Le echa una mirada de reojo al móvil y tiene ganas de usarlo aunque sabe que no debe hacerlo. Quiere, necesita, que alguien la apoye sinceramente, solo por el placer de querer animarla y no por cortesía o para auto consolarse en aquellos días oscuros. Añora a Ami más que nunca, porque nunca habían pasado tanto tiempo separadas y superadas, y la cama sigue oliendo a Matt.

Entonces, la pantalla del bendito móvil se ilumina y le llega un mensaje de remitente desconocido. No importa, porque sabe quién es. Solo ella conoce ese número. Solo ella le manda mensajes.
Trata de no agobiarte. Come y duerme bien, o no estarás a tope. Te quiero>>
Es escueto pero dulce a la vez. Le sobra. Por primera vez en días, se siente algo realizada. Irónicamente ya no necesita el texto, porque lo tiene memorizado, así que lo borra y recuesta la cabeza sobre la almohada. Siente que apenas huele a nada.

Cierra los ojos. Descansa.

domingo, 10 de mayo de 2009

Historia de Layna


Layna es una chica humana, de buena familia, pero con un pasado y una estabilidad emocional algo oscuras.


Esta es parte de su historia, de cuando todavía estaba sola:



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La confianza en las personas era una mentira, una gran y completa mentira que solo servía para hacer daño. Un asco. Nunca, nunca, nunca volvería a confiar en nadie.
Seguro.


Un nuevo día llegó, entrando en su cuarto a través de la ventana sin ningún permiso. Layna se revolvió entre las sábanas de su enorme cama de plumas, acurrucándose para seguir durmiendo, y sin salir todavía del mundo de los sueños. El sentido común la llamaba fuertemente, gritándole al oído que se levantara de una buena vez, porque tenía que hacer muchas cosas antes de poder ir hacía el colegio, ¡y tan solo faltaba una hora y media!
Remoloneando y quejándose, a pesar de que nadie estaba allí para escucharla, se levantó de la cama y se dirigió al baño. Se duchó, tranquilamente, disfrutando de agua calentita y desperezándose poco a poco. Usó su champú aromático, dejando que su pelo se impregnara del olor a frutas silvestres, y limpió su cuerpo a consciencia para ir completamente aseada. Al salir del agua, se peinó con delicadeza, recogiéndose el pelo en una elegante coleta alta que le daba un aspecto profesional, se perfumó y se maquilló levemente, lo suficiente como para verse todavía más guapa sin que se notara en lo más mínimo. Salió envuelta en su suave toalla y abrió las puertas del armario, tardando casi media hora en decidir que ropa ponerse, y cambiándose de jersey siete veces antes de dar con el verdaderamente adecuado. Recogió sus enseres escolares y echó un último vistazo a su imagen antes de salir. Al último instante se deshizo la coleta, dejando que su cabello rubio cayera libremente por su espalda.
Estaba perfecta.

Siempre lo había sido, por supuesto, incluso cuando no era nada más que un bebé. Desde pequeña, su madre le había enseñado que debía cuidar su imagen para estar siempre presentable, en cualquier momento y situación, y ser siempre capaz de superar al hijo de aquella horrible mujer.
Layna era la hija de un importante magnate del transporte. Su madre era su esposa, una mujer recta y firme, elegante. Perfecta, también.
La niña había nacido para ser la heredera de aquel negocio, y por eso debía mantener siempre la buena imagen a la que sus padres estaban acostumbrados.

Pero había un problema.

El matrimonio de sus padres había sido desde el primer momento una conveniencia entre dos importantes familias de negocios. No existía el amor entre ellos, y tan solo habían tenido a Layna para asegurar la continuidad del linaje. Ambos habían tenido a lo largo de su vida múltiples amantes y aventuras, hasta que en una de esas, a su padre le salió un hijo vástago.
Era varón, y dos meses mayor que Layna. La madre se había presentado ante ellos reclamando el derecho que tenía su hijo a la herencia familiar, y ambas mujeres habían iniciado una encarnizada batalla por el puesto, alegando que sus respectivos hijos eran más adecuados para ser los herederos, usando cualquier argumento como válido.

Layna había sido educada con mano de hierro por su madre, para que fuera la mejor en todo y para todo. Sacaba mejores notas en la escuela, tenía un carácter y una personalidad perfectamente agradables y adecuados, destacaba en cualquier deporte que practicase, y además era guapa y con presencia. Hacía todo lo que su madre deseara, fuera lo que fuese, sin quejarse nunca por nada, ni una sola vez, tan solo para contentarla y cumplir con sus expectativas. Ella creía que lo estaba haciendo bien, que iba por el camino correcto para conseguir convertirse en la mujer perfecta.
Pero su idealismo, simplemente se hundió.

Un día, cuando tenía poco más de diez años cumplidos, se le ocurrió preguntarle a su madre porque siempre tenía que ser mejor que su hermanastro en todo.

“Porque si no lo eres, no servirás para nada”, había respondido ella indiferente, sin dudar ni un momento ni pararse a pensar en que aquello podía lastimar a su hija. Nunca se había preocupado por sus sentimientos, ¿por qué debería empezar en aquel momento?

“Pero mamá, yo siempre me esfuerzo al máximo para cumplir con tus expectativas, ¿no es eso lo que cuenta? Si no soy la mejor… ¿No vas a quererme?”

“Si no eres la mejor, no habrá servido para nada tenerte”


Aquello había lastimado mucho a la niña. Toda la confianza que había depositado en su madre, creyendo ciegamente en que debía hacer lo que ella decía porque era lo mejor para ambas, se rompió en mil pedazos. El cariño interesado que le tenía su madre ya no le fue suficiente, y a pesar de que no se quejó, de que no dejó de ser una “niña perfecta”, se alejó de ella todo lo que pudo, dolida, herida, traicionada.

Durante mucho tiempo se sintió muy mal, sola y abandonada. Sus padres ni siquiera se dieron cuenta de ello, seguían tratándola igual que siempre, y seguían presionándola para que fuera cada vez mejor.
En aquellos malos momentos, creyó que tan solo podía confiar en Angelique, su mejor amiga. A ella le explicó todo lo que la preocupaba, le confesó todas sus dudas y sus miedos y confió en ella.
Aquello la hizo sentirse mucho mejor, más calmada y tranquila, aliviada. Había podido compartirlo todo con alguien y ya se sentía lo suficientemente fuerte como para seguir enfrentándose al mundo con entereza.
Por desgracia, su alivió duró poco.

A espaldas de Layna, Angelique hizo su desgracia pública, y su historia corrió de boca en boca hasta llegar a oídos de la amante de su padre, la mujer que competía contra su madre. Esta aprovechó el chisme para ridiculizarla, y a pesar de que enseguida fue arreglado para ocultarlo y desmentirlo, el daño se había hecho.
No volvió a ver a Angelique, bajo prohibición de su madre. Tampoco lo habría hecho aunque no se lo hubieran prohibido.

Una vez en la cocina, Layna se sirvió un cuenco de cereales (con fibra y frutos secos, por supuesto) y desayunó a toda prisa. No estaba dispuesta a correr por la calle, pero tampoco a llegar tarde al colegio y manchar su impoluto historial.
Mientras comía, el televisor estaba encendido y la música de sus anuncios inundaba la cocina. Layna apenas le prestaba atención, aunque tampoco la ignoraba. Se limitaba a escucharla con superficialidad, sin preocuparse por entenderla nada.
Pensó que sus amigas se parecían a un televisor.
Como era guapa y elegante, Layna había sido aceptada en un grupito de amigas, todas ellas pijas, presumidas y ególatras. Superficiales también, a más no poder además.
A ellas no les importaba nada que no tuviera que ver con la moda, la ropa y los complementos. Gustaban de salir todas juntas después de clase para darse una vuelta por el centro comercial y comprarse una o dos camisetas de marca y algunos pendientes caros. Les preocupaba el tipo de esmalte de uñas que debían llevar para que combinara con su ropa diaria, y se preguntaban si aquellos zapatos quedarían bien con tal o cual pantalón. No les preocupaba que cualquiera de sus amigas tuviera un problema o estuviera pasando un mal trago, porque aquello significaría dejar de ser superficiales, y el aspecto era para ellas lo más importante. Cuando alguna tenía un problema, simplemente se lo callaba y hacía ver que no ocurría nada, así podía seguir junto a las demás en un mundo de fantasía y falsa amistad.
A Layna le gustaba ir con ellas. Competían unas con otras para ser las más guapas, y se daban consejos mutuamente para verse todavía mejor. Cuando estaba con ellas, no tenía que preocuparse por nada más que no fuera ella y su aspecto, y además no corría peligro de que ninguna traicionada su confianza… Por el simple hecho de que no había de eso entre ellas.
No estaba sola, pero tampoco dependía de ellas. Aquella sensación le gustaba, le daba seguridad y la hacía sentirse bien.

Llegó al colegio antes de que sonara la campana de inicio de clases. Sus compañeras la saludaron con una sonrisa exagerada y alabaron su conjunto de aquel día. Ninguna le preguntó sobre sus sueños de aquella noche, o sobre si había dormido bien. Ella tampoco se lo preguntó a nadie.
Entraron a clase, y las dos primeras horas transcurrieron con normalidad. Aquel día, Layna se había levantado pensativa, y pensativa siguió el resto de la jornada.
A la hora del almuerzo, fue a comprarse la comida en la cafetería mientras sus amigas buscaban sitio en el patio. Salió hacía fuera con la bandeja entre las manos.
Y chocó contra él.

“¡Ay!!”, se quejó el chico, echándose hacia atrás. “Lo siento, ¿te has hecho daño?”

Layna recuperó el equilibrio, sin que nada cayera de su bandeja. Levantó la mirada, a punto de echarle un moco a aquel tipo, por descuidado, pero en cuanto le vio, los colores le subieron a la cara y apartó la cara avergonzada.

“N… No…”

“Uf, menos mal… Oye, me suenas, tu eres de la clase 1-C, ¿verdad?”, preguntó el chico con una agradable sonrisa, un tanto atontada. Era guapo, moreno y de ojos celestes, que se veían amables y brillantes, despreocupados. Además, vestía elegante, con ropa de marca, perfecto sin resultar demasiado llamativo. Layna le observó con curiosidad, le conocía de vista.

“Si… Soy Layna Urri, de 1-C. ¿Eres Aoki? Aoki, de 1-A”

“Iago Aoki, sí señor, muy bien rubita”, canturreó él con voz alegre y despreocupada. La última palabra le cayó a Layna encima como un jarro de agua fría, y la primera impresión que había tenido de él, de chico agradable, guapo y encantador, se esfumó.

“Layna Urri, si no te importa”, le espetó ella de mala uva, dándose la vuelta para buscar a sus amigas.

“¿Eh? ¿He dicho algo malo, rubita?”. Iago se plantó frente a ella con expresión desconcertada, y Layna se exasperó más.

“Que me llamo Layna Urri, no rubita…”, iba a añadir una palabra desagradable, pero se contuvo a tiempo y se contentó con mirarle feo. Después de un segundo de silencio, Iago rompió a reír.

“¿No te gusta que te llame rubita?”, preguntó entre risas alegres. Ella apretó las manos contra la bandeja hasta que los nudillos se le pusieron blancos. “Uiii, ¡me lo tomaré como un no! Entonces no te llamaré más así…”

Ella se relajó un poco, agradecida. Levantó el cuello, para buscar a sus amigas, que parecían no estar por ninguna parte.

“…, te llamaré ojitos verdes”, finalizó el chico con orgullo.

Layna se estremeció de puro enfado, dándose la vuelta hacía él tan deprisa que su ensalada cayó al suelo. Iago iba a hacérselo notar, pero se calló cuando le vio la cara de profundo enfado y tragó saliva.

“Eeeh… Esto…”, balbuceó, pero fue interrumpido.

“ME LLAMO… LAYNA… URRI… ¡Y no soporto a la gente que se mete con mi cabello y mis ojos!”

Iago se cubrió la cabeza con las manos, y si Layna no hubiera estado tan enfadada, se habría reído de lo gracioso que se veía. Se dio la vuelta y echó a andar, deshaciéndose de la bandeja en la primera basura que encontró, notando como se le había pasado el apetito. Aquel niño le había puesto los nervios de punta.

“Pero… Pero… ¡Espera!!”, gritó Iago, mientras Layna seguía andando sin hacerle caso. “Vamos, no te enfadeeeeees”

Corrió tras ella hasta colocarse a su lado, balbuceando disculpas tontas como un niño chico. Layna seguía andando, ignorándole completamente.
Iago se plantó frente a ella, y en cuanto Layna levantó la cabeza con una mueca, dispuesta a darle un buen par de gritos, se encontró con un gesto tan serio y adulto que las palabras se quedaron quietas en sus labios.

“Lo siento”, dijo él todo serio, “No sé exactamente porque te has molestado tanto, pero… Lo siento. Volvamos a empezar, ¿vale?”. Le tendió la mano y le sonrió arrebatadoramente, tal vez sin ni siquiera darse cuenta, deslumbrándola. “Me llamo Iago Aoki, encantado señorita Urri”

Sonrió un poco, y le encajó la mano. Aquel muchacho se estaba tomando muchas confianzas, y aquello parecía hacerle feliz.
Y era una felicidad contagiosa.

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