasa callar. Alice disfrutaba de la compañía de su mejor amigo, la compañía del chico que había estado a su lado desde el principio. Tai, en cambio, era simplemente feliz con ella. A su lado, los días eran más largos, más bonitos, más brillantes.
“¿Por qué no te vienes a mi casa hoy?”, le propuso de repente, sin mirarla. Alice ladeó la cabeza con una ceja levantada.
“¿A tu casa?”
“Aha. Creo que mi madre quería preparar tarta esta tarde. ¿No te apetece?”. Aguantó la respiración, esperanzado. Si ella aceptaba, ya no se iba a escapar de él. Aquella tarde le diría de una vez por todas y con total sinceridad lo que sentía por ella. Que la amaba, que era la persona más importante en su vida. Que quería estar con ella para siempre.
“No puedo”. Tai bajó la cabeza y la miró con cara de perro apaleado. “De verdad, no puedo. Esta tarde viene un compañero de papá a cenar… Se ve que es uno de sus hombres, y como le aprecia mucho, le ha invitado. Quiere que hoy estemos todos, para causar buena impresión. Si le ha comprado a Ray una corbata y todo…”
Tai suspiró, derrotado. Podía luchar contra muchas cosas, pero no con el padre de la muchacha. Un militar hecho y derecho, general de la armada. Le daba miedo incluso a él, que le conocía desde los pañales.
“Bueno… Pero te guardaré tarta, así que mañana vas a tener que venir. No tienes excusa: es sábado”
“Claro, claro”, Alice le regaló una de sus preciosas sonrisas y llamó al timbre de su casa, “mañana te llamo”
Tai asintió, y ella se despidió con la mano.
“Te quiero, Tai”
“Te quiero, Alice”



Alice no llamó. Tai esperó todo el fin de semana, pero su amiga no dio señales de vida. Incluso una vez la llamó a su casa, pero su mamá le dijo que había salido, por lo que Tai se resignó a creer que, simplemente, se había olvidado de él.
El lunes llegó al instituto temprano. Se sentó en el bordillo del porche, junto al tercer escalón, como todos los días, y apoyó la espalda en el mármol helado para esperar a sus amigas. Como siempre. La escuela empezó a llenarse de gente, y los murmullos subieron de volumen. Todos se quejaban de que el lunes hubiese llegado tan pronto (aunque para Tai había resultado un fin de semana larguísimo) y comentaban lo maravilloso que sería poder seguir durmiendo. Él se limitaba a mirar la entrada, esperando.
Una cabellera castaña resaltó entre las demás, y Tai se incorporó para hacerse ver entre la marea de gente. Alice y Su se acercaron, mientras la morena se reía entre dientes. Al verle, Alice abrió los ojos de repente.
“¡Tai! Oh, no, perdona”, gritó, golpeándose la frente.
Tai sonrió, negando con la cabeza. Podía perdonarla, Alice era, sin duda, la chica más despistada del mundo. Además, le resultaba imposible enfadarse teniéndola delante.
“De verdad, lo siento”
“No importa, mujer. Al menos ahora sé que no te has muerto”
Su se rió de nuevo y Alice la miró de reojo.
“¿Ya se lo has dicho?”, le preguntó. La de ojos violetas sonrió, con el color subiéndole a las mejillas, y negó suavemente. “¿Puedo decírselo yo?”
Alice abrió la boca, con una fugaz mueca de espanto, pero antes de que pudiera negarse, Su lo soltó.
“¡Alice se ha enamorado!”
La noticia le cayó encima como una jarra de agua fría.



Los días siguientes fueron una tortura para él: Alice estaba todo el día en las nubes, soñando con el guapo militar, el amigo de su padre que le había robado el corazón. Además, Su no paraba de chincharla en todo el día, pues quería saber todo sobre su futuro “cuñado”, y no paraba de hacerle preguntas, de proponerle planes descabellados para llamar su atención y de darle alas.
Tai no podía soportarlo.
Empezó a inventarse excusas para no sentarse con ellas durante las comida, buscaba mejores notas y por eso se sentaba solo en primera fila, y alegaba que tenía muchos deberes y que se quedaba en la biblioteca para no acompañarlas a casa. Pero la distancia era casi más dolorosa que el amor no correspondido, y al no tener a Alice cerca sentía que su mundo giraba entorno a la nada. Ella era su satélite guía.
Pensó que siempre sería mucho mejor tenerla como amiga que, simplemente, no tenerla.
“¿Hasta qué punto te gusta Matt?”, le preguntó un día, tiempo después, refiriéndose al militar, durante el tramo que ambos recorrían solos. Ella enrojeció, mirando el suelo.
“Mucho”. El corazón de Tai se encogió, y fue una suerte que Alice no le estuviese mirando, porque de otro modo habría visto el dolor en sus ojos. “Pero esto no importa, él nunca me hará caso”
“¿Por qué?”, preguntó Tai, sintiendo que aquella respuesta insuflaba en él suficiente esperanza como para mantenerlo en pié. Alice se encogió de hombros, aun con la mirada perdida en el suelo.
“Ya sabes, es mucho mayor que nosotros… Teniendo veintiséis años, ¿Cómo va a fijarse en una niña de dieciséis?”
“Yo me fijaría”, respondió por inercia. “Me fijaría en ti aunque pasaras a cien quilómetros de distancia y aunque nos llevásemos setenta años”
Alice sonrió, y le sacó la lengua, juguetona.
“Que tonto eres”, le dijo, “si tuvieras setenta años, la que no se fijaría en ti ni de broma sería yo”
Tai la golpeó suavemente en el hombro. Amigos, amigos, era mejor que al menos fueran amigos.
“Graciosilla”
Ella le abrazó por la cintura, riendo con aquel suave sonido de campanas. Andaron así todo el camino que quedaba.



“Alice, cálmate, no he entendido nada”
Al otro lado de la línea telefónica, alguien tomó aire dos veces seguidas, de forma muy brusca.
“¿Estás en tu casa?”, le preguntó la chica tan rápidamente que apenas pudo entenderla. Le colgó justo después de que dijese <>, y Tai suspiró, exasperado. Con aquel grado de emoción, no tardaría ni dos minutos en llegar.
Pensó en los últimos días. El padre de Alice había invitado de nuevo a cenar al condenado Matt, y aquella vez su amiga había hablado mucho más con él. A menudo charlaban por teléfono, o ella acompañaba a su padre a la oficina en sus ratos libres.
Si su mundo giraba en torno a Alice, el de ella giraba en torno a Matt (al que, por cierto, ni él ni Su conocían más que de palabra). Se sentía patético.
El timbre le sacó de sus cavilaciones, y sin mucha ansia, abrió. Imaginaba que no podían ser buenas noticias, al menos para él.
Alice entró como un torbellino, gritando y gesticulando inteligiblemente. Tai la miró, desganado, con una ceja levantada como único atisbo de humor que podía mostrar. Ella le miró con ojos relucientes.
“Es que aún no he entendido nada”, le dijo, divertido. Ella se rió tontamente, con las manos en las mejillas.
Sin perder la sonrisa, Tai sentía como su delicado corazón comenzaba a resquebrajarse. Amigos, amigos, al menos eran amigos.
“¡Me ha besado! Matt me invitó a dar una vuelta y, al regresar a casa, ¡me besó! Dice que le gusto, que soy muy joven para él, pero que ¡le gusto! Y quiere salir conmigo si yo no lo encuentro demasiado viejo. ¡Qué ridículo, pero si es lo que yo estaba deseando!”. Tomó aire, con la cara radiante de felicidad. “¿No es maravilloso?”

El mundo de Tai se desmoronó, y su consciencia empezó a girar en torno a la nada, sin rumbo. Sin satélite guía.



Pasaron los días, y estos se convirtieron en semanas y estos, en meses. El mundo de Tai estaba desmoronado, perdido en medio de una neblina que lo aturdía lo suficiente como para que no se diera cuenta de que pendía de un solo hilo.
Y el hilo en cuestión estaba más feliz que unas pascuas con su historia de amor.
Amigos, pensaba siempre Tai, al menos podían ser amigos. Se esforzaba por pensar que aquello era suficiente. Todos los días veía sonreír a Alice, y él se esforzaba por hacerse partícipe de su felicidad, por mantener su huequecito. Los días en los que se sentía deprimido o desganado, se limitaba a no aparecer delante de su amiga, para que ella no se diera cuenta de su dolor. Para que pudiera ser feliz.



Poco a poco, fue sobreviviendo. Cada día le resultaba más fácil mantener su fachada de felicidad, incluso empezó a salir con otras chicas, aunque fuera solo para aparentar. Había una, Sofía, que desde hacía un par de meses que le perseguía, de modo que comenzó a salir con ella. El resultado fue mejor del esperado.
Un día llegó el verano y con él se acercó el final del instituto. Eso significaba muchas cosas, nuevas oportunidades, diferentes caminos… Mientras volvía a casa con Alice, como siempre, después de haber dejado a Sofía y a Su en sus respectivas casas, la miró tratando de ver más allá en ella.
“Oye, ¿qué tienes pensado hacer cuando esto se acabe?”, preguntó lentamente. Ella siguió andando, mirando al frente.
“Quiero… Tocar la flauta de forma profesional”. Lo dijo tan seria y segura que Tai casi se lo tragó, pero pasados los reglamentarios segundos de estupefacción, se echaron a reír.
“Vamos, te lo he preguntado en serio”. Le pinchó en un costado.
“Ya”, respondió ella, pero se quedó callada y no dijo nada más. Continuaron andando en silencio, y Tai se preguntó desde cuando el silencio entre ambos había empezado a antojársele incómodo.
“¿Y bien?”
“No lo sé, me gustaría hablarlo con mis padres… Y con Matt”
“Ah”
Se le quitaron las ganas de seguir hablando. Llegaron a casa de Alice y se miraron un segundo. Ella le sonrió levemente y se alejó hacia la puerta, mientras él la saludaba con la mano, serio. De no ser tan bronceado, habría jurado que se había quedado pálido como un muerto.
“Te… Te… Te veo mañana”, le dijo con un hilo de voz.
“Claro, hasta mañana…”
Tai se fue, con la cabeza gacha y un “Te quiero, Alice”, muriendo tristemente en su garganta.



Había llegado el gran día. Su anudó la corbata alrededor de su garganta, con un gesto maternal que no era propio en ella. Desde el último curso de instituto que le miraba así, con pena, con tristeza, como si supiera que no era feliz, como si entendiera sus motivos. Él había aprendido a acostumbrarse.
“¿Es lógico que, con diecinueve años, vayamos a asistir a la boda de nuestra mejor amiga?”, le preguntó él débilmente. Su le acarició la mejilla.
“Es lo que ella quiere. Va a ser muy feliz con él, Matt es un buen tipo. Y tú lo sabes”
“Lo sé”

Alice estuvo espectacular aquel día. Su vestido de satén blanco, perfectamente ajustado a su estilizado cuerpo de adolescente, la hizo parecer una diosa de cristal. Todos, incluso él, lloraron cuando le dio el “Sí quiero” al hombre elegantemente vestido de militar que se erguía junto a ella, alto, rubio, hermoso. Intimidante y serio, pero con cara de buen hombre, y ojos rebosantes de amor por su amiga.
Sofía le tomó la mano, mirándolo emocionada, consolándole, sin saber que sus lágrimas eran de pena y no de alegría. Apretó su mano, deseando que aquella chica fuera otra. Y se sintió mal consigo mismo.

La fiesta fue también espectacular, y todos los disfrutaron. Tai no quería estropearle la fiesta a su mejor amiga, pero ella se acercó, bamboleando su vestido de princesa de las nubes.
“¿Lo estáis pasando bien?”, preguntó, radiante de felicidad.
“Claro que sí”, respondió Sofía, encantada.
Alice sonrió, y luego miró a Tai. Durante un segundo, el chico se olvidó de construir su muralla de protección, y la cara de Alice se convirtió en una máscara de horror.
Tai la agarró por la muñeca, arrastrándola lejos del gentío, mientras ella le miraba descolocada. La guió hasta un rincón alejado, con los árboles decorados con luces blancas y donde no había nadie. La miró en silencio, sin molestarse en fingir más.
“Qu… ¿Qué?”, tartamudeó Alice. “¿Qué te pasa, Tai?”
Él siguió mirándola silencioso, tratando de recordar cada detalle de aquel momento, que podía ser el último.
“Tai”, insistió ella, alzando el volumen.
“Te quiero mucho, Alice”, murmuró él, con un soplo de voz. Durante una fracción de segundo, Alice recordó todas y cada una de las veces que Tai le había dicho aquello. Y, cuando se dio cuenta de lo que sucedía, se tambaleó.
“No…”
Tai la cogió por los brazos para evitar que se cayera, y la hizo apoyarse en un árbol, sin soltarla.
“No”, gimoteó. Parecía llena de desesperación.
Tai la miró sin expresión alguna, y acarició su vientre blanco, plano.
“Casi ni se nota”, le dijo, y sonrió tristemente. “¿Está él feliz?”
Alice puso su mano sobre la de él, tragado saliva, y asintió lentamente.
“Eres tan joven…”, murmuró Tai, “no debería estar pasando esto. Conmigo no te habría pasado esto”.
“Nunca me lo dijiste”, musitó ella, con los ojos abiertos como platos. “Yo creía que lo decías de broma, que me querías como a una hermana… No me lo dijiste… ¡Tenías que habérmelos dicho!”
“Iba a hacerlo”, aseguró él, acariciándole la mejilla, triste y suave. “Iba a hacerlo, pero él llegó”
Alice se calló.
“Podríamos haber sido felices”, le dijo Tai, con una sonrisa dulce y vencida.
“Tendrías que habérmelo dicho…”, repitió. Un río de lágrimas empezó a correr por sus mejillas, como un camino cristalino. Él le sonrió y, durante una fracción de segundo, volvió a ser el de siempre. Alice se aferró a su mano. No quería que desapareciera, pero él se apartó.
“Serás muy feliz con Matt. Es un buen hombre”
“Si”, musitó ella, en shock. El nombre de su marido, al que amaba tanto, la ayudó a mantenerse en pie.
Tai la miró, y ella miró a Tai. Un segundo, una mirada, un “te quiero” sin palabras.
En un acto de irreflexión, se abalanzó sobre ella y la abrazó con seguridad, para sentir su calor una última vez.
Alice sollozó, y lo apartó de un empujón para salir corriendo.

Y allí se quedó Tai, solo, sonriente, destrozado, mientras el hilo que le ataba a la cordura se cortaba limpiamente. Y toda su vida se precipitó hacía la autodestrucción.
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Matt la besó otra vez, ligero, justo antes de recoger su pesado zurrón y salir. Yenna y Lilith se asomaron a la puerta para despedirle, y ella le saludó con la mano mientras se alejaba.
“Vamos, pasa dentro”, dijo la mamá a las dos niñas de cuatro años. Ellas cerraron la puerta y la miraron.
“¿Cuándo volverá papi?”, preguntó Yenna, mientras la joven mujer, que no tendría más de veintidós años, la tomaba en brazos.
“Pronto, cariño”
“¿Y cuanto tiempo es pronto?”
Alice se calló, con los labios fruncidos. Su marido solía tener trabajos de ese tipo, durante los cuales pasaba mucho tiempo fuera de casa. Era la vida del militar, aquello lo había aprendido de su padre.
“Pronto”, respondió de nuevo y le estampó un beso en la mejilla a su hija.



Su removió su taza de café antes de darle un sorbo. Una, dos, tres veces. Alice sonrió ante el gesto. Era increíble como después de tantos años, su mejor amiga seguía revolviendo el café tal y como removía la leche de niña.
“Pues sí, chica, yo me alegro de que tu hermano no siguiera los pasos de tu padre y estudiase para profesor en lugar de ser soldado”, le dijo, con aquella pachorra suya. “Yo no sé qué haría tantos días sola, como tú”
“No estoy sola”, le recordó Alice, “estoy con las niñas”
“Ya, pero… Ya me entiendes. ¡Nosotras tenemos edad para vivir plenamente el amor!”
Su se pasó la mano por encima del vientre abultado. Allí dentro, acurrucadito, crecía su sobrino cada vez más. Su mejor amiga, a aquellas alturas también su cuñada, estaba preciosa.
“Matt me cuida mucho”
“Ya lo sé, pero también te deja sola. Tal vez deberías pedirle que se buscase otro empleo”
“No puedo, a él le gusta lo que hace. Y yo ya estoy acostumbrada, lo he estado siempre”
“Si, así de tontilla te has quedado”, ironizó y ambas se echaron unas risas. Pasaron el rato, Yenna y Lilith volvieron de la escuela y saludaron a su tía y, cuando ya empezaba a ser tarde, Su se recogió.
“Bueeeeeno, Ray vendrá de un momento a otro, así que…”
“¿De verdad no queréis quedaros a cenar?”
“Mejor no, ya sabes”, sacó la lengua con una mueca, “últimamente no me sienta bien nada de lo que como”
Se dirigieron a la puerta y, justo cuando iban a despedirse, el teléfono sonó.
“Disculpa”, descolgó el auricular. A aquellas horas solo podía tratarse de Matt. “¿Diga?”

Casi se le cayó el teléfono de pura sorpresa cuando respondieron. Su corazón de aceleró, y Su se acercó con curiosidad y una pizca de preocupación.
Cuatro años de su vida, y parecía que no hubiera pasado el tiempo.
“¿Alice? Hola, soy Tai”



El sol se reflejó en los cristales de su coche, proyectando centenares de brillos refulgentes. A Alice le daba un poco de miedo salir, estaba nerviosa. Unos minutos más y se reencontraría con el que había sido, durante muchísimo tiempo, el “hombre de su vida” y que había desaparecido días después de su boda.
No había sabido casi nada de Tai en casi cuatro años. Después de dejar al descubierto sus sentimientos, se había marchado lejos, supuestamente para encontrarse a sí mismo. La loca de Sofía, en lugar de detenerlo y hacerle entrar en razón, se había marchado con él dispuesta a ayudarle, a alimentar sus esperanzas. Nunca le había gustado demasiado aquella chica, porque había empezado a acaparar a su mejor amigo (cuestión de celos), pero después de aquello, definitivamente le cayó mal.
Había tratado de encontrarle una infinidad de veces, pero Tai era escurridizo y no se dejaba atrapar. Incluso Matt, que sabía cuán importante era para ella el bienestar de su amigo, la había llevado tras su pista y la había apoyado sin reparos.
Un día, cuando su embarazo ya estaba lo suficientemente avanzado como para impedirle hacer locuras, había recibido noticias de su amigo de mano de la madre del chico.
“Se ha casado, Alice”, le dijo, batida, tiste, desolada. “Se fugó con aquella chica a las Vegas, y ahora se han casado sin decirnos nada”. La mujer estaba tan hecha polvo que Alice no pudo sino compartir su pena con ella.
Después de aquello, todo había acontecido como un misterio. Parecía claro que Tai ya no buscaba formar parte de sus vidas, y que se había marchado a por su propio camino, aunque este fuera lejos. De todos modos, Alice no sabía si habría tenido fuerza para mantener el lazo son él si se hubiera quedado. No habría sabido cómo hacerlo.
Por eso, pasado todo aquel tiempo, lo que no se esperaba era recibir noticias suyas.

Cerró el coche con lentitud, y dirigió su mirada hacía el paseo comercial. Era verano, por eso estaba todo bullendo frenéticamente de actividad, pero Alice podía distinguir perfectamente y con total claridad, dentro de aquella locura, el camino que había sido testigo de los regresos a casa durante los años de instituto. Se acercó a una vieja cafetería, que tenía una pequeña terraza con sillas y mesas de mimbre. Bajo las sombrillas, los clientes tomaban refrescos y helados, y los transeúntes pasaban por su lado sofocados. Alice les ignoró a todos y entró en el local, que estaba caliente como un horno, prácticamente vacío. Titubeante, avanzó hasta la última mesa.
Su mesa.
Tai estaba sentado tranquilamente, con una sonrisa jovial y las manos en los bolsillos. Parecía que se hubieran visto el pasado viernes.
“No has cambiado nada”, le dijo ella con un hilo de voz, sintiéndose estúpida, hablando con una ilusión, con algo que no podía ser real.
“Gracias. Tú, en cambio, estás más guapa. La maternidad te ha sentado mejor de lo que creía”
Alice se sentó, sonriendo con algo de timidez, pero de forma abierta.
“¿Qué esperabas? ¿Encontrarme llena de arrugas y canas?”
“Supongo, veo que manejas bien la situación”
Se miraron fijamente, en silencio. Sobre la mesa frente a ellos, goteando agua helada que iba deshaciéndose por el calor, un granizado de limón con dos pajitas. Justo lo que tomaban cuando iban allí años atrás.
Lo miró de nuevo, clavando su mirada violeta en los irises del chico.
“Te he echado de menos”
“Yo también”
“No respondiste a mis llamadas, no me escribiste, no viniste a verme ni una vez”
“Lo siento”
“¿Estás bien?”
Tai sonrió. Parecía divertido, como si la conversación estuviera aconteciéndose tal y como esperaba. Supuso que seguía siendo tan previsible como siempre.
“Estoy bien, Alice. Ahora sí”
Ella le miró con gesto triste, y él le sonrió para animarla.
“De verdad”. Suspiró y se puso cómodo. “Después de tu boda… Me sentí perdido, y supuse que lo mejor que podía hacer era alejarme de ti para no terminar de arruinar tu felicidad”
“Me hizo infeliz que te fueras”
“Era lo mejor. Si me quedaba, habrías sufrido más”. Alice calló, sabiendo que tenía razón. “Cuando pasó un tiempo, el peor, durante el cual tan solo pensaba en lo mucho que me gustaría volver, me di cuenta de que la distancia también era buena para mí: me ayudó a poner en orden las ideas, a calmar mis sentimientos”
“¿Y tenías que tardar cuatro años en ordenar tu cabeza? Jo macho, si que eres complicado”
Tai se rió.
“Sí, soy más complicado de lo que nunca creí ser”
“Luego dicen de las mujeres”
“Que digan”
Alice hablaba en tono evasivo, cuidadoso. No quería hurgar en el tema más de lo necesario, pues era mejor que fuese el mismo Tai quién lo sacara, para así poder limpiarse por dentro cuando lo creyera conveniente.
“Estoy bien, estoy bien”. Ella frunció los labios, tratando de evaluar su mirada. Pura como el cristal.
“Te creo”, le aseguró, sonriéndole. Una especie de felicidad la recorría por dentro, como despertando después de pasar cuatro años dormida.
“¿Cómo está Matt?”, Tai pronunció su nombre con jovialidad, como quién pregunta por un viejo amigo. Sin dolor.
“Trabajando. Ha tenido que irse unos días a Londres, a preparar no se qué ceremonia, y no regresa hasta el miércoles que viene”
“Tengo ganas de verle, aún no le he felicitado oficialmente por su boda…”, se rió, “Espero que no me pegue un puñetazo”
“No lo hará”, le aseguró ella. “Aunque no lo creas, ha estado muy preocupado por ti”
“O por ti”
“Eso también”
Buscó el anillo dorado que adornaba su mano derecha y lo acarició tiernamente. Entonces se le encendió la bombilla y miró las manos de Tai.
“¿Dónde has dejado a Sofía?”
“Es complicado”, dijo él, tomándose su tiempo para responder. “Tal vez la pregunta adecuada sea dónde nos ha dejado ella a nosotros”
“¿A nosotros?”
Alice levantó una ceja de forma interrogante, mientras Tai la observaba con cautela. Su expresión había adoptado un tono entre culpable y serio.
“Si… Verás, Sofía no era lo que se dice feliz a mi lado, así que… Se fugó con su amante el pasado abril”
“¿Nosotros?”, repitió Alice, un poco más alto.
“Humm, bueno, esto… Es que, poco después de casarnos…”. Tai tomó aire profundamente. “Tengo dos hijos. Son gemelos y tienen casi tres años”



Alice ayudó a Tai y a sus cachorros a buscar una casa, pues este había vuelto a casa dispuesto a quedarse y aunque la abuelita estaba encantada de tener al fin a sus nietos en casa, se buscaron un hogar propio. Al final le consiguió una preciosa casita en su misma manzana, por lo que, una vez más, volvieron a convertirse en vecinos. Sus hijas congeniaron muy bien con Tama y Taka, los hijos de Tai, y pronto se hicieron inseparables, como sus padres habían sido. Matt se alegró del regreso del que, en su momento, había sido su rival en el amor, y lo recibió con los brazos abiertos. Su, en cambio, que no había podido asistir al recibimiento oficial en la cafetería porque tenía visita con el ginecólogo, se hartó a pegarle zapes y golpes hasta que sintió que el abandono había sido justamente pagado.
Alice se sentía extremadamente feliz. Todos los aspectos de la vida parecían sonreírle, como si se hubieran puesto de acuerdo para sucederse en harmonía. Su marido la mimaba más que nunca, sus hijas crecían sanas y hermosas, su mundo era perfecto.
“Cuando regrese de Londres, me gustaría tomarme unas vacaciones”, le dijo Matt una noche, mientras se preparaban para acostarse. Se acercó a ella, que se estaba peinando, y la abrazó por la cintura, regalándole un besito tras otro. Ella rió a causa de las cosquillas.
“¿De verdad?”, se giró para abrazarlo. A sus 32 años, Matt seguía viéndose igual de guapo y joven que cuándo se conocieron. Cada día le amaba más.
“De verdad. Quiero hacer más cosas con mi familia, como irnos de vacaciones”
“Humm… Playa, sol, margaritas…”
“Algo así”, se rió, besándola con ternura. “También me gustaría ir a por el niño”
“Ui, entonces tendrán que ser unas vacaciones muy largas, porque querré que me mimes mucho”
“Esa es la idea”
Después, la tumbó sobre la cama, acariciando su cuerpo con amor.



Era de noche. Yenna y Lilith se habían dormido hacía un buen rato, y Alice estaba a punto de hacerlo también. Estaba haciendo tiempo en la cocina, porque no le gustaba mucho acostarse sin estar cansada de verdad. Cuando estaba sola, la cama le parecía demasiado grande.
La tetera silbó y, con las prisas por recogerla, golpeó la taza que tenía lista para prepararse el té, que cayó para romperse en mil pedazos.
Alice rezongó, pasando por encima de los fragmentos de cerámica para apartar el agua hirviendo, y se maldijo por ser tan torpe. Agudizó el oído al agacharse, para asegurarse que sus hijas no se hubieran despertado, pero el único ruido que se escuchó fue el de un búho ululando en el exterior. Tuvo un escalofrío. Recogió la taza hecha añicos y buscó otra en el armario. Cortó limón para añadirlo a su té, y lo preparó todo con cuidado, silenciosa, con una incómoda sensación anidada en su pecho. No paraba de dirigir miradas cautas a su alrededor, temerosa de aquella nada que, de repente, la asustaba. Casi gritó cuando llamaron a la puerta.
Con el corazón en un puño, echó un vistazo al reloj y supo que era demasiado tarde para las visitas de cortesía. Abrió la puerta y, al otro lado, le saludó el semblante serio y profundamente cansado de su padre.
“¿Papá? ¿Qué haces aquí a estas horas?”
Iba vestido con su uniforme, perfectamente limpio y planchado. Hacía ya un par de años que no servía oficialmente por culpa de una lesión en la pierna, pero de todos modos se había enfundado su traje, que le quedaba apretado, y se había colocado todas sus medallas y condecoraciones, como en un acto oficial. En los últimos años, Alice solo le había visto así en dos ocasiones: su boda y el día de su ceremonia de despedida del ejército.
El hombre alzó la mirada, violeta como la suya, y Alice pudo leer en sus ojos un profundo pesar que la asustó. Su gesto era serio, apesadumbrado, medio oculto bajo su suave barba del color del algodón.
“Alice”, la saludó, con la voz destilando pena. “Cariño”
Ella, con los ojos muy abiertos, en silencio, dirigió su mirada hasta la almohada roja que el hombre llevaba entre las manos. Sobre ella, una foto de su marido y una condecoración a la valentía.



Su padre no había tratado de detenerla. No era bueno a la hora de consolar a las personas, por lo que se limitó a pedirle que no cogiera el coche.
“No”, respondió ella con un hilo de voz y los ojos completamente abiertos.
El cielo estaba descubierto, sin ninguna nube. La luna se alzaba, grande y redonda, iluminándolo todo, e incluso estaba acompañada por algunas estrellas. Alice no entendía como podía brillar de aquel modo, cuando todo debería encontrarse a oscuras. Todo oscuro.
Un soplo de viento atravesó la calle con un susurro siniestro y la dejó helada. Ni siquiera le salían las lágrimas. Se sentía como si alguien hubiese arrancado una parte muy grande e importante de su corazón, marchándose y dejando atrás la herida abierta y sangrante.
Avanzó a trompicones. Sus pies no obedecían los movimientos, o tal vez era que su cerebro no era lo suficientemente eficaz en aquellos momentos.
Llamo al timbre, una, dos, tres veces, y como nadie abría, llamó tres veces más. No le importaba que fuera tarde, o que aquello no fuera correcto. Se dijo que ella no debería estar allí, en esa situación, pero que si la injusticia había afectado su apacible vida, ya no le quedaba nada por respetar.
Se encendió una luz dentro de la casa, y la pesada puerta de color blanco se abrió con un sordo chirrido.
“Mfff, ¿Alice?”, preguntó Tai, soñoliento, frotándose los ojos con cansancio. “¿Qué haces aquí a estas horas?”
Ella levantó la mirada, silenciosa, quieta. Parecía incapaz de reaccionar, y Tai frunció el ceño, preocupado.
“¿Alice?”
“Se ha ido”, murmuró ella, flojito, sin poder creerlo.
“¿Qué? ¿Quién se ha ido? Me estas asustando”
“Matt”
“Oh. Pero Al, Matt se fue a Londres hace dos días. ¿No dijiste que volvería en un par de semanas?”
“No”
Él ladeo la cabeza con incertidumbre, preocupado, ansioso y, de repente, asustado. Los ojos de Alice, normalmente grandes y brillantes, se tiñeron de un profundo y oscuro dolor.
“Ha habido un atentado en la base. Fue algo inesperado, no estaban preparados y Matt estaba en un mal puesto”
Su voz sonó impasible, vacía y carente de emoción. Tai abrió mucho los ojos y, tras un largo minuto de silencio, los ojos de su amiga se llenaron de lágrimas. Amargas y duras, rebosantes de pena. Gimoteó con un deje de desespero y su voz, al fin, se quebró.
“Matt está muerto”

Tai la rodeó entre sus brazos con firmeza. De otro modo, su amiga se habría roto en mil pedazos allí mismo, como una simple taza de té.
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Todo había sucedido muy deprisa. En un principio estaba en el patio exterior de la base londinense, corroborando que todas las mercancías estuvieran siendo tratadas y almacenadas correctamente – puro trabajillo de campo – y, al segundo siguiente, todo se había vuelto negro.



Se despertó en una amplia habitación blanca, perdido y desorientado, con todo el cuerpo reposando de cualquier forma, y la cabeza martilleándole. Tenía la desagradable sensación de que le habían dado una paliza.
Trató de moverse, pero el esfuerzo fue en vano, ya que los músculos no le respondían y acabó gimoteando de dolor. Una mujer entró, atraída por el ruido del hombre.
“¡Se ha despertado!”, gritó, acercándose a él. Comprobó varias cosas en las pantallas que había a su alrededor y luego se cernió sobre él. “¿Cómo se encuentra?”
Él la miró fijamente, mareado y confundido. Ella, al verlo, sonrió y le cogió la mano.
“Me llamo Alice, soy la enfermera que le atiende. El doctor va a llegar enseguida, ¿de acuerdo?”
El hombre rubio asintió, como pudo.
“De… De acuerdo”
Alice sonrió un poco más.
“Llevaba usted en coma más de tres meses. Apareció malherido el pasado septiembre, pero no llevaba identificación. ¿Podría decirme al menos su nombre?”
Él abrió la boca, y luego volvió a cerrarla. Apartó la mirada de la mujer y la fijó en el techo, confundido.
“¿Mi nombre?”, preguntó flojito.
“Exacto, señor”
“Mi nombre… Yo…”, frunció los labios y cerró los ojos con fuerza. Con un gimoteo, se llevó la mano libre a la cabeza. “No lo sé…”, sentenció. Asustado, “no sé quién soy”



Después de aquello vinieron los doctores, y las pruebas y las medicinas, y pasó un montón de tiempo haciendo una vida cada vez más normal. Pero seguía sin recordar quién era.
“Alice”
Ella le miró, distrayendo su atención de los medicamentos con una sonrisa amable.
“Alice”
“Dime, hombre. ¿Te pasa algo?”
“No… Es que me gusta cómo suena tu nombre. Alice”. Lo pronunciaba con una dulzura infinita.
“Tal vez usted conociera alguna Alice. Su madre, o una hermana… Con un poco de suerte, podría recordar quién es gracias al nombre”
“Alice”
Ella sonrió de nuevo y se dio la vuelta para irse. El hombre se quedó quieto, mirando el techo de la habitación con gesto apesadumbrado.
“Alice…”
Alice, Alice, Alice… Pero ¿quién era Alice?



Finalmente se había restablecido, y su salud había vuelto a ser firme y perfecta. Lo único que fallaba en él sin remedio era la memoria, puesto que lo único que era capaz de acudir a su perdida mente era el nombre de aquella mujer sin rostro.
Le dieron una nueva identidad, al menos, una identidad provisional con la que pudiera ser identificado. Joe empezó una vida nueva en Inglaterra, con un trabajo de ayuda social y un pequeño apartamento para él solo. Visitaba el hospital cada semana para hacer pruebas y comprobar si había algo nuevo, pero siempre se iba con las manos vacías.
Su existencia se limitaba a vivir una vida ajena y pasar noches en vela tratando de recordar quién era.



Pasó el tiempo. Después de los primeros meses, empezó a aceptar el hecho de que su pasado estaba perdido, y la vida de Joe no estaba para nada mal, por lo que comenzó a disfrutarla. A hacerla suya.
Los meses se sucedieron, y pronto se convirtieron en años. Joe cambió de casa una vez y cuatro de empleo en los seis años que pasaron, y poco a poco se fue convirtiendo en una persona nueva. Decidió que le gustaba la comida japonesa, y que las mejores películas eran las de miedo y las de James Bond. Se aficionó a las motos, y acabó por comprarse una Cross Bones, marca Harley Davidson, por el puro placer de conducirla. Entre sus hebras rubias como el sol, empezaron a aflorar pequeños mechones canosos, pero él seguía viéndose joven y atractivo. A sus treinta y ocho años, colaba perfectamente como uno de treinta. Ya querrían muchos.

A pesar de todo, seguía soltero. Sí que había mantenido relaciones esporádicas con todo tipo de mujeres, pero estas nunca duraban más de unos días. Justo cuando las cosas parecían empezar a funcionar con alguna de ellas, aparecía de nuevo en su mente el fantasma del pasado que era la misteriosa Alice, y su cabeza se convertía en una violenta tormenta hasta que no se quedaba de nuevo solo. Para estar bien, solo le hacía falta mantenerse fiel a su olvido.



Poco a poco, sus visitas al hospital fueron haciéndose más y más escasas, hasta convertirse en simples revisiones periódicas, más por cumplir que por que tuvieran algún beneficio para él.
En una de ellas, pero, todo cambió.
La misma enfermera que había estado con él al despertar del coma, la que tenía el nombre de la mujer sin rostro, la que se había convertido en su amiga y seguía atendiéndole a cada revisión, le recibió con su habitual sonrisa dulzona.
“¿Cómo va, Joe?”
“Bien, sin muchas novedades”
“¿Algo nuevo en tu vida?”
“Tsé, ni nuevo ni viejo. Nada”
Pero aquello cambió. Alice se dio la vuelta para recoger su ficha, con algo más de brusquedad de la necesaria, y por culpa de un mal gesto tropezó. El hombre, siempre ágil de reflejos, alargó los brazos y la tomó a tiempo de evitarle el golpe.
“¡Uuuuuui”, gritó ella y luego se rió con nerviosismo. “Soy una torpe”
Torpe. Alice.
“Tienes… Tienes que ir con cuidado”
Torpe. Alice. Su Alice. El cielo se abrió ante sus ojos, y las nubes se apartaron para aclararlo todo.
“Si… Lo siento, Joe”
“No me llamo Joe”, murmuró, atónito, con los ojos muy abiertos.
La mujer se incorporó con lentitud, mirándole fijamente, sorprendida. Él se llevó las manos a la cabeza, con una repentina expresión de desespero.
“Me llamo Matt, Matt Heather, y tengo una familia que me debe creer muerto desde hace seis años”
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Zaile rompió a llorar, tan fuerte que parecía que la estuvieran matando. Lilith la meció tranquilamente, acostumbrada a los potentes pulmones de su hermana, y le metió el chupete en la boca. El bebé mordisqueó el objeto para calmar el dolor.
“Pobrecita”, dijo Yenna, frotándole los ojitos a la niña para limpiárselos de lágrimas. “Tranquila, pronto te saldrán los dientes y ni te acordarás de esto”
El bebé agarró el dedo de su hermana mayor con su manita bronceada, y la miró más calmadita, mientras Lilith le tendía su dedo para que lo tomara también. Las niñas, de diez años, rieron con diversión.
“¿Qué pasa aquí?”, preguntó Alice, entrando desde la cocina con los brazos en jarra. Tras ella se asomaron dos niños morenitos, idénticos como dos gotas de agua. Uno de ellos, no sabían si Tama o Taka, llevaba una batidora goteando masa dulce.
“Nada, nada. ¿Cómo va este pastel?”
“Bien”, canturreó uno de los niños con alegría.
“Quedará buenísimo”, dijo la mujer, acercándose a las niñas para hacerle carantoñas a Zaile. “¿A que formamos un gran equipo, chicos?”
“Siiiiiiiiiiiiiiiiii”, Tama y Taka sonrieron, formando el símbolo de victoria con las manos.

Un hombre entró en casa, sacudiéndose la tierra de las botas y dejando a un lado sus guantes de jardinero.
“Hum, ¿a qué huele?”, preguntó, frotándose la tripa con hambre. Yenna corrió hacia él, abrazándole por la cintura.
“¡Mamá está haciendo pastel!”
“¡Y nosotros la ayudamos!”, gritaron a coro los gemelos.
“Oh, ya veo”, agarró a la niña, levantándola del suelo para echársela al hombro como un saco de patatas. “¿Y es posible que sea pastel de limón?”
“Con receta de tu madre”, asintió Alice, acercándose a su marido para depositar un beso en sus labios, cariñosa, evitando los pataleos divertidos de su hija.
Por toda respuesta, recibió la cálida sonrisa de Tai.



El primer año había sido horrible. Alice sentía que el aire no llegaba a sus pulmones por más que respiraba, y la sangre no recorría su cuerpo a pesar de que el destrozado corazón no cesaba de latir.
Tras la primera noche, que había pasado llorando entre los brazos de Tai, se encerró en su habitación, a oscuras, y se acurrucó en su cama, sin moverse, sin hablar, sin comer. Sin llorar.
Su madre no se separaba de su lado, y puesto que era la única persona a quién Alice permitía permanecer en el cuarto (ya que a todos los demás, sin excepción, les echaba con gritos histéricos), se trasladó allí provisionalmente.
Los ratos en los que se quedaba sola, buscaba la compañía de su marido caído y se rodeaba de sus pertenencias. Acariciaba su ropa y toqueteaba sus posesiones con sumo cuidado, tratando de mantener la esencia intacta para que su recuerdo no muriera también, y solo entonces se permitía derramar algunas lágrimas, amargas y solitarias, que no la ayudaban a calmar el dolor.
Pasó así un par de semanas, sola y a oscuras, acompañada por la soledad y el inquietante peso de los recuerdos, convenciéndose de que la vida había perdido el sentido necesario para seguir, y sin entender por qué ella sí que estaba allí, sin él. Sola. Sintió ganas de gritar, de arrancarse el agonizante trozo de corazón que le quedaba y acabar con todo de una vez, y rompió a llorar con fuerza, como no lo había hecho desde la trágica noche. Apretó su pecho con firmeza, con la respiración obstaculizada por el llanto.
Y entonces, como una estrella abriéndose paso a través de la oscuridad de la noche, abrió los ojos. Apretó un poco más la mano sobre el corazón y se incorporó. Aquella lucecita empezó a hacerse más brillante, hasta que acaparó toda su consciencia y le mostró, con total claridad, la razón por la que seguía viviendo.
Salió de la habitación en silencio, con la luz exterior iluminando la casa e hiriendo sus ojos, y bajó las escaleras fantasmagóricamente hasta llegar al salón. El televisor estaba encendido, pero nadie parecía mirarlo. Dos personas estaban sentadas en el sofá, de espaldas a ella, en silencio y con las cabecitas muy juntas. Incluso creyó ver alguna lágrima que rodaba en silencio.
Alice se acercó a ellas hasta plantarse justo delante. Se arrodillo frente a Yenna y Lilith, que la miraron con una mezcla de tristeza, sorpresa y alegría, y abrazó a sus hijas.
A las lucecitas que disipaban su oscuridad, recordándole por qué seguía viva.



Tai también la ayudó a superar la pena. Se armó de paciencia y aceptó soportar cualquiera de los arranques de nostalgia que su amiga reprimía frente a las niñas, hasta convertirse en un apoyo imprescindible.
“No sé qué haría sin ti, Tai”, murmuró un día, medio dormida en el sofá, echada sobre él.
“Yo tampoco sé que haría sin mi”
Alice se rió, acomodándose mejor sobre él. Era agradable volver a tenerlo allí, con ella, equilibrando la balanza de su corazón, curando poco a poco sus heridas.
“De verdad”, le aseguró, sintiendo una gran dulzura hacia él. “Ahora mismo no podría vivir sin ti otra vez. Eres mi satélite guía”
Tai rió suavemente, halagado por la que, para él, era una conocida comparación, y la besó en la coronilla.
“No volveré a irme, Alice, y mucho menos ahora. Me quedaré contigo para siempre”
Ella se encogió, recordando como su marido solía decirle también aquello, y tuvo ganas de llorar otra vez.



El dolor, como todo, se apaciguó hasta convertirse en una nostalgia tristona. Tras dos años durmiendo sola, había acabado aceptando el hecho de que Matt no iba a volver, y era capaz de pensar en él sin echarse a llorar. Le recordaba en todo momento, pero era capaz de vivir su vida, de velar por el bienestar de sus hijas y de lograr que todo fuera bien, que avanzara correctamente. Se sentía a gusto con su vida y, dentro de lo que cabía, podía ser feliz.



Tai la invitó a ella y a las niñas a comer a su casa, como todos los domingos. En verano, el hombre mostraba sus dotes culinarias con la carne y dejaba que su arte floreciera libremente en la barbacoa. Tama y Taka, con sus cinco años bien cumplidos, eran unos bichos realmente encantadores, y Yenna y Lilith disfrutaban como locas jugando con ellos.
“Un día tienes que invitar a Su y Ray”, le dijo Alice a su amigo, ambos acomodados bajo las sombras de un árbol. “Seguro que mis sobrinos se llevan de maravilla con los niños”
“Mmm… Claro, podríamos invitarlos la semana que viene, ¿no?”
“¿Podríamos?”, preguntó Alice, divertida. “Es tu casa, tu eres el anfitrión, señor de las barbacoas”
“Bueno, mi palacio es tuyo también los domingos”
“Claro, y tu mi príncipe”
“Por supuesto”
Ella le miró, con los ojos inundados de ternura. Estiró la mano para tomar la suya, y Tai la miró fijamente con su sonrisa tranquila. Se sintió como si tuviera de nuevo quince años, como si el mundo volviera a reducirse a ellos dos, antes de que aparecieran nuevas personas, bodas y bebés. Y supo que tenía que jugárselo todo a una carta.
“Tai… Te quiero mucho, Tai”
Él se quedó quieto, con una mueca de sorpresa congelada en sus ojos, y Alice lo aprovechó para borrar las distancias entre los dos.
Aquel fue su primer beso. Dulce, suave y rebosante de amor. Y después, vinieron muchos más.



Se casaron dos años después, en abril, justo cuando las flores de los cerezos florecían. No fue una gran ceremonia, pues la celebraron en el jardín de Alice, invitando tan solo a aquellos más próximos a la familia. Vinieron también los padres de Matt que, una vez aceptada la pena que conllevaba el perder a un hijo, se sintieron felices por la que había sido su nuera.
“Cuando eráis pequeños, siempre pensaba que este día llegaría, y con todo lo que ha pasado, ¿quién me iba a decir a mí que terminaríais casándoos de verdad?”, les dijo la madre de Tai, emocionada.
Se trasladaron a casa de la chica, que era más grande, pero aparte de aquello no cambiaron muchas cosas más. Su relación continuaba siendo la de siempre: encajaban como dos piezas de un rompecabezas.
Tai ayudó a Alice a deshacerse de todas las cosas que pertenecieron a Matt, guardándolas en cajas que acabaron en manos de familiares y amigos que también le quisieron. Ella guardó tan solo su uniforme de soldado, el que había llevado el día de la boda, y la colección de sellos que el hombre había ido recolectando durante años, y lo guardó en una caja al fondo del armario. Guardó allí también la alianza de su primer matrimonio y cerró la caja con llave, igual que su corazón. Aquella parte de ella quedaba vedada para todos, y pasaba a formar parte íntegra de sí misma.
Yenna y Lilith guardaron una foto de su padre, recelosamente, para no olvidar del todo las facciones que habían conocido bien y que les habían sido arrebatadas demasiado pronto, pero aparte de aquello nunca dieron muestras de desagrado por Tai o sus hijos, sus nuevos hermanos. Al contrario, les adoraban con locura.
Eran una familia, una familia que había estado rota y herida, pero que había acabado por encontrarse y quererse. Eran una familia de verdad.

Zaile nació un año y medio después, coronando lo que suponía la unión definitiva entre los siete miembros del clan, y fue recibida con amor y cariños. Sus hermanas la mimaban y cuidaban como si fuera una muñequita, sus hermanos la celaban y la observaban siempre llenos de curiosidad, y sus padres la protegían con mimo, con dulzura, igual que habían cuidado y protegido a los demás también.



El día comenzó como todos los demás. Los niños estaban en el colegio y Tai en el trabajo, mientras Alice empleaba su tiempo en cuidar al bebé y hacer las tareas domésticas. Fuera, el tiempo era perfecto, pues a pesar del característico frío de noviembre, el sol refulgía alegremente en el cielo, tratando de expandir el calor por las calles congeladas.
Trabajaba de aquí para allá, canturreando despistadamente, sin prestar verdadera atención a lo que hacía. Pensaba en cosas de poca importancia y nada apuntaba hacia ningún hecho que se saliera de lo normal. Incluso el sonido del timbre le pareció manso y aburrido, y corrió a abrir la puerta sin ninguna emoción especial.
Toda su vida, ordenada pulcramente, se puso patas arriba, dejando a su paso un caos rematadamente enmarañado. Casi se le olvidó como se respiraba, y sus ojos parecían querer salírsele de las órbitas. El corazón le palpitó con fuerza, dolorosamente, como si quisiera saltar del pecho para abrazar a la persona que había vuelto, después de seis años, a su casa, pero no fue capaz de moverse ni un poco.
Y frente a ella, con expresión cansada y envejecida, torturada de golpe por el tiempo, apareció Matt, erguido y serio como siempre, recordándole por que había estado, y seguía estando, tan enamorada de él.



La escena era completamente subrealista. El reloj de pared hacía tic-tac, y su musiquita se extendía perezosa por todo el salón.
En el centro, sentada en el sofá con la vista clavada en sus manos y expresión de shock, estaba Alice. A cada uno de sus flancos, mirándola fijamente y en silencio, sus dos maridos, los dos hombres de su vida, el que había estado siempre allí y el que volvía siempre a su lado, incluso después de muerto. Aquello no era normal.
Hacía rato que habían acostado a los niños (Yenna y Lilith algo más renuentes después del reencuentro con su padre), y Matt les había contado todo lo sucedido en Londres durante los últimos seis años.
“No estoy dispuesto a renunciar a ti”, decían las miradas de los dos hombres, con chispas de rivalidad.

Ella miró a Matt, sintiendo que su corazón se henchía de amor. Le había amado locamente desde el principio, y su pérdida había resultado un infierno. Habría seguido queriéndole para siempre, por más cosas que hubieran cambiado en su vida.
Luego miró a Tai, y su corazón, acelerado, se calmó para inundarse de ternura. A él siempre le había amado, de una forma al principio, de otra mucho más fuerte después, y jamás podría agradecerle lo suficiente todo lo que había hecho por ella.
Les miró a ambos y, como si su alma estuviese partida en dos, se sintió incapaz de escoger a uno para amarle y condenar al otro. Porque no podía hacerlo.



Pasaron días en aquella situación, días tensos y largos durante los que nadie era más que nadie.
Matt se quedó en casa, durmiendo en el sofá, pero Tai tampoco dormía con Alice, puesto que la mujer se había trasladado, de forma provisional y hasta que tomase una decisión, a la habitación de invitados.
“Tienes que decidirte de una vez”, le decía siempre Su, con cara de duda. Si incluso ella estaba confundida, ¿cómo decidirse Alice?
“Ya lo sé, pero es que no sé qué hacer”. La duda la mantenía atrapada, la confundía, la sumía en un estupor indeciso. “No puedo escoger a uno así sin más, porque tampoco sé como renunciar al otro”
La situación se volvía cada vez más tensa, más estirada. Los nervios de todos estaban crispados, e incluso los abuelos tuvieron que hacer acto de presencia: ellos se encargarían de los niños hasta que la situación se normalizara un poco y el ambiente estuviera más calmado.
Había surgido, además, una rivalidad avasalladora entre Tai y Matt: ambos hombres, que en su momento habían sido incluso buenos amigos, dejaron de lado su caballerosidad y se centraron en complacer a su esposa en todo lo posible, poniendo todas las trabas que podían al otro.
“¡Ya basta!”, gritó Alice un día, con los nervios de punta. “Esto no puede seguir así, es un caos. Nos está haciendo polvo a los tres”
“Pero hay que solucionarlo de algún modo”, obvió Tai.
“No quiero que sea a costa de peleas entre vosotros”
“Entonces elije a uno de una vez y terminemos con esto”. Tai asintió a las palabras de Matt, y la mujer estuvo a punto de echarse a reír de pura pena, viendo como los dos solo se ponían de acuerdo con aquello que ella no podía decidir.
“Terminaremos con esto ahora mismo”, anunció mustia, con ojos tristes.
“¿Ahora?”, preguntó Tai. “¿Has elegido con quien quieres quedarte?”
“Si”
Ellos la miraron interrogantes, fijamente, llenos de curiosidad y Alice fijó en ellos su mirada oscurecida por la dificultad.
“No elijo a ninguno. Prefiero conservaros a los dos como amigos, como los padres de mis hijos – de los cinco – antes que perderos”
Nadie dijo nada, con la decepción y la tristeza impregnando el ambiente. Y el corazón de Alice, que a aquellas alturas había sido amado, destruido y curado, se partió en dos fragmentos y se quedó callado. Cada uno de los trozos quedó arropado entre el amor que sentía por ellos. Un amor que, por desgracia, debía ser silenciado.



“¿A dónde vas?”, preguntó Alice con un hilo de voz, parada en el umbral de la puerta de su dormitorio.
“¿No lo ves? Me marcho. Tal y como están las cosas, es lo mejor que puedo hacer”
A la mujer se le encogió el estómago, pero se mantuvo callada mientras Tai recogía sus cosas, la vida que habían hecho juntos, y las guardaba en cajas. No tenía derecho a sentirse mal, a llorar, a pedirle que no se fuera, pues era consciente de que todo aquello era culpa suya. Había disfrutado demasiado a lo largo de su vida, había sido tan feliz y había tenido tanta suerte que la balanza se había desequilibrado, obligándola a pagar un precio demasiado alto. Ni siquiera la supuesta muerte de Matt lograba ofuscar la felicidad vivida, y el hecho de haberle visto regresar con vida era el último golpe de suerte que le estaba permitido vivir.
“¿Pero a dónde irás?”
“A casa de mis padres. Creo que Tama y Taka están durmiendo en mi vieja habitación, pero yo puedo quedarme en el sofá hasta que consiga algo mejor. Lo que sea”
“¿Por qué no te esperas a que sea de día al menos?”
Él cerró la maleta, mirándola con profundidad. Se sintió tremendamente pequeña, indigna ante aquella mirada, y culpable de todo el dolor que el hombre había sufrido a su lado.
“Siempre te he hecho daño…”, le dijo con suavidad, la voz a punto de quebrarse. “Lo siento tantísimo, Tai…”
“También me has hecho muy feliz”, le recordó él, pero con la expresión congelada, abatida. “Simplemente hemos tenido mala suerte. Las cosas no deberían haber sucedido así”
Recogió su bolsa y, tras un momento de duda, Alice se apartó para dejarle pasar.
“Creo que voy a irme”, la dijo justo antes de salir. “Lejos. Si eres fuerte, podrás superar esto. Podrías hacerlo junto a Matt. Ahora ya no tiene importancia”
Y se fue, dejándola cabizbaja, caída y desmadejada sobre la moqueta del dormitorio. El hombre bajó la escalera, parándose justo en el último escalón.
“Hazla feliz”, dijo, con la voz llegando amortiguada al piso superior. “No permitas que no sea feliz”
Tras un segundo de silencio, en el que supuso que Matt asentía, la puerta se abrió y se cerró suavemente. Alice se sintió tremendamente mala persona, y la inmerecida bondad de los dos la hizo sentirse más sucia y cruel.
Antes de que se diera cuenta, las lágrimas empezaron a caer libremente, corriendo mejillas abajo para liberar el dolor. Fue un esfuerzo inútil.



Lloró toda la noche, hasta que los ojos se hincharon y se pusieron rojos, y las lágrimas se acabaron. En aquel momento era como una muñeca vieja, cansada y llena de parches, a la cual deberían tirar ya por inútil. Pero, por algún motivo que no lograba entender, nadie lo hacía.
Matt subió durante la noche y la metió en la cama, acostándola tiernamente, como si el tiempo no hubiera pasado. Pero ella no dejó de llorar, y su sentimiento de culpa aumentó. No se merecía aquello, merecía que Matt se fuera y la abandonara también, dejándola sola de una vez por todas.
“No es culpa tuya”, le dijo el rubio, mirándola con pena. “Tu tampoco querías que esto sucediera así”
Alice no respondió, siguió sollozando silenciosamente. Matt la consoló, acariciándole los cabellos con mimo, tal vez esperando un desahogo que no iba a llegar.
“Tai quiere que seas feliz… Y a mí tampoco me gusta verte llorar”
Alice gimió más fuerte.
“Alice… Vamos pequeña, no llores”
“Pero… Pero él se ha ido”
“Y me tienes a mí”, le sonrió con una caricia suave, “me tienes a mí, igual que tuviste a Tai cuando creíste que yo había muerto, porque tú… Tú nunca estarás sola, porque no has nacido para estar sola. Cuando uno de nosotros falle, el otro estará a punto para impedir que te falte nada. Tai se ha ido, de acuerdo, pero yo no pienso hacerlo, porque tú todavía me quieres y todavía me necesitas”
Ella le miró fijamente, viéndole borroso por culpa de las lágrimas. Los sollozos se cortaron y la apabullante pena pareció aplacarse un poco. Matt le sonrió, y la mano que reposaba sobre su cabello se deslizó suavemente hasta su cara, limpiándola de llanto.
“Te quiero, Alice, todavía te quiero. Te he querido todos estos años, a pesar del olvido, a pesar de la distancia, a pesar de las heridas… No quiero rendirme”
Y entonces se abrazaron, con cariño, con ternura, y sus almas parecieron unirse de nuevo, entrelazándose después de pasar demasiado tiempo separadas.



Tama y Taka estaban demasiado quietos para ser ellos. Sentados el uno junto al otro, esperaban con las manos juntas y expresión de impaciencia a que el vuelo de las once, llegado directamente desde Miami, aterrara.
Tai no estaba tan emocionado como ellos, pero al menos se sentía dichoso por sus hijos. Los pobres llevaban casi un año y medio sin ver a su madre, ya que ésta vivía demasiado lejos como para disfrutar de visitas regulares, y cuando podían pasar algunos días con ella trataban de disfrutarlos al máximo. Normalmente eran ellos dos los que volaban hasta Miami, acompañados por Tai, y pasaban allí las vacaciones de navidad o un par de semanas de verano, ya que la mujer no había regresado a la ciudad ni una sola vez desde que se había marchado diez años atrás. Había pasado mucho tiempo desde que se habían separado, de una forma algo violenta, pero aquella mujer no dejaba de ser la madre de sus hijos y, a su manera, la había amado muchísimo.
“¡Ya ha llegado!”, gritó Taka con emoción. Los dos niños saltaron de sus asientos en el banquito y echaron a correr hacía la puerta de desembarque.
“¡Mamá!!”, los tres se abrazaron con fuerza, sin importar la gran cantidad de bolsas y maletas que les rodeaban. Tai se acercó también, con precaución, dejando un pequeño margen de tiempo y espacio para que madre e hijos se reencontrasen, y se limitó a vigilar que nadie echara mano de los paquetes.
Entonces, cuando estuvo suficientemente cerca, un par de ojos marrones le miraron. Arrodillada en el suelo, con Tama y Taka entre sus brazos, unos dientes blancos le sonrieron con amabilidad.
“Hola Tai, ¿Cómo estás?”
“Pues mira… Me alegro de verte, Sofía”



“Vaya, pues si que la habéis liado”
Sofía se acomodó en su taburete de cocina, con la leche calentita entre las manos. Tai sonrió, bebiendo un sorbo de la suya, mientras miraba la luna a través de la ventana.
“Ya ves. En la vida llegan a pasar una de cosas…”
“Oye Tai, ¿de verdad que no te importa que me quede a vivir con vosotros?”
Sofía había regresado de Miami después de tantos años porque, al final, no había conseguido que las cosas con su amante, o con las múltiples parejas que había llegado a tener durante aquellos años, llegasen a buen puerto. Cansada de llevar aquella vida desarraigada, de pasar los días a lo loco y sin objetivo, se había decidido a bajar la cabeza y volver a casa, dónde la esperaban sus hijos. Había tardado demasiado tiempo en entender que ellos eran lo que realmente le importaba en la vida.
“¿Pero qué dices? En todo caso esto debería preguntártelo yo, al fin y al cabo es tu casa”
“Llevo demasiado tiempo viviendo fuera como para considerarlo mi casa, y tu eres quién ha estado cuidándola durante los últimos meses. Voy a tener que darte las gracias”
“Que raro se me hace estar otra vez aquí contigo”. El chico se rió tristemente, recordando como solían hacer aquello de jóvenes, quedarse hablando hasta tarde en la cocina junto a un vaso humeante de leche y cacao.
“Si que es raro, pero no me molesta. Supongo que también tiene que ver con los años que han pasado, pero ya no te guardo ningún rencor”
“Merecería que me odiaras, te traté fatal”
“Bah, yo fui la que te abandonó y te dejó con dos críos a tu cargo. Nunca debí hacerlo”
“Oye, que yo también colaboré en eso de hacerlos”
Sofía se rió, pero le miró con ojos alegres. Tai no podía creer que fuese la misma – y a la vez tan diferente – que diez años atrás. Estaba mucho más mayor, pero a la vez más guapa y centrada.
“Me refería a que no debí haberme casado contigo”
“Oh. Vaya, gracias”, frunció los labios con un fingido gesto de enfado. La mujer se rió otra vez.
“Jaja, ya sabes a qué me refiero. Yo sabía en que estado te encontrabas y de todas formas te até a mi, te obligué a quererme”
“Tampoco eso fue culpa tuya”
Se hizo un segundo instante de silencio. Sofía le miró con tranquilidad, como quién mira a un viejo amigo, sin reproches y sin dolor. Ahora eran dos viejos amigos.
“No tuviste que obligarme a nada, que lo sepas. Yo te quería y punto”
“Ya, pero amabas a Alice”, Tai se calló. El nombre resonó en sus orejas dolorosamente. “No me puedo creer que, después de todo lo que te costó conseguirla, hayáis terminado así”
Alice. Tai bajó la cabeza con tristeza, y Sofía estiró la mano por encima de la mesita para entrelazarla con la suya.
“Tai…”
“No te preocupes, estoy bien”
“No quería hacerte sentir mal, lo siento”
“Eh, tranquila Sofía, que no es tu culpa. Ya vale de culparse por todo, que aquí quién la ha cagado he sido yo, no tú”
“Pues yo creo que hiciste lo correcto, vista la situación…”, ella tomó aire, pero acabó por acariciarle los dedos con suavidad. “Eres una buena persona, no sé como Alice pudo dejarte escapar”
“Ya ves, siempre me abandonan todas las mujeres maravillosas que entran en mi vida. No tengo remedio”
Luego ambos se rieron por lo bajo, y el sonido se perdió en la tranquilidad de la noche.



Matt no podía creer lo que estaba a punto de hacer. Nunca, jamás de los jamases, habría sido capaz de imaginarse en una situación parecida y sin embargo allí estaba, enfundado en su vieja cazadora y con las manos en los bolsillos.
Los últimos meses no habían sido exactamente cono él había imaginado que serían. Tras recuperar la memoria, lo único que había querido había sido regresar junto a su esposa y su familia para vivir apaciblemente el resto de sus días. Pero era lógico y normal pensar que Alice no le habría esperado, ya que seis años eran demasiado incluso para él, y en el fondo no le había dolido que su sustituto fuera una persona tan buena como Tai. Después del lío que había ocasionado su vuelta, de las dudas de Alice y de la renuncia del moreno, Matt había creído que tal vez sería posible reemprender el viejo estilo de vida, pero…
Inspiró profundamente para mentalizarse y, sacando fuerzas de donde pudo, avanzó. Luego, llamó al timbre.



“¿Di…”. Tai se quedó sin habla a media palabra, justo después de ver quién se escondía tras la puerta.
“Esto… Hola Tai”, saludó el rubio algo incómodo. Parado en el umbral de la puerta, no sacó las manos de dentro los bolsillos de su vieja cazadora.
“Matt… ¿Qué… Qué haces aquí?”
“Bueno… Tengo que hablar contigo”
El moreno se hizo a un lado, titubeante, dejándole un hueco para pasar. Sofía sacó la cabeza por la puerta del comedor.
“¿Quién era, Ta…? Oh”
“Hola Sofía”
Ella soltó una sonrisa nerviosa y miró a Tai. Acto seguido volvió la vista hasta el antiguo militar, con una mezcla de sorpresa, confusión y entusiasmo. El moreno le hizo un gesto a Matt para que pasase también hacía el comedor, dónde Sofía estaba limpiando algunos de los juegos que Tama y Taka habían dejado esparcidos antes de ir a la escuela. Los tres se sentaron en el sofá, con un silencio algo tenso.
“Bueno… ¿A qué has venido?”, Tai habló de forma algo cortante. Pasada la sorpresa inicial, no olvidaba que aquel era el hombre por quién había renunciado a Alice, y no se sentía cómodo viéndole sentado en su salón.
“Venía a hablar contigo… Es sobre Alice”, un silencio interrogante por parte de Tai le invitó a continuar. Sofía les miraba atentamente, sin perder detalle de nada. “No está bien, Tai. No ha superado que te marcharas”
Él se estremeció, con la imagen de una Alice vacía y destrozada en la mente. La imaginó añorándole tanto como había añorado a Matt, y no supo si preocuparse o no.
“Te hecha muchísimo de menos, no puedes imaginarte cuanto. Llora todo el día, apenas come y no quiere salir. Tan solo se hace la fuerte delante de las niñas, para no preocuparlas. Y ellas no dejan de preguntar por ti…”
“Es una fase”, respondió con rapidez. Quería protegerse de la imagen de esa Alice, porque de otro modo le invadiría la nostalgia y no podría evitar las ganas de salir corriendo hacía ella para abrazarla. “En cuanto pase un tiempo, se le pasará”
“No lo creo”
“Créetelo, nunca la había visto así”
“Eso es porque no la viste cuando creyó que habías muerto”
El silencio se hizo presente de nuevo. Matt se miró las manos, con los puños cerrados, muy pensativo, y Tai simplemente trataba de reforzar su muro de indiferencia. Tenía que ser fuerte.
“Es diferente. Entonces yo había muerto de verdad, pero tú no lo estás. Ella te añora a su lado, no añora a tu fantasma”
“¿Qué quieres decir?”
Tai y Matt se miraron a los ojos. El primero confundido, extrañado, y el segundo cansado, dudoso. Para Matt, todo aquello resultaba muy difícil, demasiado duro, pero no podía hacer otra cosa, porque lo que más le importaba no era su felicidad, sino la de aquella persona que sufría tanto.
“Quiero decir que tú eres lo que Alice necesita, la persona que necesita a su lado”. Hizo una pausa, serio y desubicado. “De los dos, ella te ha elegido a ti. Lo que pasa es que no se ha dado cuenta”
“Paro Matt, tu…”
“Yo quiero que ella sea feliz, igual que tú. Tu te marchaste a mi regreso porque creíste que era lo mejor, y yo hago lo mismo”
Matt se levantó, dispuesto a marcharse, y Tai se acercó a él con rapidez.
“Hazla feliz”, dijo el rubio con una sonrisa entristecida, repitiendo las palabras que Tai había pronunciado tiempo atrás. “No permitas que no sea feliz”

Y entonces se abrazaron como dos buenos amigos, casi como hermanos, con todas las barreras, diferencias y rivalidades desapareciendo a su alrededor como si jamás hubieran existido.



Alice miraba las flores del jardín. Con el sol del atardecer se reflejaba una luz anaranjada que las mecía con dulzura, y la mujer no podía apartar los ojos de ellas. Llevaba mucho tiempo sintiéndose vacía, ida, confundida, y por más que se esforzaba no era capaz de sentirse como antes. Su vida era un continuo porvenir de sorpresas que desordenaban sus emociones y la desgastaban a más no poder. Sentía que ya no era capaz de luchar contra esos eventos, por lo que se dejaba arrastrar por la situación, cansada.
Matt se había portado muy bien con ella durante aquel tiempo, pero por algún motivo no era capaz de sentirse cómoda a su lado. Le quería muchísimo y se alegraba de tenerlo allí con ella, pero no era capaz de acostumbrarse a verle de nuevo dando vueltas por la casa, porque sentía que los últimos años no habían existido.
Y el otro aspecto importante de su vida, aquel que tenía los ojos grises como la tormenta, había desaparecido de su vida para dejarla más vacía aún. Y no se sentía capaz de recordarle sin echarse a llorar.
Entonces llamaron a la puerta, picando en la madera con fuerza y sin timbre. Alice no hizo caso y siguió mirando las flores ensimismada, pero picaron de nuevo. Una vez, dos veces, tres veces. Tres. El corazón se le aceleró de repente y se levantó de un salto para ir corriendo hasta el salón para abrir la puerta. Al otro lado, con la luz del amanecer rodeándole como un aura, un ángel le sonrió.
“Hola…”, murmuró Tai con timidez, despeinado y desaliñado. Entre las manos tenía un pequeño ramito de flores. Alice le miró con los ojos muy abiertos, sin entender exactamente qué pasaba, por que estaba él allí, frente a ella. Tal vez se había dormido allí fuera y ahora estaba soñando. “He venido a buscarte”
“¿A dónde vamos?”, le preguntó flojito a la par que él se acercaba.
“A casa”
Se miraron fijamente, y las palabras sobraron entre ellos como hacía años, como hacía unos días, como siempre. El vacío se esfumó, porque no había espacio para él cuando estaban el uno frente al otro.
“Oye Alice, ¿tu me quieres?”, preguntó el chico de repente, pensando en las palabras que le habían empujado a volver a buscarla.
“No”
Tai ladeó la cabeza, levantando una ceja. Alice sonrió dulce y clara, plantándose frente a él junto al umbral de la puerta. Le tendió la mano sin titubear, sin dudar, sin temores. Solo para él.
“No te quiero, Tai. Te amo. Te amo más que a nadie, más que nunca”
“¿Me amas?”, preguntó él con una sonrisa aflorando en los labios. La tranquilidad expandiéndose en su interior.
“Te amo, te amo Tai”, le dijo como si fuera lo más obvio del mundo. “Y quiero que estés a mi lado para siempre”

Entonces se cogieron de la mano, primero tiernamente, como una caricia, y ella le estiró de repente. Se abrazaron con firmeza, necesitando el uno del otro para complementarse, para no caer, entregándose por completo al que era su destino: estar juntos.
El sol acabó por esconderse, con los últimos rayos brillando en el patio.
En el centro, Tai y Alice se besaron, enamorados como el primer día y como probablemente estarían para siempre jamás.

Dray y Ami



Reflexión de los sentimientos de Ami por Dray

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Para Ami, la vida no es nada más que una especie de broma macabra, un veneno que se extiende inexorable por sus venas y no la deja morir en paz.

Para Ami, la vida no necesita sentidos, porqué para ella ya existió alguien, mucho tiempo atrás, que significó mucho para su corazón. Y como la traicionaron e hirieron, decidió que los sentidos eran para los tontos.

Para Ami, es igual que fuera de casa haga frío o calor, porque ninguna de las dos sensaciones es suficientemente poderosa para obligarla a admitir que en realidad siente, y que está helada o abrasada.

Para Ami, el tiempo no tiene importancia. Si ella quiere hacer algo simplemente lo hace y si no quiere hacerlo, permite que se pudra en la miseria. Sin problemas.

Para Ami no hay vida, ni sentido, ni sensaciones, ni tiempo, porque ella es superior a todo eso.


Por eso no entiende por que Dray es capaz de hacer todo eso con ella.

No entiende porque su vida se le antoja alegre cada vez que él anda cerca – aunque, por supuesto, es demasiado orgullosa para admitirlo.

No entiende porque su vacío cobra sentido cuando él aparece, y porque se apaga cuando él se va.

No entiende porque se le pone la carne de gallina cuando evoca su mirada, ni porque suda, acalorada, cuando recuerda sus manos fuertes y morenas.

No es capaz de entender porque el tiempo a su lado pasa tan injustamente rápido, aunque merecedor.


Ami no entiende nada de eso, o tal vez lo tiene todo perfectamente claro.

Para Ami, Dray es vida – la vida que él le ha dado – y también es muerte – la que él le ha quitado.


Para ella, Dray lo es todo. Y con eso le basta.

martes, 19 de mayo de 2009

Historia de Adyhel


Corta historia sobre el pasado de Adyhel, princesa de Nanamia, y el origen de su carácter avinagrado.


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Adyhel era una chicha muy especial, diferente a todas las demás. No era diferente por su físico, aunque era verdad que era más bajita y menuda que las demás chicas de su edad, ni por su ropa, a pesar de lo raro que pueda parecer el hecho de que vista completamente de negro incluso durante el verano. No era diferente por su expresión avinagrada más típica de un coronel que de una adolescente, ni por su carácter hosco, brusco y remilgado. No tenía nada que ver con el hecho de que jamás estuviera acompañada por nadie, ni porque pareciera no tener amigas (aunque la verdad era que no parecía importarle), sino que era diferente por un motivo muy diferente. No había nadie más como Adyhel en todo el reino de Nanamia, porque había algo en ella que la hacía muy especial.
Y es que Adyhel, aun con su pequeñez, su ropa y su comportamiento, era una princesa.



Las cosas no habían sido siempre así (excepto su tamaño, siempre había sido una niña muy bajita para su edad), ya que hubo un tiempo durante el cual Adyhel fue la alegría del palacio. Cuando era pequeña su madre le ponía hermosos y recargados vestidos de volantes rosados, y ella correteaba por el castillo con la alegría pintada en el rostro, jugando con criadas y trabajadores con total soltura.
Había otro niño en el palacio además de ella y sus hermanos. Se llamaba Seiya y era el hijo del secretario personal del rey. Adyhel y él eran mucho más que amigos, puesto que a pesar de la diferencia de estatus que había entre ambos iban juntos a todos lados, jugaban, reían, se complementaban como dos piezas hermanas de un gran rompecabezas. Adyhel quería a Seiya con locura, incluso pasaba más tiempo con él que con Max y Jacky, sus propios hermanos gemelos, y no había nadie en todo el palacio capaz de imaginar que pasaran un solo día el uno sin el otro.
" ¡Te quiero Ady!", solía decirle Seiya, que era todo un galán a pesar de los siete años que tenía, y acompañaba las palabras por algún gesto cariñoso, como un abrazo, un beso o alguna flor. Todo el mundo estaba seguro de que el inmenso cariño que sentían el uno por el otro acabaría convirtiéndose en algo más a medida que crecieran, hasta el punto que tal vez acabarían siendo rey y reina de Nanamia.

Pero un día las cosas cambiaron completamente, y lo que para todos había sido una relación maravillosa y una vida perfecta se torció hasta convertirse en una auténtica desgracia.
Un día Adyhel se había puesto enferma y Seiya había tenido que ir a la escuela él solo.
"Te traeré un regalo", le dijo el niño a su amiga, a pesar que ella solo tenía un simple resfriado.
Por ese motivo, el coche oficial que al terminar las clases había recogido a los príncipes en la salida de la célebre academia donde estudiaban, se había marchado sin esperar al pequeño hijo del secretario real. Una niñera le acompañó a pie hasta la zona comercial, donde se encontraban las mejores boutiques con los artículos más lujosos y caros, pero allí no había nada de que Seiya quisiera para su amiga, por lo que a escondidas de la criada se escapó hasta una zona más corriente, llenas de establecimientos cualquiera. Deambuló lleno de curiosidad por las calles atestadas de gente con prisas, y acabó por detenerse en una juguetería cuyo aparador estaba completamente infestado de peluches y muñecas. A lo lejos escuchó algo de alboroto, pero no le prestó atención. Tardó apenas unos minutos en escoger el juguete perfecto, un mullido osito de peluche que poco se asemejaba a las caras e inútiles muñecas de porcelana que Adyhel tenía en su habitación, ataviadas con caros vestiditos de seda y con largos y finos cabellos rizados, y luego salió de la tienda con la intención de regresar a la zona donde había despistado a su niñera – que debería estar buscándole desesperadamente – y hacer como que se había perdido.
El niño remontó la calle con paso aristocrático y no se dio cuenta de lo que se le echaba encima. Y que no pudo evitar.


Adyhel nunca recibió el muñeco. Su amigo Seiya se había encontrado completamente solo, ingenuo y desprotegido en el peor lugar posible y en el peor momento del día, y ella simplemente no podía creerse que por culpa de eso no fuera a volver a verle más.
"Hubo un atraco", escuchó que una de las criadas le decía a otra, "el hombre llevaba una pistola, y el señorito Seiya ni siquiera se dio cuenta. Supongo que pensó que había algo divertido por ver".
Y, aunque ella no acabó de entender lo que había ocurrido, aunque no sabía porque había pasado aquello, si que sabía que algo había cambiado irremediablemente en su vida.
No derramó ni una sola lágrima durante los primeros días en los que se encontró sola, y cuando finalmente fue consciente de que Seiya se había ido y de que no volvería a verle nunca más, se convirtió en la princesa oscura, caprichos y malcriada que tomó posesión del castillo con toda la fuerza de su dolor para tratar de soportar el dolor con mayor facilidad.

Corazón de diamante


Pequeño vicio de Ishtar e Isis, y su peculiar relación de amor-odio. También una pequeña intención de explicar el origen de esa relación.

(Escrita en honor a Lolly, que me comentó algo sobre que esos dos se habían enamorado a primera vista, y no fue exactamente asi)



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Ishtar no creía en el amor a primera vista. De hecho, durante mucho tiempo Ishtar ni siquiera había creído en el amor.


La luna brillaba alegremente en el cielo y lo iluminaba todo con su suave resplandor plateado. El vampiro podía entreverla a través de las sucias ventanas de la cabaña del leñador, tumbado sobre el frío y duro suelo de madera como si se tratara de la más mullida de las camas, y la miraba con una admiración casi reverencial.
Hasta hacía bien poco, Ishtar habría jurado que aquella esfera brillante era la única cosa capaz de hacerle sentir como si el corazón le latiese de nuevo – tal vez porque ambos, corazón y astro, parecían hechos del mismo material, frío y duro diamante -, aunque en realidad creía que ya nunca volvería a sentir nada con claridad.
Pero todo había cambiado al conocer a Isis.

Ishtar no creía en el amor a primera vista, pero en cambio si que creía en el destino y en la forma como este, de un modo casi cruel, determinaba su vida y su futuro. Por eso sabía que lo que le había ocurrido al conocerla no había sido obra del amor – ya que en realidad, antes de verla ya la había odiado -, sino del destino. Recordaba con claridad, como si se tratara de una película proyectada en su mente y no de un simple recuerdo, el odio que lo embargó en contra de la licántropa nada más olerla por primera vez, y lo obligó a atacar sin parar en busca de su muerte. Recordaba la sensación de júbilo que le había recorrido cuando había rodeado su garganta peluda con sus manos de acero. Podía evocar el sonido del corazón de la loba palpitando frenéticamente, y el flujo de la sangre que corría vitalmente en una última carrera. Podía recordarlo todo, pero los recuerdos se hacían confusos cuando pensaba en su mirada zafiro.
Le había invadido un impulso casi animal contra ella, tan humano y con tanto sentimiento que Ishtar se había sorprendido. Mientras Isis, dominada por aquella misma sensación extraña, iba convirtiéndose en humana otra vez, el vampiro sentía el calor y el deseo recorrer su cuerpo y su alma como un veneno. Y no había podido evitar echársele encima, porque de repente, Ishtar ya no estaba atado a la tierra por el peso de la gravedad, sino que un fino hilo, más ligero que un rayo de luna, le había unido con Isis y le había atado a ella. Y aun no había podido escapar.

La licántropa gruñó en sueños, acurrucada sobre el lecho que Ishtar le había hecho entre sus brazos. Su hermoso rostro estaba congestionado en una mueca de desagrado y arrugaba la nariz como si estuviese oliendo algo muy desagradable, pero se mantenía agarrada a él con fuerza. Ishtar sentía el calor desagradable que desprendía su cuerpo, y el fuerte aroma a tierra y agua que hacía su cabello, pero mantenía sus brazos firmes alrededor de su cintura y le velaba el sueño con hastío, sin cansarse de mirarla, a ella, a quién por instinto había odiado y aun odiaba, y que por un golpe del destino se había convertido a la vez en su persona amada.


Porque Ishtar no creía en el amor, pero sabía que estaba enamorado de la luna. Y su luna era ahora Isis, dormitando tranquila en su pecho de mármol, dueña y señora de su frío y duro corazón de diamante.

jueves, 14 de mayo de 2009

Ojitos azules


Pequeñísimo vicio con personajes fusionados entre yo y Eli. La niña, Arisa, es un personaje mío, y los papis Nuriko y Hotohori (si, ya se, como en Fushigi Yuugi, no es plaaagio, solo préstamo y conversión) han sido adoptados por Eli.
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Nuriko se acostó con un suspiro derrotado. En su cara joven y aniñada se dibujaban marcas de cansancio y honda preocupación, y tras un segundo de reflexión se cubrió con la sábana. Hotohori rodó sobre la cama hasta quedar pegado a su espalda y le rodeó con los brazos de forma consoladora.
"No te preocupes", susurró en su oído, "lo conseguiremos, cada vez parece menos reservada".
Pero Nuriko no respondió, porque no las tenía todas consigo. Al día siguiente se cumplirían tres meses desde que Arisa había llegado a casa, y durante aquel tiempo apenas habían logrado algún cambio en su comportamiento. La niña seguía mostrándose distante, apagada, como si no le hiciera ninguna gracia estar allí. No habían logrado emocionarla prácticamente con nada de lo que le habían ofrecido, y solo en contadas ocasiones habían conseguido arrancarle alguna tímida sonrisa (las suficientes como para obligarles a luchar por ella, para recordarles lo mucho que la querían).

Nuriko temía ser incapaz de brindarle felicidad a Arisa, su niña, su hija, y el miedo le paralizaba cuando pensaba que, si no lo lograba, se la quitarían.
Tembló ante el pensamiento, y ni siquiera el incremento de fuerza en el abrazo de Hotohori le calmó.

"Papis"
Dieron un brinco al unísono, incorporándose en la cama para observar como una figurita menuda se asomaba por la puerta de la habitación. Rubia, vestida con su pijama rosa y abrazando a su conejito, Arisa les miró con sus grandes ojos azules opacados por el miedo.
"Dime, cariño, ¿estás asustada?", dijo Nuriko, tratando de contener la emoción de la voz. Era la primera vez que Arisa les llamaba papis.
La niña asintió.
"¿Pedo dormi con vosotros?"

Por toda respuesta, Nuriko abrió los brazos. Hotohori preparó un huequecito en la cama para acostar a la niña, que ahora sonreía mas tranquila, entre ambos.


Sí, valía la pena seguir luchando.

domingo, 10 de mayo de 2009

Evan y Natsuki - El nacimiento


Evan y Natsuki han alcanzado un punto de unión completa, y la llegada de dos miembros más en la familia no hará más que incrementar la felicidad de todos:


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Evan se detuvo, respirando hondo, cerrando los ojos. Los nervios a flor de piel.
Las paredes de la sala de espera del hospital eran blancas, el color de la paz, la tranquilidad y el relax, y el ambiente se respiraba anormalmente tranquilo y relajado, con el silencio típico pululando por los rincones. A aquellas horas de la madrugada, no era de sorprender el no encontrar a nadie allí, pero el muchacho echó de menos alguna compañía que le distrajese aunque fuera un poco de lo que estaba a punto de ocurrirle.
Incapaz de quedarse quieto mucho tiempo seguido, no se molestó ni siquiera en sentarse y comenzó a pasear de nuevo, arriba y abajo por la sala de espera.
Se preguntó hasta que punto podía resultar desconcertante la ansiedad de un ángel para un humano corriente, y no le extrañó el hecho que ninguna enfermera se le acercara demasiado. Él, una criatura creada por y para la paz, estaba que temblaba de nervios, y aquel sentimiento se expandía por la habitación como un gas venenoso. Se detuvo, tratando de relajarse, imaginando como se sentirían los pobres médicos encargados de atender a su esposa. Esperaba que la situación de Natsuki no les aturdiera demasiado como para hacerles cometer algún error.
Se le escapó una risita, emocionado de repente ante la perspectiva. Sería padre de un momento a otro. Aquello bastaba para aplacar un poco la preocupación.
Se sentó en una de las incómodas sillas de plástico, escondiendo la cara entre las manos con un hondo suspiro, y cerró los ojos.


Amaneció suavemente, con pereza, sin prisas. Era un domingo como cualquier otro, que se preparaba para pasar sin ningún altercado digno de mención.
A fuera corría un viento helado, pero dentro de la casa, concretamente en la cama, Evan y Natsuki no podían estar más cómodos.
- Mmmmm… ¿Estás despierta? – preguntó el chico, con los ojos cerrados para protegerlos de la hiriente claridad del exterior. Su brazo se enroscaba protectoramente alrededor del cuerpo de la muchacha, mientras ella reposaba cómodamente sobre su pecho.
- No – gruñó, demasiado cómoda como para querer despertar. El cuerpo de su marido era calentito y agradable. Y olía bien. Se movió ligeramente para depositar un beso sobre su pecho.
- Claro, yo tampoco – rió él con suavidad. La abrazó un poquito más, pegándose a ella para sentir su tibieza -. ¿Cómo te sientes?
- Bien… - murmuró con pereza. Una mano grande y suave le acarició la barriga desnuda con dulzura, y ella sonrió, suspirando imperceptiblemente. Evan era el hombre más tierno del mundo (bueno, era un ángel, pero eso carecía de importancia), y era tan perfecto que parecía hecho a medida para ella. Todavía no se creía la suerte que había tenido encontrándose con él, y todavía era más increíble el hecho de que se hubiera enamorado de ella. De ella, que era una chica normal y corriente.
- ¿Necesitas algo? – preguntó, tan atento como siempre. Natsuki negó con la cabeza, con una sonrisa feliz.
- Sí, que te quedes aquí conmigo y no te muevas en todo el día – Evan se rió, halagado, y fue un sonido hermoso que la chica absorbió en silencio.
- En serio, ¿no te apetece nada para comer? Podría traerte el desayuno a la cama, sabes que me quedan unos huevos fritos deliciosos.
- Hum, tentador.
- ¿Tostadas? Con mermelada casera, de la que trajo Nerine el otro día.
- ¿Tratas de sobornarme con comida? – se burló ella, apretándose más en su hueco calentito.
- Claro – suspiró teatralmente, pero le acarició la cara haciéndole una última oferta - ¿Café?
Fue la palabra mágica, la clave para echarlo todo a perder. Natsuki abrió los ojos, juzgando su oferta, dejándose tentar por el desayuno. Evan fantaseaba, casi podía sentir la mermelada de melocotón de Nerine en sus labios, y el embriagante olor del café que…
La chica se levantó de repente, sorprendiéndole por la brusquedad del movimiento. Ella corrió, arrastrando una sábana que la cubría y la protegía del frío, y desapareció.
- ¿Nat…? – comenzó él, incorporándose.
Solo contestó el sonido sordo que propinaban las nauseas matutinas de su novia al perderse por la taza del baño.


Evan sonrió ante el recuerdo, con la mirada perdida en algún rincón poco concreto de la habitación. Removió la cabeza para despejarla un poco y, incapaz de mantenerse sentado durante mucho rato más, comenzó de nuevo su interminable paseo.
A parte de las sillas, de un plástico blanco horrible, había una planta de secano en un rincón, medio muerta por el efecto de la calefacción, y una máquina de aperitivos a su derecha. Durante un momento, los brillantes envoltorios de barritas de cereales atrajeron su atención, y la mente de Evan las convirtió en paquetes de cigarrillos casi sin darse cuenta. Se acercó, con una sonrisa en los labios. Si él fuera alguien normal, y aquello fuese una película de comedia americana, ya se habría fumado un par de paquetes él solito, por culpa de los nervios.
Durante una milésima de segundo se arrepintió de ser un ángel. O de no ser fumador, al menos, ya que probablemente liberaría esos nervios. ¡Maldita esencia, que obligaba a hacer las cosas correctamente…!
Suspiró pesadamente, desviando la mirada hacía la puerta de urgencias, preguntándose cómo se encontraría su Natsuki. Tal vez ya era padre, y no tardarían nada en venir a llamarle. Tal vez había algún problema. Se retorció las manos con nerviosismo, y se quejó una vez más en su fuero interno de no ser un fumador empedernido.


- ¿Cómo? – preguntó Evan distraídamente, levantando la mirada del libro que estaba leyendo.
Natsuki le miró con ojos brillantes, deseosos, pero avergonzados. Estaba apoyada en el umbral de la cocina, arrebujada dentro de un mantón de lana de aspecto calentito. Se tocaba la barriga.
- Chocolate – murmuró, mordiéndose el labio y desviando la mirada, con las mejillas adoptando un adorable tono rojizo – Me apetece comer chocolate
Evan sonrió, cerrando el libro por la página en la que se había quedado. Sin dejar de sonreír, se levantó y se acercó a ella, rodeándola entre sus brazos cariñosamente. Besó sus cabellos, entre feliz y divertido por la vergüenza que su chica sentía al pedirle el antojo. Ella se abrazó a su cintura, escondiendo la cara en el hueco de su cuello.
- Chocolate – repitió él, encantado de que se mostraran los primeros síntomas agradables de su embarazo.
- Aham – su aliento le acarició, haciéndole cosquillas – pero es que no queda ni un poco.
- Creí que habíamos comprado ayer. ¿Has mirado bien?
La chica se acurrucó todavía más, silenciosa. Evan no pudo reprimir una carcajada.
- ¿Te lo has acabado todo?
Natsuki levantó un poco la cabeza, lo suficiente como para dejar entrever unos ojos resignados.
- Cómo si pudiera resistirme.
Presionó los labios contra su frente, y ella cerró los ojos con un suspiro.
- ¿Y qué tipo de chocolate quiere mi princesa?
Ella sonrió, de repente emocionada. Por sus ojos pasó una chispa alegre, feliz, golosa, y Evan se enamoró una vez más. Fuera, más allá de las ventanas y las paredes de la casa calentita, corría un viento helado que impulsaba a los ciudadanos a permanecer bajo el amparo protector de sus hogares, y el oscuro cielo estaba oculto bajo unas pesadas nubes plateadas que anunciaban tormenta.
- Chocolate de cerezas – su sonrisa se ensanchó todavía más, marcando unos adorables hoyuelos en ambos lados de las mejillas.
- Uy, ¿dónde compramos ese?
- Ni idea. Es un misterio - Natsuki se encogió de hombros, divertida. Su mirada se dirigió automáticamente hacia la ventana, y toda su alegría se borró - Oh.
Evan siguió su mirada, fijándose en las alegres nubes. No se amedrantó.
- Bueno, en realidad no importa, no creo que esté abierto tan tarde. Pero buscaré en los 24 horas.
- No… No hace falta que salgas – se excusó, mirándose los pies -. No me había dado cuenta de lo tarde que era. De hecho, ni siquiera me apetece tanto.
- Encontraré tu chocolate – le aseguró atento y con ternura.
- Pero… - Natsuki no pudo terminar, porque Evan la había tomado por la cintura, acercándola a él y besándola por sorpresa. Ella se rindió, si es que alguna vez existió alguna resistencia.
- Volveré en media hora. No te duermas, ¿eh?
Natsuki asintió, apartándose de él mientras se colocaba el abrigo. Le sonrió emocionada.
- Te amo
- Y yo, mi ángel de alas invisibles.


Dani entró a la sala de urgencias como un bólido. Iba despeinado y con las ropas mal colocadas, parecía salido de una película de terror.
- ¡Evan! – saludó emocionado, llegando hasta él a la carrera. La recepcionista le miró desaprobatoriamente, pero Dani, de espaldas a ella, la ignoró.
- Dani, no chilles – regañó Evan con una sonrisa condescendiente. La llegada de su hermano, aunque ruidosa y precipitada, consiguió calmarse un poco - ¿Qué haces aquí? Y el primero, por favor, yo creía que a ti se te enredaban las sábanas.
- No me ofendas – se quejó el ángel con ademán serio. En seguida bajó la cabeza, y sus mejillas adquirieron un tono rojizo muy bello y digno de burlas -. En realidad mamá me llamó. No estaba durmiendo, de hecho, ni siquiera estaba en casa. Yuu va a llegar enseguida, dijo que quería ducharse primero.
- Oh – murmuró Evan después de un minuto de silencio. Logró ocultar una carcajada tras una simple sonrisa -. En cambio, tu ni siquiera te has peinado después de… La diversión.
- Es que quería llegar cuanto antes – se excusó, nervioso y todavía sonrojado. Cambió de tema -. Y dime, ¿ya soy tío?
- Todavía no, creo – Evan se mordió el labio, el nerviosismo había llegado de nuevo, y Dani apoyó una mano sobre su hombro para infundirle ánimos – La verdad es que no me han dejado entrar. Ya sabes, el nerviosismo de los ángeles les confunde, y eso no les convenía.
- Tranquilo, Nat-chan es fuerte.
- Eso ya lo sé, pero es que estoy preocupado… Y ansioso.
Dani lo guió hasta las incómodas sillas, y le obligó a sentarse. A su lado, le rodeó los hombros con uno de sus brazos fuertes y trató de calmarle. Evan no pudo resistirse, a pesar de que le carcomía un poco la vergüenza. Dani era su hermano pequeño, sin embargo le sacaba casi una cabeza y se veía más fuerte. A su lado, parecía un par o tres años mayor.
- ¿Te importa que vaya un momento a por algo para picar? – preguntó el rubio, señalando la máquina de aperitivos con la cabeza -. Después de toda la acción, tengo hambre.
Bueno, en realidad seguía siendo mucho más crío que él. Era un consuelo.


Evan sonrió, disfrutando del agradable sol que bañaba el jardín. Hacía frío, pues todavía era invierno, pero la temperatura era lo suficientemente alta como para confiar en la inminente llegada de la primavera. Ya no quedaban rastros de nieve en las calles, y era el momento de empezar a arreglar los jardines, de prepararlos para que volvieran a lucir hermosos y coloridos.
Se sentó en el porche, observando satisfecho su trabajo. Había limpiado todo el terreno de las malas hierbas, y había preparado la tierra para cuando fuera el momento de plantar las flores y las semillas, y apenas había tardad un par de horas desde que se había levantado, temprano.
- Ni siquiera te has manchado – se quejó una voz soñolienta a sus espaldas.
Se giró, sonriente, para recibir un beso de buenos días por parte de su pequeña, que andaba todavía medio dormida y en pijama. Se levantó, y esta le abrazó.
- ¿Era eso un reproche? – sonrió Evan, estrechándola entre sus brazos.
- No, solo una observación – murmuró ella apretándose más contra el -. Pero mucho mejor así, si no, no podría abrazarte.
Ambos rieron con suavidad, abrazados, y se hicieron un par de mimitos más. Se separaron, pero fueron juntos hacía la cocina, tomados de la mano. Parecían una pareja de recién casados, tan empalagosos, con la diferencia de que ellos vivían juntos desde hacía un par de años, y su amor por el otro no iba a cambiar, al menos por parte de Evan. Natsuki era su razón de vivir, y parecía que la hubieran creado especialmente para él. O tal vez era él mismo quién había sido creado especialmente para Natsuki.
- ¿Qué te apetece hacer hoy? – le preguntó sonriente -, ¿quieres que te prepare el desayuno o prefieres salir a tomarlo por ahí?
- Mmmmm – ronroneó ella, seducida – la verdad es que hace mucho que no me llevas a esa heladería tan deliciosa del centro comercial.
- Desde verano, exactamente – se rió él –, justo desde que empezó a hacer frío.
- Ja, ja, ja – Natsuki le sacó la lengua, sin dejar de sonreír -. Hoy no hace frío. Me apetece un helado extra grande de vainilla y almendras.
- Hum, vainilla y almendras, la gran tentación… - le acarició la mejilla con cariño -. Anda, ve a vestirte. Iremos a la heladería.
Natsuki se esfumó rápidamente, luego de besarle fugazmente en los labios, con prisa. Evan meneó la cabeza, divertido, y dejó a un lado de la cocina todos los utensilios de jardinería. Miró a través de la ventana, algo resignado, sin demasiadas ganas de tomar helado justo ahora que acababa de empezar a pasar el frío, pero tampoco se veía con ganas de negarle ningún capricho a su niña consentida. Menos todavía si le ponía cara de perrillo apaleado.
Entonces, de repente, un grito agudo y horrorizado atravesó el absoluto silencio del hogar.
- ¡AAAAAAAAAAAAAAAAH!!!
Evan salió disparado hacía el piso de arriba, de dónde procedía la voz de Natsuki. Entró en el dormitorio listo para enfrentarse a todos los demonios subidos del averno que fueran necesarios, o para echar al bichejo capaz de asustarla, pero no hizo falta. Allí no había nada extraño. Natsuki estaba de espaldas a él, a medio vestir, mirándose en el enorme espejo del armario con expresión horrorizada, inmóvil.
- ¿Natsuki? ¿Qué ocurre? – Evan se acercó con rapidez a ella para comprobar el problema. Ella no contestó, siguió observando su reflejo con pavor - ¿Nat?
- No… No cierra… - murmuró con un hilo de voz, mirándole de refilón.
- ¿El qué? ¿Dónde está el problema?
La chica tragó saliva con esfuerzo, y señaló con manos temblorosas el cierre de su pantalón, que se encontraba abierto, y parecía demasiado apretado como para lograr cerrarse.
- Oh – jadeó Evan.
Natsuki comenzó a mirarle con pucheritos, mientras le temblaban las manos. Su figura menuda y perfecta no se había visto jamás alterada, y aquello, aunque era inevitable, resultaba un trauma.
El moreno soltó una risa, encantado, y le revolvió el cabello a la muchacha. Ágilmente se arrodilló frente a ella, y posó sus manos sobre el cálido vientre. Apretó con sutileza, sin demasiada fuerza, lo justo y suficiente para sentir que allí había algo cambiado. Le besó la piel antes de moverse hasta su costado para verla de perfil.
Natsuki, con el labio inferior sobresaliendo, se sobrepuso lo mejor que pudo, y sabiendo que aquel momento era mágico y especial, encajonó su horror y contuvo la respiración, sintiendo un poco la emoción del hecho.
Evan observó el perfil de su mujer con ojos rebosantes de adoración, sin perderse ningún detalle del cuerpo que conocía hasta el éxtasis. Sonrió anchamente, con los ojos húmedos, justo al percibir la ligera, pero presente curva, que presentaba el abdomen de Natsuki.
- Ha empezado a crecer.
Alargó los dedos hasta rozar de nuevo el hueco en el que su hijo crecía y crecía sin parar, dando ahora sí muestras tangibles del hecho. Natsuki apoyó su mano, helada, sobre la del muchacho, y ambas se entrelazaron en una caricia.
Luego, rompió el silencio con timidez.
- ¿Te parece que en lugar de un helado, desayunemos algo de fruta? Ya sabes, es saludable para la figura.


Evan suspiró como pudo, con los dorados cabellos de Nerine obstruyendo sus vías respiratorias. Su madre profería gemiditos extasiados de puro nervio, muerta de ganas de que llegase al fin el momento de convertirse en abuela. Con su aspecto de adolescente alocada, la idea resultaba ridícula y todo.
- Neri, en serio, para ya o conseguirás que tu hijo te de un zape. Y te lo merecerás – amenazó Cassandra con los brazos en jarras.
Nerine le sacó la lengua a su hasta hacía poco esposa, pero le hizo caso y soltó al moreno luego de estamparle un sonoro beso en la mejilla.
- Ai cariño, ya verás que pronto nos avisan que ya tenemos aquí a esos dos angelitos.
- Neriiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii – se quejó Cassandra, que también estaba nerviosa.
- Ya voy, ya voy – Nerine se reunió con ella, y en silencio entrelazaron sus manos en un sutil gesto de ánimo. Esas dos seguían pareciendo inseparables, y probablemente lo eran, con la diferencia que en aquel momento eran dos hermanas y no una pareja.
Evan sonrió enternecido, feliz de que sus dos madres hubieran terminado así de bien, y apartó la mirada hacía otro sector de la ahora más que poblada sala de espera.
- ¿Y tú ya serás un buen tío? – le preguntó Yuu a Dani, acurrucada cómodamente entre los brazos de su primo y novio, que yacía repantigado en las incómodas sillas de plástico como si aquellas fueran un trono digno de reyes.
- Claro. Seré el tío más enrollado que van a tener esas criaturas – contestó él con solemnidad.
- Es que serás su único tío… en el sentido estricto de la palabra, claro – se quejó Rosalie a su lado, con cara de sueño. A su lado, Alice dormitaba abrazando a su tortuga de peluche -. Yo pienso ser su tía más enrollada. Sin ánimo de ofender, ¿eh, Yuu?
- Bueno, es un buen punto – coincidió Dani, sonriente -. Pero igualmente me adorarán como al que más. Voy a malcriarles hasta decir basta.
- ¿Y eso por qué? – quiso saber Yuu – A tus hermanas pequeñas les has hecho la existencia imposible.
- Hum, solo por el hecho de hacer enfadar a Evan y Natsuki – se burló el rubio.
- Esa me la apunto – se quejó Evan con voz sombría, sobresaltándoles – Yuu, lo siento por ti, pero si alguna vez llegas a reproducirte con este engendro, vas a sufrir los peores caprichos de tus retoños de mano del tío Evan.
Yuu hizo un saludo militar, con una sonrisa divertida. Todavía tenía que llover mucho para eso, no había motivo para preocuparse… Por ahora.
Yuki se paseó por toda la salta dando saltitos alegres. Parecía un cervatillo feliz.
- Mira tío – ladró Ayashi apoyado desde su rincón de la pared blanca -, o dejas de saltar y te comportas como es debido, o te paro yo.
- Jo, Aya-chan – se quejó Yuki con expresión alegre, acercándose a él - ¿Es que no estás feliz?
- Estaré más feliz después de darte una patada en el culo – ladró. Seguramente era su manera de demostrar que estaba nervioso y emocionado por convertirse en “abuelo”.
Yuki se alejó silenciosamente. Apreciaba demasiado su trasero como para jugárselo de aquel modo, y si de algo podía estar seguro, era de que Ayashi nunca bromeaba (Evan estaba seguro que el mal humor del moreno hacía su tío Yuki se debía a que se había puesto a celar a su madre. Por algún motivo siempre se había fiado más de Cassandra que de Yuki).
- ¡Oye primo! Tengo una pregunta para ti – canturreó Shuichi de repente, colgándose de su brazo. A sus nueve años, era casi tan alto como él, y se veía considerablemente mayor. Qué triste -, ¿verdad que tus hijos serán nuestros sobrinos?
- Noooo, ¿verdad que no? – Hiroshi se colgó del otro brazo, llevándole la contraria a su hermano – Tu eres nuestro primo, pero solo los hijos de un hermano serian nuestros sobrinos, ¿a qué si?
- Claro, los hijos de Yuu van a ser sobrinos nuestros. Pero los hijos de Yuu también serán hijos de Dani, que es nuestro primo – contraatacó el rubio, haciendo que Hiro frunciera los labios -, así que los hijos de nuestro primo serán nuestros sobrinos.
- Pero eso es porque es el novio de Yuu – se quejó el moreno, empecinado – Si Dani no estuviera con ella, no se trataría de nuestros sobrinos.
- Entonces, ¿cómo te lo explicas? – le retó Shuichi. Nadie le ganaba en cabezonería, ni siquiera su gemelo.
Evan los miraba con los ojos muy abiertos. Esos dos siempre, siempre estaban igual, y por extraño que pareciera, todavía no se acostumbraba. Parecía que su mayor diversión consistía en discutir sobre temas extraños. Eso cuando no le estaban gastando una broma a alguien, claro. Últimamente sus víctimas favoritas eran las gemelas, Rosalie y Alice, y parecían mucho más divertidos que nunca.
Yuu, más acostumbrada que él a lidiar con sus hermanos pequeños, se levantó de su cómodo sillón entre los brazos de su novio, y les apartó agarrándoles por el pescuezo.
- Au, au, au, Yuuuuu, ¡que daño! – se quejaron al unísono
- Pues basta de molestar a Evan o os agarro por algún lugar más doloroso – les amenazó ella, alejándoles, después de guiñarle un ojo cariñosamente, para infundirle ánimos.
Evan se mordió el labio inferior, muerto de nervios, y observó a su alrededor. La sala de espera estaba atestada por todos los miembros de su familia, ansiosos por conocer a los recién llegados. Un hospital atestado de ángeles, vaya por Dios. En aquel momento, ese edificio debía ser el más seguro de todo el país.
A pesar de todo, echó algo de menos. Su familia había aceptado a Natsuki con los brazos abiertos como una más, y la querían con locura. Pero echaba de menos un par de humanos nerviosos, tal vez algo preocupados, con canas y arrugas en la cara. Echaba de menos un suegro que le amenazase con dejarle estéril en caso de que su niña sufriera demasiado, o con una suegra de aspecto maternal que le invitase a casa los domingos para comer estofado.
Su Natsuki no tenía a nadie, y eso le puso algo triste.

- ¿¡Dónde está!? – gritó Layna, entrando como un torbellino. Toda su familia se colocó correctamente para interpretar su farsa de seres humanos, pero la rubia ni siquiera les miró. De lanzó sobre Evan con ojos brillantes, mientras su nana la seguía, envuelta en una gruesa bata de noche y cara de preocupación -, ¿Dónde está Natsuki? ¿Ya sois papas? ¿Soy tía? Iago todavía no ha llegado, le he mandado a comprar unas rosas. ¿Le gustan las rosas a Nat?
Evan se abrumó, pero enseguida se le escapó la risa. Sola, sola… no estaba.


- Entonces, ¿qué nombre le vais a poner? – había preguntado Cass, curiosamente.
Se habían reunido en casa de la pareja para comer, aunque, por supuesto, Nerine se había ofrecido a cocinar, alegando que Natsuki no debía esforzarse tanto con aquella barrigota tan preocupante. Ignoró todas las quejas de la anfitriona, y se encerró en la cocina, por lo que Natsuki se había acomodado – como pudo – entre los brazos de Evan, en el sofá.
- Mmmm… - murmuró Evan, sin perder en ningún momento su encantadora sonrisa – La verdad es que todavía no habíamos hablado sobre eso.
- ¿Todavía no?- se había burlado Dani, observando con gesto exagerado la voluminosa tripa de su cuñada -, pues yo que vosotros me lo iría planteando.
- Pero es que es una decisión difícil – le regañó Yuu, sentada junto a Cassandra -, y más si todavía no saben si es niño o niña.
- O ambas cosas – canturreó Nerine, alegremente, saliendo de la cocina con una gran fuente de comida.
Natsuki había agudizado el oído en aquel momento, acurrucándose un poco más junto a Evan. La comida había transcurrido sin ningún accidente ni nada digno de mención, pero cuando las mujeres (y el mártir de Dani) se fueron a sus casas de nuevo, Natsuki se acercó a Evan con gesto pensativo.
- ¿Se te ha ocurrido algún nombre? – le preguntó sacando morritos, envuelta bajo una gruesa manta que ocultaba a duras penas todo su cuerpo.
- Mmm…
- ¿Eso es un sí?
- Mmmmmm….
- Ooooh, Evan dímelo, anda – se acercó más a él, suplicante, y acarició su mentón con los labios – ¿Es nombre de niño, de niña…?
- Bueno… En realidad… - le acarició el cabello, con la mirada algo perdida - ¿Tú no has pensado en ninguno?
- Esto… Si, la verdad es que sí.
- ¿Ah sí? No me lo habías dicho.
- Tu tampoco.
Evan frunció los labios, mientras la chica clavaba en él una intensa mirada. Parecía preocupado, o tal vez… Avergonzado. El aspecto ansioso de Natsuki no era muy diferente.
- Entonces… ¿Niño o niña? – insistió Natsuki, mirándole. Transcurrieron unos segundos de intenso silencio antes de que el hombre respondiera.
- …Niño.
Natsuki suspiró de repente, con aspecto aliviado. Evan la miró con una ceja enarcada.
- Es que yo… Bueno, había pensado un nombre. Pero es de niña.
- Oh. – murmuró sin palabras. Enseguida meneó la cabeza y sonrió levemente - ¿Y cuál habías pensado? Eso podría solucionarnos el problema del nombre definitivamente.
Ambos se mordieron el labio y desviaron la mirada, con un amago de sonrisa. Parecían nerviosos, y no era normal que se sintieran así en presencia del otro.
- ¿Y bien? – insistió Evan sin mirar.
- Es que yo te lo había preguntado antes.
- Mmmmm…
Se miraron otra vez. El chico apoyó la espalda en el mármol de la cocina, y Natsuki se mantuvo de pié frente a él, mirándole entre seria y emocionada. En sus ojos se veía que hacía tiempo que había tomado una resolución, pero que por vergüenza o inseguridad, aun no la había hecho pública. Él se sentía igual.
- ¿Y bien? – Natsuki sonrió, usando las mismas palabras que el chico un instante atrás.
- Jasper – escupió rápidamente, bajando la mirada al sentir que se le subía la sangre a las mejillas.
Una mano acarició su mejilla. Levantó los ojos, un poco húmedos al confesar por fin que el único nombre que había estado dando tumbos en su cabeza era el de su difunto hermano. Natsuki le sonreía, enternecida, y todo rastro de vergüenza se había esfumado de sus rasgos.
- Somii – murmuró ella sin dejar de sonreír, y al instante siguiente sus ojos se llenaron de lágrimas.
Evan la abrazó, y no pudo contener una risa, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Ella se rió también, pero el sonido se entremezcló con los sollozos.
- Por… Por qué… ¿Por qué no me lo… habías dicho antes? – le acusó Natsuki entre risas y lágrimas, divertida y emocionada.
- Creo que por el mismo motivo que tú – se rió, besando su frente en medio del abrazo.
Ella rodeó su cintura como pudo, y entre ambos quedó el bulto en el que se aovillaba el bebé de ambos. Se quedaron en silencio, sintiendo en sus corazones el aleteo de los hermanos perdidos. Si no fuera por qué ambos eran ángeles y lo habrían visto, habrían jurado que estaban allí, con ellos.
- Entonces… ¿decidido? – preguntó Natsuki con emoción - ¿Jasper si es niño y Somii si es niña?
- Aha… Decidido.

No tenían ni idea de que al final ninguno de los dos nombres sería desechado.


Una enfermera entró en la sala de espera con expresión desconcertada. Todo el mundo la miró, y ella, algo intimidada, buscó a Evan.
- Señor Krossite… ¿Puede acompañarme? – murmuró, esbozando una sonrisa.
Dani le empujó, y dijo algo para darle ánimos. Se levantó una oleada de comentarios alegres, pero Evan no los escuchó, tan solo eran un murmullo de fondo. Se acercó a la enfermera con rapidez, y esta se internó por los silenciosos pasillos de urgencias. Pasaron por una infinidad de pasillos, con consultas y quirófanos, hasta llegar a la zona de habitaciones. La enfermera se paró enfrente de una puerta que rezaba > y volvió a sonreírle, esta vez con sinceridad. Se notaba que ya no se encontraba bajo el influjo del nerviosismo de un ángel de parto. Soltó una risilla nerviosa y se sonrojó, y Evan pudo ver en sus ojos su propio reflejo esbozando una sonrisa encantadora. Qué raro, ni siquiera se había dado cuenta de que sonreía como un bobo.
Ella se dio la vuelta con una última mirada de ánimo, y se alejó pasillo abajo. El chico miró la puerta con el corazón latiendo a mil por hora, consciente de que dentro de aquella habitación se encontraban las personas más importantes para él, las razones de su existencia. Suspiró, tomando aire profundamente, y llamó con suavidad. Una, dos, tres veces.
- Adelante – se escuchó desde dentro.
Evan abrió la puerta, a punto de sufrir un colapso nervioso. Entró torpemente, y pudo ver los pies de una cama grande y blanca. Había una gran ventana con cortinas blancas y unas bonitas vistas al patio del hospital, y bajo la ventana había unos sillones viejos. Avanzó a trompicones, y dejó de respirar cuando las dos cunas aparecieron en su campo de visión. Estaban vacías, así que dio un último paso, flotando en su propio límite, para abarcarlo todo.
Entonces todo lo que sentía, su nerviosismo, su emoción, su ansia, se concentraron en un exultante cúmulo explosivo.
Y desaparecieron.
Natsuki le miró con una ancha sonrisa, sinceramente feliz. Estaba pálida, pero su piel relucía extrañamente bajo la luz. Sus ojos estaban marcados por el cansancio y el esfuerzo, y brillaban opacos y castaños, como la corteza de un árbol viejo. Sus cabellos se esparcían de forma desordenada sobre la almohada. Toda ella parecía desmadejada. Evan no la había visto nunca de aquella manera, tan frágil y vulnerable, ni siquiera cuando la conoció, hacía ya años, como una joven humana normal y corriente, pero tampoco la había visto nunca tan hermosa, tan perfecta, tan completa. Tan feliz.
- Acércate – le invitó con suavidad, acariciándole con la voz.
Evan obedeció, y rodeó la cama para acercarse a ella. Entre sus brazos, seguros y protectores, se encontraban dos bultitos pequeñitos que se agarraban a ella con toda la fuerza que les permitían sus diminutos cuerpos. Uno de ellos vestía un trajecito azul celeste y el otro uno de rosa pastel. El chico tembló, al reconocer en ellos a sus bebés.
- Tranquilo – murmuró Natsuki con la voz vibrante -, puedes tocarlos, puedes cogerlos. Lo harás bien.
- ¿Y si se me cae? – se asustó, pero aquello solo provocó que Natsuki riera con suavidad. Como pudo, le alcanzó el bultito azul, que se removió casi imperceptiblemente.
- Tienes práctica – le recordó ella -. Además, tu instinto te guiará.
Evan tragó saliva una vez más, y tomó la frágil figura con delicadeza. Observó sus manos diminutas, que reposaban tranquilamente sobre su pechito, y como todo él se acoplaba perfectamente a sus brazos, como si hubiera sido hecho a medida. Su carita, pequeña y redonda, brillaba hermosa, y su piel era fina y suave. Acercó su rostro al suyo, depositando un cálido beso en su frente calentita.
- Bienvenido al mundo, Jasper – murmuró, feliz, abrazándole con infinito cuidado -. Bienvenido de nuevo, Jas.
Dirigió su mirada hacía la cama de nuevo, desde donde Natsuki le miraba sonriente, sosteniendo a la pequeña Somii entre sus brazos maternales. La felicidad le embargó.
- Felicidades, papá – le dijo ella con una sonrisa.
Y Evan supo, con total certeza, que serían felices para siempre.