Le echa una mirada de reojo al móvil y tiene ganas de usarlo aunque sabe que no debe hacerlo. Quiere, necesita, que alguien la apoye sinceramente, solo por el placer de querer animarla y no por cortesía o para auto consolarse en aquellos días oscuros. Añora a Ami más que nunca, porque nunca habían pasado tanto tiempo separadas y superadas, y la cama sigue oliendo a Matt.

Entonces, la pantalla del bendito móvil se ilumina y le llega un mensaje de remitente desconocido. No importa, porque sabe quién es. Solo ella conoce ese número. Solo ella le manda mensajes.
Trata de no agobiarte. Come y duerme bien, o no estarás a tope. Te quiero>>
Es escueto pero dulce a la vez. Le sobra. Por primera vez en días, se siente algo realizada. Irónicamente ya no necesita el texto, porque lo tiene memorizado, así que lo borra y recuesta la cabeza sobre la almohada. Siente que apenas huele a nada.

Cierra los ojos. Descansa.

domingo, 10 de mayo de 2009

Evan y Natsuki - Como se conocieron


Punto de vista de NATSUKI


Y añadido, la historia de la infancia de Natsuki:


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Natsuki se estremeció gracias a la brisa helada que corría por la ciudad en pleno apogeo de diciembre.
Era navidad. Concretamente, la primera navidad que pasaba ella sola.
Se frotó las manos y levantó la vista hacía el cielo encapotado, tratando inútilmente de ver las estrellas. Ni siquiera ellas la acompañaban en los momentos como ese, pensó con una amarga sonrisa.
Hacía unos días había cumplido diecinueve años, una edad tierna y feliz, en teoría, plagada de oportunidades y futuros inciertos. Natsuki no veía ninguna oportunidad por ningún lado, de la misma manera que no veía nadie a su alrededor.

Recordó a su madre. Nunca la había conocido en persona, puesto que durante su propio nacimiento habían sucedido una serie de problemas que habían complicado notablemente el parto. Su madre, con la mente siempre clara, había decidido llevarlo hasta el final, costase lo que costase. Y vaya si había costado… Natsuki nació un trece de diciembre, y ese mismo día la mujer que le dio la vida expiró con último aliento de felicidad. A veces pensaba que toda la felicidad que ella debía haber vivido desde niña había muerto junto a su madre aquel fatídico día.
Entonces la imagen de Somii le vino a la mente, y se dio cuenta que ahora ya no podía hacer nada para detener el curso de sus recuerdos, y se resignó a pasar un día más con la única compañía de estos.
Somii era su hermana mayor. Tenía ocho años más que ella, y era una chica fuerte, madura y responsable. Cuando su madre murió, se empeñó en salir adelante y cuidar de la pequeña Natsuki, a pesar que ella misma era tan solo una niña.
Su padre, si en algún momento había sido un hombre alegre y decidido, dejó de serlo para convertirse en una persona débil y pusilánime, hundida en la miseria de sus recuerdos y su tristeza. Se deprimió completamente, abandonó su trabajo y sus aficiones y se convirtió en una triste sombra de lo que había sido. Somii, siempre dulce, buena y atenta, cuidó también de él con paciencia y dedicación, y él aprendió a depender de ella como del aire.
Creció en un hogar extraño, donde el principal pilar de sustento era Somii. No tenían mucho dinero porque papá no trabajaba, por eso sus ropas solían ser viejas y torturadas, y las comidas, escasas. Además, a pesar del insistente amor que Somii le mostraba, si padre era un completo desconocido para ella. Quizá que por el hecho de haber vivido en lugar de mamá, su padre la consideraba la culpable de su falta, y la castigaba con una fría indiferencia que era casi más dolorosa que las miradas de rencor que a veces le dirigía.
Desde pequeña fue una niña extraña. Callada, silenciosa y solitaria, prefería pasar desapercibida y no tenía muchos amigos en el colegio. Aunque por culpa de su aspecto de niña pobre, lo más probable es que jamás hubiera encajado allí por mucho que lo hubiera deseado.
Así sucedió su infancia, liviana y sin sobresaltos. La tristeza formó parte de ella casi desde el principio y había aprendido a vivir con ella. Pero quizá no estaba preparada para la soledad.

Somii era la persona más buena del mundo. Cuando estaba con ella, estaba segura que no había nada en el mundo que fuera suficientemente malo, ni siquiera el rechazo de su padre o la indiferencia de sus compañeros del colegio. Por eso no estaba preparada para la desolación y la inmensa soledad que comportó su pérdida.

Natsuki tenía poco más de diez años para aquel entonces. Somii había cumplido los dieciocho, y gracias a los ahorros que había hecho durante los últimos dos años, desde que había empezado a trabajar, consiguió comprarse un coche pequeño de segunda mano, un poco viejo y que tiraba a trompicones, pero que al fin y al cabo funcionaba.
Había salido a dar una vuelta de prueba con él, celebrando su recién adquirido carne de conducir, y Natsuki no la había acompañado porque había encontrado que era más divertido quedarse jugando con la pelota en el jardín.
Todo había sucedido muy deprisa.
Le había dado a la pelota una patada demasiado fuerte, y esta había pasado por encima de la valla del jardín para caer en la carretera. Natsuki salió corriendo tras ella, pisando el asfalto con la inocente imprudencia de la niñez y recuperando la pelota unas décimas de segundo antes que un coche hiciera sonar el claxon y los neumáticos gritarán acompañando el volantazo.
El coche de Somii, incapaz de frenar antes de atropellar a la pequeña Natsuki, había hecho una maniobra para esquivarla. La niña pudo ver durante una décima de segundo, petrificada del miedo, como la expresión de terror de Somii ante la perspectiva de atropellar a su hermana cambiaba a una de alivio infinito.
Después de aquello, el coche se empotró contra la pared de un jardín, abollándose desastrosamente.
Somii nunca más volvió a sonreír para ella.

Los años siguientes fueron como una pesadilla. Su padre, completamente conmocionado por la muerte de su hermana mayor, se había sumido en una depresión todavía mayor, y Natsuki, también hundida y desolada, no se veía capaz de sacarle de allí. El hombre se limitaba a subsistir sin esforzarse para nada en vivir, y Natsuki, que vivía con él sumidos en el silencio y la desgracia, se sentía arrastrada con él.

Natsuki siguió contemplando las estrellas en silencio y con expresión abstraída. Al cumplir los dieciocho años, pasado el aniversario de la muerte de su mama, había entrado en la habitación de su padre por primera vez en años. Le había visto sobre la cama, desvalido y abstraído, y ella, en el fondo de su corazón, le agradeció que se hubiera quedado a su lado hasta el final y no la hubiera abandonado antes a su suerte en cualquier orfanato de mala muerte.
Se acercó a él, y el hombre apenas le devolvió una mirada ausente, diferente a todas las anteriores. Era la primera vez que la miraba sin decirle silenciosamente “es tu culpa”. Quizá era que, de alguna manera, ya sabía lo que iba a decirle.

“Papa”, había comenzado Natsuki con la voz ahogada, luego de muchos meses sin hablar con nadie, “ya he cumplido los dieciocho años, y ya no necesito que ningún tutor legal cuide de mí. Muchísimas gracias por respetar la última voluntad de mamá de tenerme… Ya puedes reunirte con ella”

Ese día, Natsuki se quedó completamente sola, aunque no le importó demasiado. Hacía muchos años que estaba sola, y que la casa era demasiado grande y silenciosa para ella sola. No se sentía capaz de venderla o deshacerse de ella, después de todos los recuerdos que encerraban esas cuatro paredes, pero tampoco podía pasarse allí todo el tiempo, por eso, buscó la manera de salir de allí tanto como pudo y encontró un trabajo. Consiguió más dinero, y pudo empezar a vivir de nuevo decentemente, comiendo bien todos los días y vistiendo ropas nuevas y bonitas. Podía ir a todos los lugares en los que no había estado nunca, y podía intentar rehacer su vida.
Pero, por desgracia, nunca lo conseguía.

De un modo u otro, siempre acababa en ese mismo parque, paseando sola, hiciera frío o calor, brillase el sol o lloviera. Quizá se debía a la cercanía que tenía de su casa, o a que era el parque que la había visto crecer, pero siempre se perdía en aquel lugar como un último remanso de paz. Aquel día no había nadie, y Natsuki no supo si alegrarse o entristecerse. Todo el mundo estaba en su casa, feliz, junto a su familia, celebrando las fiestas con alegría.
Ella era la única que estaba allí, sola y abandonada por el mundo.

Tan perdida en sus propios pensamientos, no esperó ni se dio cuenta del muchacho que se había sentado a su lado silenciosamente, mirándola con curiosidad.

“Hola”, murmuró él, llamando la atención de Natsuki, que salió de su ensiminsamiento. “¿Qué haces aquí sola?”

Ella meditó, confundida. Era la primera vez en mucho tiempo que un desconocido se acercaba a hablar con ella sin ningún motivo concreto, y sentía desconfianza. Pero le miró, y pudo ver como en el fondo de los ojos dorados del muchacho, se alzaba una gran tristeza.

“Espero”, musitó casi sin pensarlo.

“¿A quién esperas?”, preguntó él, con una voz inocente e interesada que la hizo sonreír. El chico era bastante guapo, de cabellos largos y morenos, y unos ojos hermosos que brillaban con amargura. La imagen la turbó un poco y volvió la vista al cielo cubierto de nubes, con una vaga sensación de vergüenza.

“No lo se…”, respondió, dándose cuenta que en realidad no tenía ni idea de lo que quería. “A quién sea”

Se hizo el silencio, pero no fue un silencio ni tenso ni desagradable.

“¿A quién sea?”, preguntó con un pequeño deje de esperanza que la sorprendió. “¿Acaso no tienes a nadie concreto para esperar?”

Natsuki sonrió con amargura, con la viva imagen de su familia caída en mente.

“No, estoy sola”

Entonces, el chico se levantó. Ella supuso que se daría la vuelta y se iría, tal vez con su familia, y ya no pensaría nunca más en ella. Por eso, en cuanto en chico se plantó frente a ella con cara de decisión y le tendió la mano, Natsuki se sintió perdida.

“¿Quieres esperar conmigo? Yo no estoy solo, pero también estoy esperando. Si quieres, podemos hacerlo juntos”

Abrió los ojos, y casi pudo sentir como la felicidad que le había sido arrebatada al nacer volvía a ella con el siguiente soplo de la brisa. Reprimió las lágrimas que quisieron asomarse a sus ojos, mientras el chico esperaba sin más, sonriéndole dulcemente. Cerró los ojos, y cuando pudo volver a abrirlos, también sonreía. Para él.

“Me llamo Natsuki”, pudo decir, con emoción contenida, aceptando la mano que él le tendía, y notándola tan cálida y amigable, que se sintió completa y feliz.

La sonrisa de ambos, tranquila y en paz, se perdió silenciosamente entre la nieve de diciembre.

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