Le echa una mirada de reojo al móvil y tiene ganas de usarlo aunque sabe que no debe hacerlo. Quiere, necesita, que alguien la apoye sinceramente, solo por el placer de querer animarla y no por cortesía o para auto consolarse en aquellos días oscuros. Añora a Ami más que nunca, porque nunca habían pasado tanto tiempo separadas y superadas, y la cama sigue oliendo a Matt.

Entonces, la pantalla del bendito móvil se ilumina y le llega un mensaje de remitente desconocido. No importa, porque sabe quién es. Solo ella conoce ese número. Solo ella le manda mensajes.
Trata de no agobiarte. Come y duerme bien, o no estarás a tope. Te quiero>>
Es escueto pero dulce a la vez. Le sobra. Por primera vez en días, se siente algo realizada. Irónicamente ya no necesita el texto, porque lo tiene memorizado, así que lo borra y recuesta la cabeza sobre la almohada. Siente que apenas huele a nada.

Cierra los ojos. Descansa.

domingo, 10 de mayo de 2009


He aquí la historia de Ishtar e Isis, un vampiro y una licántropo. De su odio ancestral, instintivo e inevitable, y del sentimiento que aflora también sin que sepan porque.


Una historia de amor-odio poco natural:


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Si había algo en el mundo de lo que Ishtar podía estar seguro era de su amor a la luna. Cuando esta brillaba llena, potente y magnánima como un disco de plata, su corazón frío y duro se estremecía como si todavía estuviese vivo. Por eso se alegraba de no necesitar dormir, y a diferencia de sus compañeros, que se repantigaban en las camas del castillo y se sumían en un sopor embriagante, se dedicaba a mirar el astro. Subía a la azotea del castillo, y volvía a alegrarse de poseer un cuerpo de piedra, pues el aire era tan helado allí arriba que cualquier humano habría tiritado en cuestión de segundos.
El castillo Malkavian se alzaba en medio de un bosque perdido en Europa. La ciudad habitada más cercana se encontraba a más de dos horas en coche (una minucia ante la velocidad de su gente), y su silueta se percibía tan tétrica como se esperaría de un cuento de terror. Pero todo esto le daba igual a Ishtar. Él, simplemente, se alegraba de disfrutar de la suficiente oscuridad ambiental para que las estrellas brillaran deslumbrantes. Parecían manchitas de pintura fluorescente.
Y la luna, oh, la luna.
Observarla era para él el sucedáneo del latir de un corazón humano. Mientras la miraba, incluso la quemazón de su sed sonaba como un eco lejano.
Si había algo en el mundo de lo que Ishtar podía estar seguro, a parte de su naturaleza de vampiro, era de su amor a la luna.


Isis odiaba aquel maldito satélite blanco. Lo detestaba con todo su ser. Y se odiaba a sí misma por ser incapaz de dejar de mirarla. La luna se reflejaba en sus pupilas amarillentas, como si observase un par de perlas.
Un gruñido surgió desde el fondo de su garganta, y escapó a través de la larga hilera de dientes. Echó a correr como alma que lleva el diablo, sin ningún rumbo fijo en su mente. Correr de aquella manera alocada en su forma más salvaje la ayudaba a distraer su atención de la luna, y alejaba cada vez más su parte racional, la que la hacía odiar, sufrir, sentir.
Sus patas rascaban el suelo violentamente con casa una de sus zancadas, y ella jadeaba, cansada y muerta de sueño, pero no se detenía ni paraba de correr. Levantó el hocico y aulló con fiereza.
El borde de un acantilado detuvo su avance. Ella podría haber saltado y continuar corriendo sin un solo rasguño, pero se detuvo para aullar de nuevo. El cielo despejado le mostró el terreno poblado de árboles que se extendía ante sus ojos, e Isis se preguntó si encontraría a alguien más como ella por aquel lugar. Siendo sinceros, lo dudaba bastante, a pesar de que ya se había paseado por más de una docena de manadas. Ella era un bicho raro incluso dentro de aquel mundo de locos, era la muchachita que jugaba a un juego creado tan solo para hombres. No había en todo el país ninguna otra mujer con la misma afección en los genes. Isis dudaba de que en realidad hubiese alguna más en todo el mundo.
Echó hacia atrás las orejas antes de proferir un nuevo aullido, otro insulto hacía la luna. Ésta la odiaba casi tanto como ella, porque de otro modo ¿cómo se entendía que brillase tan alegremente, burlándose de su tristeza y su soledad?
Isis se sentía sola, muy sola, como una pieza que no encajaba en ningún rincón del puzle. Ninguno de los hombres de las manadas que había visitado había logrado remover en ella ningún tipo de sentimiento, ni nada que pudiera aliviar su tristeza. Ni siquiera era capaz de encontrar una amiga que pudiera comprenderla. Y todo era por culpa de aquella afección lunática que la obligaba a transformarse en una bestia para huir un poco del dolor.
Se acurrucó sobre la hierba mullida, tiritando a pesar de no tener frío. A lo lejos, recortada contra la sombra de la noche, se alzaba la silueta de un castillo que le dio muy mala espina, pero decidió ignorarlo.
Si había algo en el mundo de lo que Isis podía estar segura, a parte de su naturaleza licántropa, era de ese profundo odio que sentía hacía la luna.


El olor le llegó de repente, empujado por el viento que soplaba con especial fuerza allí arriba, en la azotea, y le obligó a arrugar la nariz. Se tensó involuntariamente, en estado de alerta, a pesar de ser consciente de que el peligro, si es que había alguno, estaba todavía muy lejos. Escuchó con atención, pero nada pareció moverse de forma alterada en el interior del castillo, de modo que quedó claro que ninguno de los vampiros había percibido el pestilente olor a lobo. Se encaramó hacía la negrura de la noche y olisqueó la brisa. La peste no era muy notoria, incluso resultaba soportable, por lo que supuso que, además de encontrarse lejos, el licántropo en cuestión estaba solo en territorio de vampiros. Perro listo, o suicida.
La luna parecía sonreírle y le invitaba aquedarse. Isthar frunció los labios, dudando entre la diversión que le proporcionaría la pelea y la belleza plateada que le esperaba en el cielo.
“Dispongo de toda la eternidad para estar contigo”, le dijo al astro a modo de disculpa, una décima de segundo antes de darse la vuelta y desaparecer.


A pesar de que estaba agotada y muerta de sueño, Isis no podía dormir. Estaba inquieta e incómoda, y no paraba de removerse sobre la húmeda hierba del bosque. El aire era frío y cortante, pero eso no la molestaba. Olía a bosque, a tierra mojada y a pino, flores y helechos. Pero esos aromas también eran de su agrado, así que no entendía que era lo que le impedía conciliar el sueño. Había algo más en el ambiente, un olor dulce y embriagante que se metía en sus fosas nasales y se enganchaba ahí como una garrapata. Picaba un poco, y eso la hizo gruñir. Genial, solo le hacían falta los vampiros para que su fiesta acabase de fábula. Se levantó, resignándose a que el hedor no la dejase echarse un descansito, y rompió a correr de nuevo. Por todas partes había rastros de vampiros, y estos eran cada vez más claros y concentrados. Puaj. Se había metido en su territorio.
Se dio la vuelta, sin ganas de seguir avanzando, puesto que lo único que lograría sería quedarse atontada por el olor y terminar entre las garras de algún chupasangre. Corrió a través de los árboles, sin prisa, pero sin detenerse. No tenía ninguna gana de encontrarse con alguno de esos monstruos, a pesar de que algo en su interior, su esencia de lobo, se estremecía de excitación ante la posibilidad de mantener una lucha a muerte con alguien.
No pudo correr demasiado, porque de repente la invadió la certeza de que no estaba ella sola. Y no en el sentido agradable de la palabra, claro. Detuvo su carrera hasta convertirla en un trote ligero, y acabó por detenerse en un claro ancho y perfectamente iluminado por la dichosa luna. Se colocó en medio del claro, atenta, y se sentó sobre los cuartos traseros, de cara a la dirección en la que soplaba el viento. Arrugó el hocico, mientras la peste a vampiro se acercaba más y más a su posición. Gruñó, tratando de mantener la calma, con los instintos cada vez más a flor de piel. Al menos el infeliz venía solo, pues percibía un único efluvio y un par de veloces piernas corriendo a toda velocidad. Inspiró profundamente, disfrutando de un último soplo de aire limpio. El pelo de su lomo se erizó fieramente, y luego un rayo de luna le cayó encima de forma mortífera.


Era fácil dejar que los instintos le dominasen. Después de la carrera, sus sentidos estaban más sensibilizados, más agudos, todas las fibras de su ser se movían al unísono, perfectamente preparadas para la caza. Se dejó guiar por el olfato, siguiendo los rastros del lobo que se había convertido en su objetivo, y éste le llevó hasta un enorme claro desprovisto de árboles. Allí la pestilencia era mucho más concentrada, casi inaguantable. Su perfecta visión captó la figura de un enorme lobo de pelaje gris en menos de una fracción de segundo. Se veía fuerte, con aquella mirada amarillenta y la expresión salvaje de quién está a punto de hacer algo muy bestia, mostrando unos dientes preparados para morder, rasgar y matar. La pelambrera emitía reflejos platinados, y sus patas se veían finas y esbeltas. Era un lobo hermoso, realmente bello, el más elegante con el que se había enfrentado nunca.
Su examen finalizó un segundo antes de alcanzar el límite del prado y lanzarse sobre el animal.
Lo siguiente sucedió como un torbellino confuso, demasiado deprisa y caótico para que fuera claro a ojos normales. Se lanzaron siseos y gruñidos que parecían ser la música que acompañaba aquel baile de garras y dientes.
Ishtar adoptó un rol ofensivo, y no cesaba de acosar a su adversario, que gruñía entre dientes cada vez más molesto. Alcanzó a golpearle dos veces, una en la pata trasera y otra en el lomo, pero no logró atraparle con la suficiente maña para poder morderle. A cambio recibió más de un buen zarpazo, que actuaron en él dejando sobre su piel de granito unas marcas rosadas de arañazos, y redujeron su camisa de seda a jirones.
Los movimientos de ambos eran gráciles, y resultaban atrayentes, perfectamente sincronizados y pulidos. Parecía una danza ensayada hasta el último detalle, como si hubieran nacido para encontrarse y librar esa pelea. Pero las mentes de ambos estaban demasiado fijadas y obsesionadas en la concentración extrema de la supervivencia y el odio, y no quedaba espacio para aquellos pensamientos agradables ni para el destino. Y como en todas las cosas hay un principio y un final, y en todas las luchas hay vencedores y vencidos, hubo alguien que terminó por cometer un pequeño error que sentenció el enfrentamiento a favor del otro.

Ishtar fijó sus dedos fieramente alrededor de la garganta del lobo plateado, justo donde la sangre palpitaba más frenéticamente, y le estampó contra el suelo, inmovilizándole con su propio cuerpo. Durante un segundo, ambos se miraron a los ojos y vieron reflejados en ellos todo el odio que sentían el uno por el otro. El vampiro, eufórico, había descubierto el punto exacto en que su mordedura sería mortal, y el lobo había arrugado el hocico orgullosamente en una última muestra de petulancia ante la muerte. Pero nadie se movía ni un ápice, y seguían mirándose fijamente. El odio era casi tan palpable como la luz de la luna que rebotaba sobre el cabello plateado del vampiro y refulgía sobre esa piel pedrusca. Del pelo del lobo también se arrancaban destellos que armonizaban tremendamente la situación. Aquello no era natural.
El tiempo que tardo en finalizar uno de los latidos del animal pasó, y Ishtar aflojó su agarre suavemente. Se sentía completamente dividido, pues una parte de sus instintos le instaban a alejarse del licántropo y dejarle vivir, mientras otra parte, igual de poderosa, gritaba y se revelaba contra él, instándole a matarle. En la mirada del lobo pudo leer el mismo dilema interno, y aquello le confundió todavía más. Se movió con lentitud y precisión, sin vacilar, alejándose cautelosamente y a no mucha distancia, sin romper en ningún momento el contacto visual. El lobo se incorporó, con una chispa de comprensión en su confundida mirada, y luego estalló de repente. Los ojos violetas de Ishtar no perdieron detalle, no se inmutaron, siguieron contemplando la mirada ambarina del lobo, incluso cuando estos desaparecieron y fueron reemplazados por dos zafiros que le devolvían la mirada, enmarcados en el rostro de una hermosa muchacha.


Decir que se quedó de piedra al verla habría parecido un chiste de mal gusto teniendo en cuenta que se trataba de un vampiro, de no haber sido porque, en aquel momento, el chupasangre en cuestión estaba lo más parecido a alucinado que Isis jamás había visto. Seguro que el pobre se habría esperado encontrarse con un macho bravucón y musculoso, al que habría matado sádicamente para librarse de la confusión y darle un final culminante a su diversión. Pero no a ella, no a una mujer de figura delicada y despampanante, y rostro de princesa. Isis sabía perfectamente que su forma humana no encajaba muy bien dentro del estereotipo de licántropo, pues era grácil y menuda (el maldito vampiro le sacaba casi media cabeza, y eso que los hombres lobo se pavoneaban constantemente de su estatura), además de rubia. Los cabellos dorados caían en cascada por sus hombros y espalda, y al menos cubrían la desnudez de sus pechos, aunque no alcanzaban a nada más allá. Lo único que encajaba en los tópicos era su piel, tersa y bronceada, de un hermoso tono tirando al rojizo que no pegaba nada con su cabellera de oro.
El vampiro tragó saliva y meneó la cabeza. Incluso con aquel aspecto desamparado que mostraba, con la confusión pintada en los ojos, y la ropa desgarrada, se veía tan hermoso como cualquier otro de su raza. O incluso más. Isis se compadeció de él, y trató de hacerle el descubrimiento más llevadero, sin importarle que aquello pudiese resultar antinatural entre ellos dos.
- Sí, soy una mujer, ¿a qué es raro?
El vampiro hizo un gesto, como si fuera a acercarse, pero Isis gruñó y se alejó automáticamente, a la par, como si continuasen bailando.
- ¿Hay más como tú? – preguntó él con curiosidad, con una voz suave como el terciopelo y sin importarle el rechazo de la otra. De hecho, aquello pareció relajarle un poco.
- Ni idea – la chica lobo se encogió de hombros despreocupadamente, pero con la amargura pintada en sus ojos. Ishtar no perdió detalle de ello, y sintió dentro de su pecho helado un deseo extraño de consolarla y protegerla.
- Vaya.
Se quedaron callados otra vez, observándose el uno al otro. Unas nubes pasajeras habían cubierto la luna y una fracción de estrellas, sumiendo el claro en la oscuridad. El odio, anteriormente palpable y peligroso, había sido aplacado, dejando tan solo una cautela superficial.
Isis no perdía al vampiro de vista. Se sentía confundida. Había algo en aquel hombre que la atraía, a la vez que no podía evitar arrugar la nariz ante el repulsivo olor, que era más soportable que en la forma de lobo.
Ishtar no cesaba de observar a la licántropa. Estaba molesto, porque sus ojos se negaban a dejar de acariciar con la mirada aquella silueta. Y su respiración se descontrolaba, absorbiendo el olor a lluvia tan desagradable que desprendía la mujer.
Ambos dieron un paso al unísono, y se miraron a los ojos. Dieron otro paso, y luego otro, y otro más. Se acercaron hasta el punto que sus cuerpos deberían estar rozándose, pero se mantenían sin tocarse. Se miraron fijamente, tratando de ignorar el ambiente, una mezcla de aromas incomprensibles. El odio latía en ellos de forma olvidadiza, y daba paso a un deseo que no era natural. Los rostros de ambos, a escasos centímetros de distancia, se mantenían serios e impermeables, y nadie se decidía a dar el paso definitivo.
Entonces, Isis jadeó sordamente, sin emitir ningún ruido, y se mordió el labio mientras el deseo tomaba parte en sus ojos. Ishtar se lanzó sobre ella, y de repente, algo fue más importante para él que la luna.


El sol despuntó, iluminando mágicamente toda la extensión de bosque. Bajo sus rayos alegres, ni siquiera el castillo Malkavian resultaba demasiado aterrador, y encajaba mejor como objetivo turístico gracias a sus detalles arquitectónicos. Ishtar se deslizó en su interior cautelosamente, cruzando los dedos para no cruzarse con nadie en el estado en que se encontraba, y agradeció a los cielos que sus compañeros fueran tan perezosos como parecían. Seguramente, de no haber estado tratando con Malkavians, ya sería hombre muerto.
Se deslizó en el dormitorio que le había sido asignado, mientras se desprendía de los restos de su pobre pantalón. Echó los jirones al fuego para eliminar cualquier rastro, y se apresuró a meterse en el baño para llenar la bañera de agua y espuma perfumada. Todo su cuerpo desprendía olor a lobo, y aquello no solo le resultaba desagradable a él, sino que podía traerle problemas con otros vampiros, ya que no olía precisamente a sangre de licántropo muerto. Más bien parecía un perro en celo. No se molestó en esperar a que el agua fluyera caliente, pues la temperatura resultaba indiferente sobre su piel, y golpeó nerviosamente el borde de la pequeña piscina, mientras maldecía la lentitud de los grifos.
- Ugh, hermanito… Hueles muy raro.
Ishtar respingó, y voló hasta la puerta del baño. Agarró a Astarté por el brazo y cerró la puerta a la velocidad del rayo. Su rápida mirada comprobó que, por suerte, no había nadie más con ellos. Su hermano se libró de él, acercándose a la bañera con ojos inocentes.
- Oye As, ¿qué haces aquí? – le preguntó al vampiro moreno, asustado.
- Es que te ví llegar – contestó con una sonrisa ausente -, por la ventana.
- Oh… ¿Y me viste irme?
- No me acuerdo – respondió con sinceridad, encogiéndose de hombros. Ishtar suspiró, pues su hermano seguía con aquella extraña amnesia que le hacía olvidar todo lo ocurrido el día anterior.
Cerró los grifos y se metió en la bañera, silenciosamente. Astarté se tumbó a su lado, fuera de la bañera, sonriente.
- ¿Puedo bañarme contigo?
- ¿Quieres hacerlo? Dentro de nada el agua empezará a oler tan raro como yo.
- Oh, no me importa, hueles bien.
Ishtar rodó los ojos. Probablemente, Astarté era el único vampiro sobre la faz de la tierra capaz de decir que los licántropos olían bien. Ésta se deshizo de la ropa rápidamente y se metió en la bañera, pataleando como un niño pequeño, la mar de divertido. El peliplateado sonrió, su hermano siempre le tranquilizaba. Comenzó a frotarse para librarse de la esencia de Isis, sin ninguna pena por el hecho. Los recuerdos eran mucho más nítidos, fuertes y valiosos, y estos estaban fuertemente protegidos en su mente. Del mismo modo que Astarté era posiblemente el único vampiro capaz de decir que los lobos olían bien, él era el único en su especie de podía decir que había creado lazos con uno. Lazos más fuertes que las alianzas interesadas e incluso que las amistades.
- ¿Cuándo vas a presentármela? – preguntó de repente Astarté, mirándole sonriente e ilusionado, sacando a Ishtar de sus cavilaciones.
Él suspiró. No le parecía tan extraño que su hermano hubiera sido capaz de llegar a esa conclusión que habría resultado tan improbable para cualquier otro vampiro.
- ¿Qué te parece la próxima noche de luna llena? – le propuso, acariciándole los cabellos azabache.
- Vale – asintió enérgicamente -, pero acuérdate, porque yo no podré hacerlo.
- Te prometo que me acordaré de presentártela, aunque en aquel momento no tengas ni idea de lo que estaré hablando.
- Muy bien – le sonrió una vez más y luego se sumergió para jugar bajo el agua.
Ishtar sonrió, relajado. A lo lejos, mucho más lejos de lo que los sentidos vampíricos podían percibir, en un lugar donde solo los auténticos lazos podían llegar a alcanzar, un lobo plateado le aulló a la mañana.

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